GONZALO DE CASTRO
“Ser actor me hace sentir
que soy yo quien lleva mi caballo”
La tele le dio fama, pero su punto de mira está en los escenarios. En los amigos de esa “familia del teatro” que le permitió perseguir su sueño de interpretar
JUAN FERNÁNDEZ
El gran público le descubrió en 7 vidas (1999), y a partir de entonces, la tele le convirtió en uno más de la familia. Doctor Mateo, B&b, Bajo sospecha… Pero para llegar hasta ahí hubo antes un camino lleno de dudas, miedos, idas y venidas que el actor tiene muy presente. La carrera de cualquier intérprete de éxito suele estar precedida por una historia marcada por la incertidumbre. La de Gonzalo de Castro (Madrid, 1963) pivota además sobre una intuición tan íntima como estrambótica en su biografía: que la felicidad de un aspirante a abogado se escondía en encarnar vidas ajenas. Hoy, metido también a productor de teatro, el actor continúa propulsado por esa sospecha.
– De 7 vidas para acá le acompañan el éxito y la fama, pero me interesa su historia no conocida.
– Le contaré algo que no he contado nunca: ¿sabe cómo me preparé para entrar en Arte Dramático? No podía enterarse nadie, así que le pillé a mi hermano César las llaves de la buhardilla que tenía en la calle de la Ballesta y por las tardes, cuando él no estaba, me subía allí, me plantaba delante de un espejo y me decía: “Esto se hará así, supongo”. Sin tener ni idea de prosodia, ni de ritmo ni de nada de teatro, me aprendí de memoria el monólogo del parque del Roberto Zucco de Koltès, una fábula y una pieza en verso de Molière. Y aprobé.
– ¿Por qué tanto secretismo?
– Porque la decisión de presentarme a la Escuela la tomé cuando me quedaban dos asignaturas para acabar Derecho y había un despacho de abogados esperándome para trabajar en cuanto terminara la carrera. Tenía la vida organizada. Me vi en la tesitura de probar lo que siempre había deseado y nunca me había atrevido o continuar el camino que otros habían trazado por mí.
– Y eligió la pastilla roja.
– En casa lo anuncié después de superar la prueba de acceso. Nadie se lo esperaba. Mi padre me dijo: “¿Y no vas a terminar Derecho por si acaso?”. Ese “por si acaso” ha sobrevolado mi vida desde entonces. Aquel verano me marché de casa y dio comienzo la vida que tengo hoy. De pronto, ante mí se abrían ventanas por las que no me había atrevido a mirar.
– Imagino que previamente hubo un gusanillo. ¿Dónde nace la sospecha de que ser actor podía resultar interesante?
– En EGB. Estudié en el colegio público San Alberto Magno de Madrid y todos los años había funciones de teatro. Hacíamos Jesucristo Superstar y cosas de ese estilo. Yo me apuntaba todos los cursos y procuraba ser el protagonista porque me gustaba. Luego tuve una novieta, Pilar, que se apuntó a la RESAD. Descubrí la Escuela cuando la recogía allí. Me fascinó ese mundo. Cada día iba más temprano para meterme en las clases. La verdad es que aquel ambiente iba más conmigo que el de Derecho, pero no me atreví a probarlo hasta tener la carrera casi acabada.
– ¿Qué aprendió en la Escuela?
– No mucho. Solo estuve dos años. Me pilló el traslado desde la sede del Palacio de la Ópera a la de Ramales, que fue un caos. Se cortaron las clases y todo era muy complicado. Por las mañanas trabajaba de camarero en un restaurante y por las tardes iba a la Escuela. Tenía 26 años y no estaba en edad de andar perdiendo el tiempo, así que en tercero dejé los estudios para empezar de figurante en el Teatro de la Zarzuela. Después vinieron años muy difíciles, intentando meter la cabeza como fuera, pero no había manera. Pensaba: “¿Me habré equivocado?”. Aquella frase de mi padre volvía a mi cabeza.
– ¿Cómo resolvió la duda?
– La resolvió una llamada de Dani Blanco, el hoy director del Teatro de la Zarzuela, quien me dijo: “¿Te vienes a París a montar Tirano Banderas con Lluis Pasqual?”. Fue como un relámpago. Le contesté: “¿Dónde firmo?”. Aquella aventura fue mucho más de lo que esperaba. Me reconcilió con el oficio. Cuando me vi en el Odeón de París me dije: “De aquí no me bajo jamás, esta es la vida que quiero vivir, espero que el destino me ayude”.
– ¿Lo hizo?
