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07-09-2021
Agustín Díaz Yanes “La gente del cine suele ser más libre que la gente en general”
Apenas lleva 25 años como director. Empezó tarde, pero acertó a la primera. ‘Nadie hablará…’ es una referencia, como sus trepidantes adaptaciones de Pérez-Reverte. “Quizá en dos o tres años ruede una película tranquilita”, vaticina
JAVIER OLIVARES LEÓN Reportaje fotográfico: Enrique Cidoncha Una cojera ostensible le ha quedado como souvenir de un inoportuno percance doméstico. Cuando se levanta para las fotos, la cadera se queja. El madrileño Agustín Díaz Yanes, debutante tardío en la realización, guionista de éxito, taurino e hijo de torero, está metido en varios guiones que no puede desvelar, por un acuerdo de confidencialidad. Ya no escribe por amor al arte, “algo que solo haría para dirigir yo”. Puede contar, por tanto, que se trata de dos proyectos por encargo, una fórmula de trabajo que emprendió siguiendo un consejo del maestro de guionistas Rafael Azcona: “Aceptando las propuestas, te quitas tú la responsabilidad de explicar y vender una idea’, me dijo. Cuando empecé me propuse no hacer nunca nada por encargo... Y tanto Alatriste como Oro lo fueron”.
– Habla mucho de la edad últimamente. Y solo tiene 70 años. – Es que son muchos, lo llevas dentro. A los 65 todo empezó a desmoronarse, me salieron dolencias. Aunque no me he jubilado, se nota la edad. Hasta los 60 estaba hecho un chaval, pero el rodaje de Oro [2016] me costó un huevo. Y cuando te quieres dar cuenta tienes 80... aunque todo lo recuerdes como anteayer.
– ¿Tan rápido va todo? – Sí. Pero me encuentro contento, y creativamente estoy perfecto. Tengo claro que cuesta más dirigir que escribir. Un rodaje es duro, un esfuerzo de cojones. Y te pegas un curro de madrugones a las cuatro de la mañana, con un estrés tremendo. En Oro acabé muy cansado, y eso que me cuidaron mucho. Fue un rodaje matador, en selva, con humedad. Quizá en dos o tres años ruede una película tranquilita…
– Tal vez siente eso porque usted empezó mayorcito, a los 45, con Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto. – No creo que hubiera podido empezar a los 30. A esa edad ni pensaba que fuera a estar en el cine. Empecé a escribir guiones a los 33 o 34. Y fue porque un amigo mío, Eduardo Calvo, de la saga cinematográfica de los Calvo, me sugirió que escribiéramos juntos. En el Café Comercial me enseñó todo eso de “interior-noche”, “personaje tal o cual”… No nos compraba nadie nada. Ahí estábamos, horas y horas escribiendo a máquina. Y poco a poco fui metiendo la cabeza, pero tampoco habría sido llegar y besar el santo.
– ¿Cuál fue la primera idea que vendió? – Barrios altos, que luego hizo José Luis García Berlanga, Berlanguita. A Lola Salvador [guionista de prestigio, Salvador Maldonado en los títulos de crédito] le gustó, me compró la idea y la hicieron ellos. Y luego firmé el guion de Baton rouge, que leyó Almodóvar, amiguete de las terrazas. Le gustó y me invitó a hacerlo con su ayudante de dirección, Rafa Monleón. Nos dieron la subvención, entró Eduardo Campoy de productor ejecutivo, pusimos dinero de un amigo, Edmundo Gil –luego mi productor–, algún préstamo de las familias, y pudimos llegar a una cifra. Me nominaron para el Goya al mejor guion.
– Una nominación es una lanzadera. – Me llamó de nuevo Campoy, que quería dirigir, y le escribí los guiones de A solas contigo y Demasiado corazón.
– ¿Por qué dice que Victoria Abril fue quien le hizo dirigir? – Porque en todos los guiones que había hecho salía ella. Leyó Baton rouge, le gustó y aceptó. Retrasó su sueldo para poder hacerlo, un detalle. Y hablamos de la actriz que en ese momento era “la actriz”, con mayúsculas. Hizo también un ejercicio de confianza con las dos de Campoy, por lo que tenía mucha amistad con ella.
