– ¿La culpa de su inquietud es paterna?
– Más bien de mi madre. Pero el hecho de que leyera y escribiera, de mi padre, que me instruyó hasta los diez años. Era catedrático de Literatura Francesa en Oviedo y yo no fui al colegio hasta entonces.
– ¿Pasó usted hambre en la guerra y la posguerra?
– Hambre… más bien miseria, intelectual, mental y de la otra. Recuerdo las bombas, que nos metían bajo la cama para eludir la metralla. Pero no me resultaba dramático, porque no tenía con qué comparar, al no haber conocido otra cosa: “Hay bombas, este mundo debe de ser así”. Y resulta que no vamos desencaminados.
– También había bombas en su casa.
– Sí. Mis padres se llevaban fatal, hasta su separación, algo traumático en aquella época. Debió de pillarme con 12 años, porque recuerdo que disfrutaba una beca en el Liceo. Tenía yo, de repente, toda la responsabilidad. Éramos tres hermanos: a mi hermana le llevo cinco o seis años, y a Carlos [director de fotografía], doce. Fue una catástrofe: de repente te convertías en un apestado, además.
– ¿Diría que no tuvo una infancia feliz?
– Para nada. Nada agradable. No añoro nada la infancia, salvo la imaginación, antídoto de una realidad insoportable. Era una huída o una búsqueda, aún no lo sé.
– ¿Qué imaginaba?
– Convertí el pasillo de casa en una selva. Veía gorilas, pigmeos con flechas envenenadas… dibujaba personajes y los ponía por el pasillo. Algunos terroríficos, otros no tanto. Hacía teatrillos de cartón. Tenía como público a una prima de la edad de mi hermana. Era un pasillo largo en la zona de Retiro. Sainz de Baranda, 20.
– ¿Ha vuelto por allí?
– Sí. Hace poco pedimos permiso para subir y verla. La habita un señor muy mayor y amable, que fue precisamente quien la ocupó al irnos. Surge una impresión extraña, con los años: era un piso oscuro, sórdido, parecía igual que entonces.
– ¿Y la selva del pasillo?
– Es más pequeño, todo te parece mayor cuando eres niño. Allí vivimos después de la guerra. Cuando se separaron mis padres, me quedé a vivir con mi padre. Fuimos retrocediendo, según avanzaba Franco, y acabamos en Valencia.