FUERA DE CAMPO
De adaptaciones y otros demonios
ELISA FERRER
Cuando estudiaba guion en la Escuela de Cine de Madrid me empeñaba en imaginar películas a partir de cada detalle, de una conversación de metro, de un cartel que aparecía una mañana pegado a la pared del ascensor y dejaba entrever alguna tensión vecinal, del vagabundo de la esquina que hablaba cuatro idiomas y me contaba anécdotas marcianas mientras tomaba el café que yo le bajaba un día sí y otro también, ese que en mi ignorancia culinaria adolescente siempre terminaba requemado. Cada novela que leía también terminaba transformada en imágenes en mi cabeza; planos secuencia cuando el pasaje era una descripción, primeros planos si el personaje principal reflexionaba y plano contra plano durante las conversaciones de los personajes, cuyo físico y voces mi imaginación moldeaba según se describieran en el texto.
Fue en el segundo año de la ECAM cuando toda esta pirotecnia imaginativa que mi mente ponía en marcha al abrir un libro tuvo que aterrizar, porque fue el curso en el que nos centramos en la adaptación cinematográfica. Nuestro profesor, Juan Tébar, aparecía cada mañana con algunas novelas bajo el brazo en un mercadillo improvisado en el que, quien primero llegaba, escogía libro. Esa selección era sencilla, un libro regalado para leer con calma, ¿qué más se podía pedir? Pero la elección complicada llegó pronto, cuando tuvimos que escoger un cuento o un libro para convertirlo en guion cinematográfico. A priori sonaba fácil: una vez escogido el texto a adaptar, ya tenías la historia, los personajes… Pero qué diferente el lenguaje literario del cinematográfico, cuántos recursos a nuestro alcance para mostrar el pensamiento de los personajes en narrativa, para hablar de un edificio en llamas, de una explosión imposible. Qué difícil mostrar los sentimientos de los personajes en un guion sin valerse de recursos fáciles, qué caro provocar incendios, explosiones y otros artificios en el cine.
"Me gustó más el libro". Seguro que has pronunciado esta frase tras ver una película que adapta la novela que leíste, especialmente si te gustó, si no pudiste soltarla durante días, si los personajes eran como viejos conocidos para ti, si con solo el color de su pelo y un "sus ojos almendrados" les habías puesto altura, cuerpo, voz y rostro. Altura, cuerpo, voz y rostro que normalmente no se correspondían con los de las actrices, los actores que les daban vida en la adaptación. "Es que no me la imaginaba para nada así"; seguro que es una frase que también ha cruzado tu mente.
De ahí, supongo, nacen los posts que el escritor Javier Peña comparte en su perfil de Instagram y me tienen enganchadísima, fotos que muestran descripciones de personajes transcritas de algunas novelas adaptadas al cine junto con el fotograma de la película en la que aparece el personaje en cuestión. Son pocas las veces en las que las descripción e intérprete coinciden, pero son muchas las que nuestra imaginación, cuando lee la novela tras ver la película, obvia los adjetivos que definen al personaje y le pone el rostro del actor o la actriz que lo interpretó. Hoy, me atrevería a decir, es imposible leer El Padrino de Mario Puzo sin pensar en Marlon Brando, en Al Pacino, en James Caan o en Diane Keaton.
He pensado mucho en esto tras ver los primeros capítulos de Patria, serie a la que le dedicaré más reflexión, un texto más profundo. He pensado en cómo desde el papel leemos e imaginamos a los personajes, en cómo quien dirige y crea una serie, de la mano de la directora de casting, escoge a las actrices y los actores que les darán vida. ¿Cómo es ese proceso? ¿Cómo se conjuga lo imaginado durante la lectura con el físico de los intérpretes? Y, sobre todo, ¿cómo es posible que por primera vez en mucho tiempo el reparto responda a lo que imaginaba mientras leía el libro? Porque Elena Irureta, Ane Gabarain, José Ramón Soroiz, Mikel Laskurain, Loreto Mauleón, Susana Abaitua, Eneko Sagardoy, Iñigo Aranbarri y Jon Olivares son como las personas que conocí mientras leía la novela de Fernando Aramburu, y sus interpretaciones añaden capas y consiguen eso tan difícil de traspasar del lenguaje literario al cinematográfico: entrever qué piensan los personajes, empatizar con ellos. Y, aunque brilla por otras muchas razones, ya solo por esta la serie ya merece la pena.