Aquel chico solitario
– Héctor, retrocedamos en el tiempo...
– ¿Dónde me va a llevar?
– A la Argentina de los años treinta y cuarenta.
– Mire, que de eso hace mucho tiempo y yo tenía edad escolar.
– ¿Cómo empezó todo?
– Tengo una imagen grabada en la memoria. El ser humano selecciona imágenes; esta lleva en mi archivo desde los siete u ocho años. Es casi fílmica, en un picado veo a unos cuantos compañeros míos, y en un contrapicado ellos, a su vez, me observan contentos y muertos de risa. Yo soy feliz porque les cuento historias, los entretengo y les hago reír. Soy el protagonista y me siento importante. Es un recuerdo feliz.
– Actor por naturaleza.
– No sé [dubitativo]. Tuve una infancia bastante particular. Yo era un niño feo, enfermizo, retraído, solitario... Después fui cubriendo todo eso con disfraces. Cuando llegaban los carnavales me volvía atrevido, simpático, buen mozo, conquistador. Avasallador, incluso. Al acabar, me volvía al umbral de mi casa, de nuevo asustado y melancólico. A los once años, mis imitaciones y disfraces llamaron la atención de uno de mis profesores, que tenía un grupo de teatro. Me incorporé a ese grupo y jamás volví a mirar atrás.
– No suena a infancia idílica.
– Piense que vengo de una familia de inmigrantes napolitanos de clase media baja. Mi padre murió pronto, así que había que trabajar. Fui mandadero en una farmacia, trabajé en el mercado, etc. Quizá me hubiera gustado ser músico u otra cosa, pero no tuve opción.
– ¿Y así hasta cuándo?
– Hasta los veinte años, en que me oriento definitivamente hacia la interpretación, pero con un basamento estético e ideológico más firme. Yo era una piedra por labrar, un analfabeto, pero también una esponja con todo lo que me rodeaba: actores, autores, directores, profesores... Emprendí un proceso de aprendizaje que duró otros veinte años.