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26-02-2016

 
Ginés García Millán
 
“La complejidad del ser humano está en la raíz de mi vocación como actor”
 
 
El hotel que regentaban sus padres, la selección nacional de fútbol y la mili le encaminaron hacia su sueño infantil. Lo atrapó gracias a maestros de otro tiempo a los que hoy reivindica
 
 
JUAN FERNÁNDEZ
Reportaje gráfico: Enrique Cidoncha
La voz y el discurso de Ginés García Millán (Puerto Lumbreras, Murcia, 1964) son mano de santo para el actor o la actriz que ande atravesando un bache a cuento de las incertidumbres de la profesión. Solo hay que ver la pasión con la que habla de su oficio para que el más dubitativo del gremio se convenza del goce que le aguarda si sigue la llamada de la vocación. Él lo hizo, y lo confirma. Desde que salió de la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid (RESAD) a finales de los ochenta no ha parado: el teatro le dio tablas, la tele le aportó popularidad y el cine le puso a las órdenes de los mejores directores. Pero más allá de los éxitos y los aplausos, se queda con la satisfacción de saber que está en su sitio y que se dedica a lo único que podía haber hecho en su vida.
 
 
 

 
 
¿Conserva en su memoria el día que anunció que quería dedicarse a esto?
− Hace poco alguien me recordó una anécdota de cuando era crío. Ocurrió en mi pueblo, en casa de mis abuelos. Un día agarré una espada de madera que había por allí, me puse un sombrero de mi bisabuelo y grité: “¡Algún día seré actor!”. Realmente, lo único que recuerdo es una necesidad imperiosa de comunicar con el mundo, de comunicar de alguna manera.
 
En su familia no hay antecedentes actorales. ¿De dónde nace ese impulso?
− Mis padres regentaban un hotel en mi pueblo, que era un lugar de paso entre Murcia y Almería, y allí vi a gente de todo tipo. Gente con otras culturas, otras vestimentas, otros acentos. El hotel era para mí una ventana abierta al mundo. Los viajeros contaban historias fascinantes y el resto lo ponía mi imaginación. Allí pude palpar la complejidad del ser humano, una sensación que está en la raíz de mi vocación de ser actor.
 
 
 

 
 
¿Cómo se pasa de esa intuición a convertirse en intérprete profesional?
− Tuve la gran suerte de que se me daba muy bien el fútbol. Llegué a ser portero de la selección nacional juvenil, y esa habilidad me llevó a vivir a Murcia y luego a Valladolid. Allí empecé a ver cine y teatro de verdad. Me recuerdo saliendo de aquellas sesiones, diciéndome emocionado: “¡Yo soy eso, quiero ser uno de ellos!”. Cuando me tocó la mili en Madrid, vi el cielo abierto. Tenía la coartada perfecta para apuntarme a la RESAD.
 
¿Lo compaginó con el servicio militar?
− El primer año sí. Iba con mi corte de pelo de recluta, pero no era el más raro de los alumnos. Pasar por allí es lo más importante que me ha ocurrido en mi vida artística porque tuve a los mejores maestros: Miguel Narros, Paco Nieva, Lourdes  Ortiz, Joaquín Campomanes, Elvira Sanz, Julio Castronuovo, Ricardo Doménec, Marta Schinca, Josefina García, Concha Doñaque… Les debo todo. No solo me enseñaron los secretos del oficio, también despertaron en mí inquietudes desconocidas. Este país, y en particular esta profesión, tiene una cuenta pendiente con esa generación de grandes maestros.
 
¿A qué se refiere?
− Aquí olvidamos demasiado rápido. No valoramos en su justa medida lo importante que fue la cantera de la RESAD para el oficio. En mi curso había gente como Carmelo Gómez, Miguel del Arco, Marcial Álvarez… Tuve la suerte de conocer a García May, quien me ofreció la primera oportunidad de subirme a un escenario. Nada menos que con Hamlet. Fue una experiencia reveladora.
 