– Total, que hizo a su medida Nadie hablará de nosotras… – Fue para ella, sí. Pero sin idea de dirigir yo. Y como es así, me dijo: “Esto es una peli muy personal, tienes que dirigirla tú”. Si no, no la hago. Qué remedio.
– Alguna puerta tocaría ella para darle usted la claqueta. – A ver, cómo fue le proceso… Tuvimos inversiones de los productores, Manolo Matji y Javier Ramos, y de mi productor, Edmundo Gil. Nos dieron la subvención y luego, a través de Victoria, logramos una pequeña o media coproducción con Francia, lo suficiente para rodar en condiciones medio buenas. Llamamos a José Luis Escolar [padre de la actriz Irene Escolar], con el que yo había trabajado en Átame, para que fuera el ayudante de dirección, y se lanzó como productor ejecutivo. Había hecho cosas con Spielberg, y tenía otros métodos. Levantó la película, que funcionó muy bien.
– Tan bien que era imposible regresar al anonimato del guionista. ¿Se lo creyó, con tanto Goya? – No. Si acaso, las dos primeras horas siguientes [risas].
– El teléfono echaría humo. – Digamos que me asusté. Creo que dije no a todas las ofertas. Me dediqué a promocionar mucho la película en Francia. Quizá sí me lo creí un poquito, sí… porque tenía todos los premios, más allá de los Goya. San Sebastián, la Sociedad de Autores… Mi casa se llenó de trofeos.
– Es que, solo con ver los créditos… Abril, Luppi, Pilar Bardem… – Pues fíjate lo que es la vida. No la seleccionaron en San Sebastián, ese septiembre. Cogieron El palomo cojo, de Jaime de Armiñán, y La ley de la frontera, de Adolfo Aristaráin. A Aristaráin se le cruzó un cable y no acudió, con Aitana Sánchez-Gijón en el cartel. Me llamaron en agosto y firmamos, como quien va al matadero. Y resultó ser una pequeña venganza [risas]. Hubo suerte, porque no solo en San Sebastián cayó bien, sino que estaba por allí la distribuidora de Sundance, y me lo ofrecieron. Hubo casi un coloquio de tres horas sobre la peli en ese festival. Empezó un año de promoción dentro y fuera de España. Francia, Italia…
– Total, que de repente se convirtió en director. – Sí, pero quería afrontar solo las películas que me gustaran. Hice Sin noticias de Dios, con Penélope y Victoria…
– La costumbre de repetir con Victoria Abril luego la aplicó con otros actores. Demian Bichir, Elena Anaya, Ariadna Gil, Juan Echanove… – Es que lo que funciona no me gusta cambiarlo. Una de mis virtudes es que elijo bien a los actores, creo. Me he llevado bien con ellos, se trabaja cómodo y son muy buenos. Incluso de primeras. Por ejemplo, a Gael García Bernal [Sin noticias de Dios] no lo conocía cuando me lo traje aquí, pero me había parecido genial en sus interpretaciones. Y en Oro, por ejemplo, no había trabajado con nadie, excepto con Antonio Dechent. Ni Bárbara Lennie ni Óscar Jaenada ni Jose Coronado ni Raúl Arévalo. Tardamos un poco en acoplarnos. Y efectivamente, a Elena Anaya, a Victoria Abril, a los mexicanos, a Ariadna… los conozco de muchas veces.
– ¿Psicológicamente es un respaldo? – Sí, sí. Superado ese tiempo de adaptación fue perfecto. Además de que, trabajado con ellos, he estado a gusto.
– ¿Ya en los 90 era amigo de Arturo Pérez-Reverte, de quien adaptó Alatriste y Oro? – Creo que no… Me hice amigo de su productor, Antonio Cardenal, y –como pasa todo en España–, coincidió que en el bar de aquel hotel estaba Arturo. Pensaban hacer Alatriste en formato serie de televisión, pero a Arturo le debió de gustar lo que yo hacía y me llamó para el guión de La reina del sur. Le gustó, la rodaron en América. Y a partir de ahí, me citó Cardenal para una comida en la que apareció Arturo. Congeniamos, pero hasta un año después no se levantó Alatriste.
