Hamza Zaidi
“Acudo a eventos de cine, pero no a fiestas de redes sociales con miradas por encima del hombro”
Su familia dejó Marruecos por Madrid. Él cambió la universidad por las redes sociales. Y la apuesta salió bien. El actor suma millones de seguidores y en este último año encadena largometrajes
FRANCISCO PASTOR
FOTOS: ENRIQUE CIDONCHA
Como tantos otros actores, Hamza Zaidi dejó la universidad a medias y buscó un camino propio. Pero cuando abandonó el grado en Periodismo, no lo hizo por el teatro, ni tampoco por el audiovisual. Tiene 26 años y forma parte de otra generación: decidió apostar por las redes sociales. Sus padres se llevaron las manos a la cabeza, pues preferían para él algo más estable. Ellos mismos habían emigrado desde Tetuán (Marruecos) al madrileño barrio de Carabanchel poco después del nacimiento de Hamza. El disgusto se les pasó cuando el chaval recibió el primer cheque, por valor de miles de euros. El actor regaló una parte a la familia y se compró unas deportivas buenas. Y seguía sobrando el dinero.
Ahora graba vídeos cada día. “Tardo unos 10 minutos en rodar. Como muchísimo, una hora. En esa parte del proceso estoy muy arriba de energía. Luego ya me pongo a editar en un silencio sepulcral. Ni siquiera como. Si hay alguien por casa, no puede ni hablarme”, cuenta Zaidi entre risas. Desde el humor, sueña con tender puentes entre una orilla y otra del Estrecho. Le encanta recrear y darles una vuelta a los estereotipos que hay sobre España, Marruecos y Latinoamérica. Porque allí también ha trabajado.
Las redes forman parte de su vida, pero no lo son todo. Lleva actuando desde los 11 años. Representó a Shakespeare en el colegio, se apuntó a clases de teatro, intervino en cortometrajes. Después llegó la serie El Príncipe, más otras ficciones en las que le tocaban papeles similares: musulmanes que pegaban tiros y ponían bombas. Paso a paso, hasta que se vio rodando cuatro películas de golpe. Entre ellas, Ocho apellidos marroquís o El club de los lectores criminales. Alguna filmación ha encarado mientras respetaba el ramadán, que jamás ha roto, por duro que pudiera ser el trabajo. Especialmente le ha afectado la guerra en Palestina, claro. Tener tres millones de seguidores en Instagram no le ha impedido mostrar su indignación. La cuenta en vídeo, como lo cuenta todo. Que nadie espere encontrar en sus redes fotografías tomando el sol sobre un yate: desde hace tiempo publica decididos llamamientos a la paz que señalan al culpable de la situación.
– ¿Haber publicado alegatos en favor de la paz y de Palestina le ha traído algún disgusto?
– Al inicio de la guerra, la gente que me conocía me escribió. Productoras, amigos, compañeros del gremio. Me pedían que no me mojara porque quizá se iba a volver en mi contra. “Si no puedes más, di algo, pero no te posiciones claramente”, me decían. Pasaron los días y la barbarie fue a más. Entre las víctimas había niños, mujeres y mucha población civil. Las bombas caían sobre los hospitales. Les daban horas para desalojar ciudades enteras si no querían morir. No podía quedarme callado, y muchos seguidores marroquís me pedían que opinara sobre el asunto. Es lo que hice. ¿Que alguien me pone la cruz por actuar desde el corazón? Pues adelante. Esa gente me sobra.
– ¿Se puede mantener la ética siempre? Alguna vez habrá aceptado papeles que no terminaban de convencerle.
– Trato de hacer míos todos los personajes. No me importa tanto el papel que yo ocupe en la ficción, sino ver exactamente por dónde respira el texto. Me leo bien el guion, lo preparo con un coach. Veo qué puedo dar de mí. Todo eso lo trabajamos muchísimo. Cada vez entrenamos más antes de abordar un personaje.
– ¿Y si le piden una caricatura? Ocho apellidos marroquís, por ejemplo, juega con los estereotipos.
