− Para entonces ya no había marcha atrás, había encontrado su sitio.
− Esa sensación ya la traía de antes. Siempre he pensado que no fui yo el que eligió este oficio, sino que fue la interpretación la que me llamó. Se convirtió en mi forma de estar en el mundo, ya no sabía hacer otra cosa. O era actor, o nada. Después de representar Hamlet entré en el Teatro Español y luego hice el papel del payaso en Así que pasen cinco años. Uno de los protagonistas era Miki Molina, un día tuvo una lesión de rodilla y Narros me preguntó si me atrevía con su personaje. Dije que sí. Fui un inconsciente, pasé mucho miedo, pero Ángel de Andrés me dijo tras la función: “Chaval, tú vas a vivir de esto”.
− No se equivocaba. Vive de esto, algo que no todos consiguen. ¿Tiene claro por qué usted sí?
− Nunca lo he sabido. Un trabajo me ha llevado a otro. Estoy muy agradecido a las personas con las que he coincidido en esta aventura, a quienes considero mi familia, además de mis maestros. Paco Rabal, Fernando Guillén, Concha Velasco, Margarita Lozano, [Juan José] Otegui, [Miguel] Palenzuela, Miguel Rellán, Federico Luppi, Álvaro de Luna, Julia Trujillo, Walter Vidarte… Actores de otra generación con los que he aprendido cosas que no habría descubierto en ninguna otra parte. Sin olvidarme de los de mi hornada, con los que he vivido pesares y alegrías, una lista interminable de nombres a los que quiero.
− En esta profesión es fácil sentirse perdido. ¿Qué hacer cuando llegan las dudas?
− Un actor tiene que creer en sí mismo y rodearse de gente que fomente su autoestima. Suelo hacer un símil futbolístico: a veces hay grandes jugadores que se pierden en el camino porque no encuentran ese entrenador que les dé la oportunidad. Yo tuve a Eduardo Vasco, con quien hice Don Juan en el Teatro de La Comedia. También a Daniel Veronese. Ambos directores me ayudaron a crecer profesionalmente. En esto hay que perseverar, ser actor es un aprendizaje continuo.