– ¿Por falta de pasta? – Entre otras cosas. Hasta que se sumó Paolo Vasile, de Telecinco, no había claro nada, salvo que hacía falta dinero, pero también algo difícil: encontrar un actor convincente. Debía tener tirón, y yo quería a Viggo Mortensen. Se hablaba de actores americanos que hablaran español, tipo Benicio del Toro. Fíjate. Y yo quería a Viggo. A través de Ray Loriga, buen amigo suyo y mío, accedí a él.
– ¿Cómo fue el encuentro? – Le mandé el guion y en 15 días nos citaron en Berlín, donde estaba presentando El señor de los anillos 2. Lo pasamos de maravilla. Y fue él quien me dijo, a los postres: “Por cierto, tío, que quiero hacer la película”. Me quedé sorprendido, claro. “Pero solo pongo una condición: que se ruede en español”, añadió. Por supuesto, yo nunca pensé que Quevedo fuera a hablar en inglés [risas]. Y el tío cumplió su palabra. Acabó de rodar la de David Cronenberg [Una historia de violencia] y se vino. Nos hicimos amigos. Trabajar con él es extraordinario.
– ¿Le ganó, respecto a la imagen que se había hecho de él? – Sí. Cuando tratas a la gente en cualquier rodaje, todo es estupendo al principio. Pero estábamos rodando con un actor de primerísima división, que podía cobrar entonces 12 millones de dólares por película. Venía de trabajar con Peter Jackson y con Brian de Palma. Además, es un director en potencia, un montador... Como dice Cronenberg: “Es incluso un músico”. Sabía de todo. Ya en el rodaje, si te equivocabas, dulcemente te sugería algo. Nos ayudó mucho.
– ¿Notaba usted que aquello era una superproducción? – En cada momento. Por ejemplo, al decidir la instrucción en el manejo de espadas. Lo que veía en España para ese arte no me gustaba mucho. Le pedí opinión a Viggo, porque él las manejaba de maravilla. Y me sugirió traer a Bob Anderson, el maestro de espadas de El señor de los anillos. Que, dicho sea de paso, había empezado con Errol Flynn y había hecho de Darth Vader. Casi nada. Llegó aquí, a sus 84 años, para la que sería su última película. Era como una bomba nuclear: encantador, muy listo.
– Parece que la gozó usted. – Es que lo pasé como Dios. Nunca había tenido una empresa así en mis manos, lo cual a veces me aterrorizaba. Hay tres días con detalles tremendos. La localización en Uclés (Cuenca) para la batalla final. Había un patatal al lado del monasterio-palacio que no nos venía muy bien. “¿Qué hacemos con las patatas?”, pregunté. Y contestó al instante el jefe de producción: “Vamos a comprar toda la cosecha y a arrasarlo. ¿Qué más necesitas?”. Y pedí todo lo que quise para hacer creíbles los cien caballos, los tercios…. Increíble. Otro día vino mi mujer a verme a un día de rodaje en Sevilla. Y ante la presencia de grúas gigantescas, me preguntó: “¿Qué es esto?”. “Esto soy yo” [risas]. Y, por último, en La Caleta, la playa de Cádiz, para el desembarco de Cádiz, habíamos montado un gran pollo con steadycams y de todo. De repente, alguien me dijo que se estaban hundiendo unas barcas. Cuando acudimos a echar mano de los buzos del equipo, resulta que estaban haciéndose fotos con las chicas de la playa.
– ¿Qué recuerda del resto del reparto? – Pues que fue magnífico. Cada día, un genio. Javier Cámara, Eduard Fernández, Ariadna Gil, Elena Anaya… todo fue redondo. Elegí Úbeda y Baeza para rodar las calles de Madrid, Sevilla, Tarifa… Todo a lo grande. Lo más duro fue el rodaje de Talamanca del Jarama (Madrid), con 14 bajo cero y los aviones rugiendo por encima, camino de Barajas. Acabé harto. Hoy, años después, existe una app con la que el ayudante de dirección sabe si viene un avión en tres minutos, para aprovecharlos al máximo.
– ¿Le criticaron algún anacronismo, algún desajuste documental? – Era imposible, porque estaba Arturo encima y porque yo, que estudié Historia, conozco muy bien esa época. Necesitábamos contrastar un poco el protocolo de la corte, pero nos ayudó un catedrático de refuerzo.
