No están todas las que son, pero sí son todas las que están. La I Guerra Mundial, la que fuera bautizada como Gran Guerra hasta que llegó otra peor aún, ha sido tratada desde múltiples vertientes por el cine. Un arte que, además, estaba en plena formación cuando la contienda estalló. Del alistamiento del soldado a su muerte, de la alta política a la gente de a pie, del heroísmo al antiheroísmo, del belicismo al antibelicismo, las vertientes y los tonos escogidos para narrar las historias han sido tan variados que resulta imposible aglutinarlos en un reportaje. Pero, casi como un relato aristotélico que va desde el enrolamiento hasta la sufrida paz, vamos a intentar analizar algunas de las esenciales, guiados por algunas de las frases más memorables alrededor del universo en guerra.
“¿Qué son tus piernas? Muelles de acero. ¿Y qué van a hacer? Llevarme a toda velocidad. ¿A qué velocidad puedes correr? A la de un leopardo. ¿Y a qué velocidad vas a correr? A la de un leopardo”. (Mark Lee, en Gallipoli).
Dos atletas australianos que aspiran a acudir a los Juegos Olímpicos acaban apuntándose al ejército. Allí viven la ineptitud de sus propios mandos mientras ven cómo su juventud y sus ansias de triunfo personales se resquebrajan. La muerte de una generación de jóvenes, ya sea porque la sufren literalmente o porque, tras la contienda, no son los mismos que fueron o que hubieran podido llegar a ser, es consustancial a todas las guerras. Y Gallipoli (1981), maravillosa película de Peter Weir, probablemente con la secuencia final más emocionante de la historia del cine alrededor de la I Guerra Mundial, y en la que uno de los amigos, justo antes de salir de su trinchera, cita ese mantra sobre los leopardos que su entrenador atlético le había enseñado para animarse antes de las carreras, abunda en ese varapalo a toda una generación. Un subtexto en el que también inciden obras tan importantes como Hombres contra la guerra (Francesco Rosi, 1970) y, en un tono radicalmente opuesto, la mítica ¡Armas al hombro! (Charles Chaplin, 1918), con el valor de la plena actualidad: se estrenó apenas un mes antes del final de la contienda.
“Hubo cierto esplendor en la ejecución (...). Sus soldados murieron maravillosamente" (George Macredy, en Senderos de gloria).
Los abusos de la disciplina militar, como los narrados en la sensacional película de Weir, son moneda común en el cine de la I Guerra Mundial, y ahí hay un tótem que sobresale sobre todos los demás: Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957), que también incide en el hecho de las ofensivas inútiles desde las trincheras, en este caso con el juicio por cobardía a tres soldados franceses, finalmente condenados al fusilamiento por parte de sus propias tropas. Un tema, el de los juicios por deserción o cobardía, del que también se ocupa la brutal Rey y patria (Joseph Losey, 1964). Ese “sus soldados murieron muy bien” ejemplifica la inmundicia de unos mandos que, alojados en palacios y comiendo manjares en bandejas de plata, se atreven a semejantes declaraciones. Un momento, al que pertenece la frase sobre “el esplendor de la ejecución”, que además Kubrick filma con la cámara muy baja, para mostrar el lujo en el que se desarrollaban esas decisiones, entre el artesonado del palacio, en contraste con su bajeza moral. Senderos de gloria tiene un claro referente en Sin novedad en el frente (Lewis Milestone, 1930), basada en una novela de Erich-Maria Remarque: en ella también se ve muy bien el apartado de la destrucción de una generación que apuntaba grandes cosas, pero que, en muchos casos, engañada por una promesa propagandística de aventura, heroísmo y triunfo, se embarcó directamente en la barca de Caronte, auspiciada por un estado de euforia colectiva que luego sería pura destrucción.