– Dando muchas vueltas, porque la vida te lía mucho. Me enamoré, salí, entré, viajé, descubrí… Me pasaron las cosas que me tenían que pasar por tomar aquella decisión difícil pero deseada. Los años siguientes fueron muy duros. Me presenté a mil pruebas y conocí las giras de bocadillo y autobús, y como no me salía nada, hice publicidad y me metí en el doblaje. Se me daba bien. Demasiado bien. Me ofrecieron un contrato, aunque regresaron las dudas. En el doblaje ganaba mucha pasta, pero había probado el frenesí del escenario y no me lo quería perder. Haciendo un acto de fe, les dije que no. Abandoné el doblaje para intentarlo como actor.
– ¿De dónde se sacan las fuerzas en esas circunstancias?
– Me han ayudado mucho los amigos que he hecho a lo largo de los años. La familia del teatro son ellos. Gente como Salvador Collado, que me dio una oportunidad cuando volví de la gira de Tirano, o Lluis Pasqual y Aurora Rosales, que me llamaron para unirme al Centro Dramático Nacional, no para actuar, sino para ejercer de ayudante de dirección. Aquello fue como hacer un máster al lado de los mejores, como Piru Navarro, Mario Gas, Gerardo Vera… Aprendí una barbaridad, pero se acabó cuando el PP ganó las elecciones, pues cambiaron la dirección del Centro. Después de un año buscándome la vida me largué a Buenos Aires.
– ¿Como quien se va a hacer las Américas?
– No, me fui con la derrota en el cuerpo, sangrando por dentro, con una sensación de huida. Buenos Aires me fascinó cuando la conocí en la gira de Tirano, porque había vivido con una chica argentina, porque el tango siempre me ha vuelto loco… Fueron siete meses maravillosos. Me dediqué a vagar por la ciudad, a leer, a ir mucho al teatro. Me dediqué sobre todo a escucharme. Durante ese tiempo fui el hombre más libre y feliz del mundo. Me sentía liberado de España, de la familia, de la sensación de fracaso, del qué dirán, del qué pasará cuando vuelva…
– Pero volvió.
– Estando allí me llamó mi amigo Manuel Palacios, realizador de Canal +, y me propuso participar en Lisboa, faca no coraçao, una película documental que iba a rodar sobre Fernando Pessoa. En Buenos Aires apenas hacía nada de lo mío, así que le dije que sí. Volví con el ánimo renovado. Luego estuve un tiempo haciendo publicidad interna para Canal + y me gané la vida como pude, a veces trabajando de nuevo de camarero, pero seguía adelante porque estaba convencido de que algún día saltaría la liebre. Sabía dónde quería llegar, pero desconocía el camino.
– Hasta que la liebre saltó.
– Tenía un amigo en Globomedia y un día le llamé para pedirle que me echara una mano. Estaba a dos velas. Me dijo que empezaba 7 vidas. Como había trabajado en dirección de teatro, me propuso ser preparador de actores. A los tres meses ocurrió lo que esperaba: introdujeron un nuevo personaje y me lo ofrecieron a mí. Y ahí empieza mi historia conocida.
– La de la tele, la fama, los autógrafos…
– Me considero un privilegiado porque el destino y los amigos me han brindado varias oportunidades a lo largo de mi vida que he sabido aprovechar. Por eso hoy siento que pertenezco a un oficio y que cuento con el respeto de mis compañeros. Es así como puedo dedicarme a lo que verdaderamente me apasiona: el teatro.
– ¿Le ilusiona más un estreno que una serie?
– La tele me ha dado lo que soy, sería un cretino si dijera lo contrario. Pero el teatro lo vives, lo respiras, no te lo puedes bajar de internet. Por suerte, puedo permitirme el lujo de hacer el teatro que quiero. He producido tres funciones y este otoño he reabierto el Pavón de Madrid con Kamikaze Producciones, una de las compañías que más quiero y respeto. Sobre el escenario hago Idiota, un texto maravilloso de Jordi Casanovas, pero también invierto mi dinero: así doy trabajo a compañeros y pago sueldos dignos en las giras.
– ¿Imaginaba esto cuando tomó aquella decisión de hacerse actor?
– Ni en mis mejores sueños. Aunque este camino me ha costado sacrificios personales importantes. Hay una parte dolorosa llena de renuncias a cosas y personas que he tenido que dejar en la cuneta y ya no puedo recuperar. Eso también lo llevo en la mochila. Pero me gusta tanto este trabajo que no lo cambiaría por nada. Me hace sentir que soy yo quien lleva mi caballo. Y eso es la hostia.