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04-09-2014

  
Historias de la gran desilusión


Javier Ocaña


La Fundación AISGE alberga a partir del 15 de septiembre un ciclo de películas sobre la Gran Guerra. Uno de los mejores críticos cinematográficos españoles analiza la relación entre esta contienda y el séptimo arte
 

 
 

 
 
No están todas las que son, pero sí son todas las que están. La I Guerra Mundial, la que fuera bautizada como Gran Guerra hasta que llegó otra peor aún, ha sido tratada desde múltiples vertientes por el cine. Un arte que, además, estaba en plena formación cuando la contienda estalló. Del alistamiento del soldado a su muerte, de la alta política a la gente de a pie, del heroísmo al antiheroísmo, del belicismo al antibelicismo, las vertientes y los tonos escogidos para narrar las historias han sido tan variados que resulta imposible aglutinarlos en un reportaje. Pero, casi como un relato aristotélico que va desde el enrolamiento hasta la sufrida paz, vamos a intentar analizar algunas de las esenciales, guiados por algunas de las frases más memorables alrededor del universo en guerra.
 
“¿Qué son tus piernas? Muelles de acero. ¿Y qué van a hacer? Llevarme a toda velocidad. ¿A qué velocidad puedes correr? A la de un leopardo. ¿Y a qué velocidad vas a correr? A la de un leopardo”. (Mark Lee, en Gallipoli).
Dos atletas australianos que aspiran a acudir a los Juegos Olímpicos acaban apuntándose al ejército. Allí viven la ineptitud de sus propios mandos mientras ven cómo su juventud y sus ansias de triunfo personales se resquebrajan. La muerte de una generación de jóvenes, ya sea porque la sufren literalmente o porque, tras la contienda, no son los mismos que fueron o que hubieran podido llegar a ser, es consustancial a todas las guerras. Y Gallipoli (1981), maravillosa película de Peter Weir, probablemente con la secuencia final más emocionante de la historia del cine alrededor de la I Guerra Mundial, y en la que uno de los amigos, justo antes de salir de su trinchera, cita ese mantra sobre los leopardos que su entrenador atlético le había enseñado para animarse antes de las carreras, abunda en ese varapalo a toda una generación. Un subtexto en el que también inciden obras tan importantes como Hombres contra la guerra (Francesco Rosi, 1970) y, en un tono radicalmente opuesto, la mítica ¡Armas al hombro! (Charles Chaplin, 1918), con el valor de la plena actualidad: se estrenó apenas un mes antes del final de la contienda.
 
“Hubo cierto esplendor en la ejecución (...). Sus soldados murieron maravillosamente" (George Macredy, en Senderos de gloria).
Los abusos de la disciplina militar, como los narrados en la sensacional película de Weir, son moneda común en el cine de la I Guerra Mundial, y ahí hay un tótem que sobresale sobre todos los demás: Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957), que también incide en el hecho de las ofensivas inútiles desde las trincheras, en este caso con el juicio por cobardía a tres soldados franceses, finalmente condenados al fusilamiento por parte de sus propias tropas. Un tema, el de los juicios por deserción o cobardía, del que también se ocupa la brutal Rey y patria (Joseph Losey, 1964). Ese “sus soldados murieron muy bien” ejemplifica la inmundicia de unos mandos que, alojados en palacios y comiendo manjares en bandejas de plata, se atreven a semejantes declaraciones. Un momento, al que pertenece la frase sobre “el esplendor de la ejecución”, que además Kubrick filma con la cámara muy baja, para mostrar el lujo en el que se desarrollaban esas decisiones, entre el artesonado del palacio, en contraste con su bajeza moral. Senderos de gloria tiene un claro referente en Sin novedad en el frente (Lewis Milestone, 1930), basada en una novela de Erich-Maria Remarque: en ella también se ve muy bien el apartado de la destrucción de una generación que apuntaba grandes cosas, pero que, en muchos casos, engañada por una promesa propagandística de aventura, heroísmo y triunfo, se embarcó directamente en la barca de Caronte, auspiciada por un estado de euforia colectiva que luego sería pura destrucción.
 
