FUERA DE CAMPO
Espíritu sagrado, lo monstruoso en lo cotidiano
ELISA FERRER
Llevaba meses intentando ver Espíritu sagrado, de Chema García Ibarra, pero se me escapó en cartelera y tampoco pude asistir a ninguno de los pases —varios— que hubo en la filmoteca y en otras salas de la ciudad. Había visto los cortos del director, de una fealdad que atrapa, de una profundidad absurda, y me tenían fascinada. Me llegaban recomendaciones de la película, muchas, siempre de gente confiable, así que cuando vi que ya estaba en Filmin y en Movistar + me lancé de cabeza a conocer a la Asociación Ufológica Ovni Levante, que, en un punto culminante de su existencia, sufre la pérdida de Julio, su presidente. Al mismo tiempo, el barrio de Elche en el que se reúne esta asociación vive con horror la desaparición de Vane, que lleva en paradero desconocido desde hace semanas. Vane es la sobrina de José Manuel, vicepresidente de Ovni Levante, quien, tras la muerte de Julio, es el único que sabe de lo necesario de un rito astral para salvar a la humanidad y ahora debe seguir adelante solo.
Rodada en 16 y 35 milímetros, el director de fotografía, Ion de Sosa, busca que la imagen tenga ese grano tan característico de los vídeos de aficionados de los 90, con planos incómodos, que dejan siempre fuera elementos importantes, o dentro elementos que incomodan, que distraen la mirada, que llegan a perturbar. Esto, sumado a una dirección de arte diseñada al milímetro en su simpleza para rescatar a esa España feísta, de bares de paredes embaldosadas con el suelo lleno de colillas y servilletas de lija, de casas con aparatosas alacenas marrones tan comunes en los sesenta, en los setenta, de barrios repletos de edificios uvepeó, de polígonos industriales y escenarios urbanos que oprimen, con una decoración en la que prima el simbolismo egipcio, consigue una estética que se mueve con una naturalidad apabullante entre lo surrealista y lo rancio.
La dirección de Chema García Ibarra es inconfundible y, atención, no recomendada para todos los públicos. El director ilicitano aguanta los planos hasta la incomodidad, esos segundos de más que tensan y consiguen que te retuerzas en tu asiento. Recurre a actores no profesionales que, en muchas ocasiones, actúan como si recitaran de memoria, como si repitieran frases inconexas, como si leyeran en voz alta, con timbres de voz y dicciones imposibles, que consiguen que las líneas de diálogo, ya absurdas de por sí, desconcierten, te lleven a la carcajada y desvíen la atención de las monstruosidades que, presientes, ocurren bajo tanto absurdo. Porque Espíritu sagrado lleva al extremo el costumbrismo para conducir al espectador hacia un desconcierto creciente, en el que la seriedad de los temas que laten de fondo entra, de golpe, con la velocidad de una mecha prendida que se acerca inexorablemente a la dinamita para estallar en nuestra cara sin piedad.
Una película de una extrañeza imperturbable, una apuesta arriesgada que lamentablemente no tuvo ninguna nominación a los Goya, a pesar de ser una película osada, personalísima, capaz de esconder, bajo una buscada estética de aficionado, ideas inteligentes y hondas, como la soledad, el miedo a la muerte, o la maldad de aquellos que se nutren de la ingenuidad ajena. Ideas que te zarandean, que te recuerdan que es en lo cotidiano donde se esconde lo monstruoso, y te dejan el corazón encogido, como solo sabe hacerlo el buen cine.