– ¿Y el vestuario? – Tuve una idea cojonuda, con perdón. En plena vorágine de los preparativos sí me amilanó un poco. Y como una de mis películas favoritas de todos los tiempos es El gatopardo –vaya vestuario de Visconti– busqué a alguien en Italia. ¡Por pedir que no quede! Y sondeamos a Gabriela Pescucci. No podía hacerlo, porque estaba con un péplum tipo Gladiator o algo así. Me había gustado también el vestuario de El oficio de las armas, de Francesca Sartori. Vino, y su sueldo, frente al de Gabriela (que habría cobrado más que nosotros), le encajaba mejor a los productores. Lo que nadie esperaba es que se trajera ¡a las cortadoras de camisas de Visconti! Seguimos adelante y el vestuario resultó espectacular, dio un buen tono a la película.
– ¿Fue más difícil la adaptación de Oro? – No. Es mucho más pequeña y redonda de guion. En Oro solo tenía mis propias dificultades de rodaje mencionadas por edad, la humedad de la selva y la propia historia de Arturo, que requería a los protagonistas todo el rato. Algo que no había vivido nunca: que actores muy importantes estuvieran como figurantes, porque no les tocaba hablar. Pero no fue problema. Una vez que Paco Femenía [director de fotografía] y yo cogimos el tono a la película, resultó más sencilla que Alatriste, que requería muchas espadas, muchos actores que entraban y salían, mucha localización. Nada que ver. Meter a 300 personas en un teatro… tela. Me salvó que estaba Viggo, y todo el mundo permanecía callado por su sola presencia.
– Esta época histórica es más controvertida, ¿no? – Hombre, las expediciones de los conquistadores… El relato de Arturo se basa en la de Cabeza de Vaca cruzando Panamá. Y la selva de Darién, pantanosa, es una de las más duras del mundo. Hace 20 años unos antropólogos norteamericanos quisieron repetir la epopeya de Cabeza de Vaca y, de los cuatro, murieron dos: picaduras, deshidrataciones… Duro. Una vez que Paco y yo decidimos hacerla, no me costó tanto. Y eso que le di muchas vueltas. La rodamos en pocas semanas. Fue más íntimo, pero tenías que mantener todo el rato a los actores en buen tono. Y todo el rato con esa humedad del bosque, barro…
– ¿Dónde la rodaron? – En Tenerife, en el valle de Anaga. Según descendías, la humedad era terrible. Reyes Abades [responsable de efectos] bajaba a todos con cuerdas, fue durísimo. Mi mujer vino a verme un día y regresó al hotel con mucho frio.
– Pese a todo, ¿disfruta usted de los rodajes? – Sin duda. Una vez te quitas el miedo… Yo siempre he rodado con gente de confianza, como Paco Femenía, el fotógrafo. Y tampoco me llevo mal con nadie. Procuro evitar los roces: no conducen a nada. Pero el actor y la actriz españoles no son divos. No hay tantas presiones como las que cuentan que han sufrido quienes han rodado en Estados Unidos: “Aquí te pillo, aquí te mato y si no me gustas, te vas”.
– ¿Qué le parece el rodaje en la era de las plataformas? – Ahora mismo todo lo que se rueda en plataformas es cosa de chicos jóvenes, muy técnicos y muy bragados. Ruedan mucho y en muy poco tiempo, y les queda bien. Salen de las escuelas bien preparados. No estoy muy seguro de que el cine sobreviva bien a esto. Va a ver una revolución, creo que se van a quedar las películas gigantescas con las que quizá las plataformas no pueden. Va a sufrir mucho la película media, y eso limita mucho, desde el propio guion. En América, en Gran Bretaña y en Francia. Y en España, quizá más.
– ¿Se ha abaratado mucho el proceso de hacer cine? – Todo, todo, todo. El caché, el equipo… Cuando estábamos rodando Alatriste, no hace tanto, el primer dato que facilitaba el ayudante de producción al terminar la jornada eran los metros que habías tirado. Y ahora eso no existe, todo es digital. Ahora se rueda mucho más barato.