 

 
 
Para entonces ya no había marcha atrás, había encontrado su sitio.
− Esa sensación ya la traía de antes. Siempre he pensado que no fui yo el que eligió este oficio, sino que fue la interpretación la que me llamó. Se convirtió en mi forma de estar en el mundo, ya no sabía hacer otra cosa. O era actor, o nada. Después de representar Hamlet entré en el Teatro Español y luego hice el papel del payaso en Así que pasen cinco años. Uno de los protagonistas era Miki Molina, un día tuvo una lesión de rodilla y Narros me preguntó si me atrevía con su personaje. Dije que sí. Fui un inconsciente, pasé mucho miedo, pero Ángel de Andrés me dijo tras la función: “Chaval, tú vas a vivir de esto”.
 
No se equivocaba. Vive de esto, algo que no todos consiguen. ¿Tiene claro por qué usted sí?
− Nunca lo he sabido. Un trabajo me ha llevado a otro. Estoy muy agradecido a las personas con las que he coincidido en esta aventura, a quienes considero mi familia, además de mis maestros. Paco Rabal, Fernando Guillén, Concha Velasco, Margarita Lozano, [Juan José] Otegui, [Miguel] Palenzuela, Miguel Rellán, Federico Luppi, Álvaro de Luna, Julia Trujillo, Walter Vidarte… Actores de otra generación con los que he aprendido cosas que no habría descubierto en ninguna otra parte. Sin olvidarme de los de mi hornada, con los que he vivido pesares y alegrías, una lista interminable de nombres a los que quiero.
 
En esta profesión es fácil sentirse perdido. ¿Qué hacer cuando llegan las dudas?
− Un actor tiene que creer en sí mismo y rodearse de gente que fomente su autoestima. Suelo hacer un símil futbolístico: a veces hay grandes jugadores que se pierden en el camino porque no encuentran ese entrenador que les dé la oportunidad. Yo tuve a Eduardo Vasco, con quien hice Don Juan en el Teatro de La Comedia. También a Daniel Veronese. Ambos directores me ayudaron a crecer profesionalmente. En esto hay que perseverar, ser actor es un aprendizaje continuo.
 
 

 
 
¿Cómo sería iniciar ese recorrido hoy?
− Mucho más difícil. Este oficio se ha precarizado de manera alarmante en los últimos años. Hay actrices y actores muy valiosos que no viven de su trabajo porque las condiciones que les ofrecen son imposibles. Hay que pagar a la gente dignamente. De lo contrario, acabaremos convirtiéndonos en un gremio de amateurs. Esto debemos pelearlo.
 
¿Cómo?
− Permaneciendo unidos. Ante los sueldos indignos, la culpa no la tiene el intérprete que acaba aceptando el trabajo para sobrevivir. Podemos defendernos. Tenemos mucha fuerza, más de la que pensamos. Pararíamos esto si no los propusiéramos. Y estoy seguro de que contaríamos con el apoyo de la gente. El público nos quiere y nos respeta. Más de lo que creemos, y desde luego, mucho más de lo que algunos pretenden hacernos creer. No es cierto eso que dicen del alejamiento del público. Nos ven como referentes, se identifican con nosotros, lo noto cuando hablo con la gente.
 
¿Qué falla?
− Para que haya cine, teatro o televisión, se necesita industria. En la tele sí se ha consolidado un entramado que está empleando a artistas de diversas edades. Se producen series de gran calidad que conectan con la audiencia. En el celuloide, por desgracia, esa empatía no es igual. Algo hemos hecho mal para que la gente no quiera ver nuestras películas igual que nuestras series. Desde la Administración tampoco ha habido voluntad de crear una estructura sólida que haga que estrenar un filme no sea una heroicidad.
 
 
 

 
 
Proponga una medida.
− Iría a la raíz. Me parece inconcebible que en las escuelas no se enseñe teatro. No porque todos tengamos que ser actores o directores; lo digo pensando en la formación humana de la gente. Tenemos un patrimonio teatral único en el mundo y no lo defendemos. Un público mejor educado exigiría un mejor teatro. Pero esto no se logra con un programa electoral para cuatro años, hablo de un pacto con voluntad de permanencia. Tengo hijos y espero verlo. Soy optimista.
 

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