– Dedico mi humor a mostrar distintos estereotipos y a reírme de ellos sin caer en lo burdo. Es ese equilibrio el que buscábamos en la película. Pero diré otra cosa: me he pasado la vida encarnando a jóvenes árabes, pierdo la cuenta de las veces que habré puesto cara a un terrorista. Y hace poco tiempo, en El club de los lectores criminales, me tocó de español por primera vez. ¡Qué regalo dar vida a Koldo! Estoy escribiendo sobre todo esto, ¿sabe? Por ejemplo: voy por la calle, de camino a una reunión. Me espera algún ejecutivo de primer orden. Y cuando ya estoy llegando, la policía me para y me cachea. Delante de todo el mundo, a la luz del día. Es humillante, y es solo por mi aspecto. ¿Con qué ánimo llego yo a un despacho para venderle algo a alguien después de una vivencia así?
– ¿Resultó liberador ese papel en el que la etnia no importaba?
– Koldo se parecía mucho a mí. ¡Era un influencer! Los directores siempre me han dado mucha libertad. Eso está bien, los buenos directores trabajan de ese modo: nos dejan crear. Al fin y al cabo, somos nosotros quienes estamos delante de la cámara. Nosotros y nadie más. Si trato de marcar un deje que solo me convence a mí y no llego a un acuerdo con el realizador, este puede ponerme de patitas en la calle. Pero, a grandes rasgos, diría que la última palabra la tiene el actor.
– ¿Acumular millones de seguidores en las redes ayuda a hacer valer su criterio?
– Muchos piensan que los creadores de contenido somos peores actores. O que nos contratan por nuestros seguidores, que verán nuestras películas. Pues en esto hay algo de cierto. Si hay dos actores que trabajan al mismo nivel en la técnica, la industria elegirá a quien más lejos llegue en las redes. Y esto también quiero contarlo en la ficción, en las piezas que estoy escribiendo junto a algunos amigos bajo el título Algoritmo. Quiero contar cómo un influencer puede mostrar el rincón más bonito de su casa y ocultar el desorden que reina en el resto del piso. Que la gente puede pasar del anonimato al estrellato por una sola publicación. Que hay ¡menores! difundiendo contenido erótico y sus padres no pueden ni imaginárselo. Todo este entorno machaca la salud mental de unos y otros. Yo solo acudo a eventos relacionados con el cine. Nada de fiestas basadas en las redes sociales, con esas miradas por encima del hombro.
– ¿Y cómo va ese proyecto propio?
– Estamos buscando los fondos y la producción. Hemos tocado a algunas puertas y hemos logrado el compromiso de nombres importantes. A esto no nos enseña nadie. Puedo tener el teléfono de un primer espada y no saber utilizarlo, o venirme arriba y ponerle un mensaje de WhatsApp a algún director que quizá está de festival y ni me responde, por mucho cariño que me tenga y mucho interés que sienta por mi trabajo. Así que estoy aprendiendo a manejar los tiempos. Llevamos ya tres años moviendo esta propuesta. Más que soñar con el Goya o con el Óscar, tengo otro deseo: ver que nuestro Algoritmo sale adelante. Nada de galanes: yo quiero contar mi propia historia, ya que me la he trabajado largo y tendido.
– Acostumbrado a grabar cada día en su casa, le chocará la ‘burocracia’.
– Sí. Y en un rodaje me siento más expuesto que grabando por mi cuenta. Me toca rodar con 20 personas pendientes de mí. Podemos seguir hasta las cinco de la mañana, pasada la hora prevista, con el equipo cansado. A esto me refería con que es el actor el que está frente a la cámara: que un montón de gente pueda marcharse a casa depende de que a mí me salga bien una toma. Es muchísima presión, así que voy a tiro fijo. No improviso nada. Así me pasa, que luego entro en bucle con el visionado de mis actuaciones. Puedo ponerme una película que acabo de rodar y ni me entero de cómo va la trama. Me fijo en muchas otras cosas: si esta sonrisa me habrá quedado poco natural; si han elegido una toma que yo directamente habría descartado… Entiendo bien a quienes prefieren no verse. Pero yo no puedo. Necesito verlo todo al detalle.