– Tanto que hay actores que prefieren seguir trabajando de cualquier cosa que aceptar papelitos. – El actor que no tenga mucho trabajo necesita otra fuente para poder vivir. Los técnicos con los que más repito siempre me cuentan que, si antes se necesitaban dos películas para vivir del cine un año, ahora se precisan cuatro. Y algunas veces, cinco.
– ¿Qué es lo que más le ha aportado al cine? – Digamos que el cine es divertido. Conoces gente simpática, buena. He tenido algún encontronazo con productores, pero con actores creo que no. Haces amistades buenas y duraderas, porque es muy íntimo. Mis grandes amigos del cine son Femenía, Pepe Salcedo, el montador, y Reyes Abades, ambos fallecidos. Por eso digo que la edad… Conoces a personas muy interesantes, porque la gente el cine suele ser más libre que la gente en general. Y en el rodaje, salvo que tengas encontronazos, lleves 15 días de retraso o te des cuenta de que lo que estás haciendo es una mierda [risas], lo disfrutas. Los rodajes son adictivos. Y el cariño con la gente se mantiene, aunque pases dos películas sin coincidir. Por ejemplo, con mi director artístico, Javi Fernández.
– ¿Cuándo empezó a ir usted al cine? ¿En su niñez? – El cine en los años 50 y 60 era el gran entretenimiento para los niños en Madrid. Jugabas al fútbol en la calle, el campo de fútbol era la carretera. Pasaba un coche cada media hora, pitaba y te apartabas. Había garajes que tenían gallinas, todo muy pueblerino. Tuve la suerte de contar con siete cines a tiro de piedra: yo vivía en Fernán González esquina a O’Donnell, al cine iba andando. Y más allá, otros tres. No necesitaba ir a los de la Gran Vía. Y la sesión continua era baratísima. Por poco dinero tenías dos películas, y te daba para pipas y todo. Veías una de gladiadores y otra del oeste, por ejemplo. Empecé a hacerme el listillo sobre cine con 13 o 14 años.
– ¿Cómo es la infancia de un hijo de torero? No vería mucho su padre… – Yo empecé a conocer a mi padre a mis 14 años, cuando él se retiró. Antes era imposible. Le veía en verano, cuatro días. Y al acabar la Feria del Pilar en octubre se iba para América. Perú, Venezuela, Colombia y México… y a veces volvían a la feria de la Magdalena en Castellón [febrero-marzo]. Casi sin pasar por casa. Luego, las Fallas… Lo traté muy poco. Era banderillero en la cuadrilla de Paco Camino.
– ¿Le infundía respeto? – Mi casa era un matriarcado. Mi madre era la persona más inteligente que he conocido. Y mi padre era un señor raro [sonríe], como un perro verde, como los toreros de aquella época, lleno de manías y con un humor cambiante. Pero a mí me gustaban tanto los toros que hacía lo posible por escucharle. Al lado de mi casa estaba la cafetería El Trébol, donde se reunían los toreros “para echar la tarde”: los hermanos Girón, Gregorio Sánchez, mi padre y otros. Lo pasaba de maravilla. Siempre me gustó escuchar hablar de toros antiguos.
– ¿En casa se temía por su vida? – Es que ha cambiado todo tanto... Verá. Nosotros veraneábamos en Fuengirola [Málaga]. Acompañábamos a mi madre a la única centralita del pueblo a esperar la llamada del mozo de espadas de mi padre, para que nos confirmara que todo había ido bien. Eran llamadas desde el resto de España, claro, porque durante la temporada de Colombia, por ejemplo, te enviaban cartas que llegaban a los dos o cuatro días. A mi padre solo le cogió el toro una vez, en Barcelona. Lo reventó, le partió la femoral y la safena. No le cortaron la pierna de milagro.
– ¿Quedó físicamente mermado? – Mucho. Le pusieron el primer injerto de teflón en España. Como estaba loco [sonríe], reapareció al mes y medio en los sanfermines en una corrida televisada con una terna de Jaime Ostos, Paco Camino y El Viti. Y se notaba en la retransmisión que no apoyaba bien la pierna. Ese verano fue a la feria de Málaga y toreó tres corridas. Yo siempre acudía a verle desde Fuengirola. Le cogió un pablorromero a la salida del caballo. Y le pegó hasta en el carné de identidad. Mi madre y los médicos le convencieron para dejarlo.