 

 
 
“¿Qué quería de vosotros? ¡Perdón, clemencia! Quise confesar, pero no pude”  (Phillips Holmes, en Remordimiento).
Remordimiento (Ernst Lubitsch, 1931) se ocupaba de las consecuencias morales en los soldados. Aquí, con una historia de apariencia folletinesca y desarrollo muy emocionante: un soldado francés, obsesionado con un enemigo al que mató en una trinchera, busca a su familia en Alemania tras la guerra para conseguir su perdón y acaba enamorado de la prometida del muerto y sin poder desvelar la verdad. Este elemento de culebrón también lo utiliza en su semilla argumental una de las obras más críticas sobre la guerra, Yo acuso, de Abel Gance, que el director francés hizo tres veces: en 1919, en 1922, con algunos retoques, y, ya en modo sonoro, en 1932. Sin embargo, tras partir del hecho de que dos hombres, uno de ellos amante de la mujer del otro, coincidían en una misma trinchera, Gance impuso finalmente su sello de potencia visual, su simbolismo y su crudeza en un trabajo de escalofriantes imágenes, con calaveras vestidas de soldado que transportan mujeres civiles muertas en la contienda. Imágenes brutales que también reprodujo otra película de principios de los años treinta, pero del otro lado de la contienda: Cuatro de infantería, de G. W. Pabst, una de las personalidades más importantes del cine alemán, con trincheras abarrotadas de muertos y rostros de vivos tan desolados que más parecen espectros que seres humanos, tal y como reproduce su propio cartel.
 
“¿Cómo estás, amigo mío? Me voy a casa, si es que queda tal cosa en Alemania...” (Anton Walbrook, en Vida y muerte del coronel Blimp).
El tema de la estima recíproca que pueden llegar a tener dos hombres en lucha, que ya adelantaba Remordimiento, también está presente en dos de las películas más importantes sobre la I Guerra Mundial: La gran ilusión (Jean Renoir, 1937) y Vida y muerte del coronel Blimp (Michael Powell, Emeric Pressburger, 1943), la primera ambientada en un campo de prisioneros alemán con soldados franceses y la segunda sobre la amistad a través de décadas de dos oficiales, un prusiano y un inglés. En esta última, la idea de componer, ¡en 1943!, cuando los nazis aún iban ganando la II Guerra Mundial, un personaje alemán que despierta las simpatías del público era una provocación aparente y una muestra de humanismo cinematográfico. Mientras, con la mítica película de Renoir, parte de lo más interesante vino después, tras finalizar la II Guerra Mundial, cuando estuvo a punto de ser prohibida porque, en cierto sentido, casi como un presentimiento, se adelantaba al colaboracionismo francés con los nazis y mostraba a un judío que se enorgullecía de haberse enriquecido en poco tiempo, lo que en esos momentos era poco menos que impensable en una pantalla tras el Holocausto. Asimismo, la mítica Jules y Jim (François Truffaut, 1961), en una tristísima segunda mitad de película (sobre todo si se compara con el canto a la libertad que es la primera), se ocupaba de cómo continuaba la relación entre dos grandes amigos desde el año 1912, uno francés, otro alemán.
 
 

 
 
“Son los hombres como yo los que ganan las guerras” (Philippe Torreton, en Capitán Conan).
Capitán Conan (Bertrand Tavernier, 1996) hablaba de la fina línea que separa a los héroes de los canallas, cuando en tiempos de guerra se necesita gente con sangre de asesino, que pasan a ser parias en cuanto se firma el armisticio, y ya no sirven salvo para ser despojos de una nueva sociedad en la que tanto en contribuido... matando, que era lo que se les pedía. Un tema que el propio Tavernier ya había tratado en la también sobresaliente La vida y nada más (1989). Un socavón moral al que solo supera el derrumbe físico tras la batalla. Ahí se instalan, principalmente, dos obras sobrecogedoras sobre los heridos de la guerra: Johnny cogió su fusil (Dalton Trumbo, 1971), sobre los días de terror de un excombatiente que, con los brazos y piernas amputados, ha quedado también ciego, sordo y mudo; y El pabellón de los oficiales (François Dupeyron, 2001), ambientada en un hospital y protagonizada por un joven al que, en el primer día de batalla, le ha estallado una bomba en la cara que le desfigura todo el rostro.
 
   Dolor y horror; miedo, hastío y desesperanza, se unen en unos seres que nunca más serán los mismos. Ni ellos ni el mundo que les rodea.
 
 

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