– ¿Se acostumbró a la nueva vida? – No, lo pasó fatal los primeros cinco o seis años. Vivió hasta los setenta y tantos, trabajó en un banco y sacó provecho de las buenas inversiones que había hecho mi madre en los alrededores de Madrid y en Fuengirola. Él entregaba el dinero y ella lo administraba. Siguió siendo torero incluso para irse a tomar un café, bien vestido, erguido. Lo demás le importaba tres narices. Solo le gustaba el toro.
– ¿En la facultad de Historia corrió usted delante de los grises? – Yo no corrí delante de los grises, a mÍ me metieron en la cárcel dos veces. La primera, por una reunión que mantuvimos en la calle Larra [Díaz Yanes estuvo afiliado al PCE], me dejaron casi cuatro meses encerrado. Después de pasar por el calabozo de la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol, te llevaban a Carabanchel. El juez Mariscal de Gante te decía: “Usted, a Carabanchel”. La primera vez, al salir, me desterraron a Zaragoza, donde pasé seis meses en casa de mis abuelos. Mi madre intercedió y consiguió ese destino, porque a otros los mandaban a un pueblo vacío de Castilla, por ejemplo. Tenía que presentarme todas las noches en la comisaría de Zaragoza, a mis 20 años, en tercero de carrera.
– ¿Por qué lo encerraron la segunda vez? – Por otra reunión. Esa vez estuve solo quince días, porque me detuvieron en los campus universitarios. El mismo día a la misma hora tiraron relativamente cerca de allí un cóctel molotov al coche de un militar. Y a los nueve que estábamos reunidos nos hicieron un juicio por terrorismo, nos pedían ocho años de cárcel. Como además tenía que ir a la mili obligatoriamente, me destinaron a “los regimientos para rojos y delincuentes”, como los llamaban. Ahora me río, pero fue muy duro. Por eso, cada vez que alguien dice “Yo he corrido delante de los grises”… Tío, vete a tomar por… eso. Me expedientaron, tenía prohibido ir por la universidad. Pude acabar el curso, pero por libre. Mi familia era tan aburrida y tan cabrona que estudié mucho. Creo que hice 12 asignaturas en un año, pero como eres joven…
– ¿Cuál fue su primer trabajo? – Después de la mili di clase de inglés a las chicas que se presentaban a azafatas: un trabajo cojonudo. Yo había estudiado en un colegio inglés y por entonces en España no hablaba ni Dios ese idioma. Luego entré en un colegio también como profesor, y después, a través de un amigo, en universidades americanas en Madrid. No trabajaba mucho y cobraba algo decente. Un empleo muy bueno que me permitió escribir, además. Trabajaba solo 12 o 14 horas a la semana.
– Le sobraba tiempo para ir disfrutando de John Ford. – Y de Hitchcock. Ahí ya tenía 26 años y era más cultivado, incluso podía debatir sobre cine. Los fordianos teníamos que escuchar conversaciones delirantes, como que “Ford es un fascista por su forma de tratar a los indios”. Insólito. Pero yo siempre he tenido una desviación rara. Verá. A la gente le gustaba Goddard y a mí me parece un coñazo detestable. Como yo era fan de James Bond, me miraban como a un extravagante. Me gustaban Sam Peckinpah, Steve McQueen, Alain Delon. Fui gran fan del Cine Polar Francés, del que he copiado mucho.
– ¿Ah, sí? ¿Puede confesar algún pasaje? – Puedo confesarlo todo. El samurái [El silencio de un hombre, en español]. Casi todas las películas de Jean-Pierre Melville me las sé de memoria. Pero John Ford es imposible de copiar: de lo bueno que es, no te sirve ni de inspiración. Si lo intentas, quedas fatal.
– Muchos colegas suyos que aparecen en esta sección de realizadores veteranos citan a Ford. Y a Rafael Azcona. – Lo admiré mucho, era un 10. Comíamos cada dos meses en El Alcalde, en la calle Jorge Juan de Madrid. Nos llamó Gerardo Herrero para escribir un guion juntos. Al final no salió, y por eso no tengo un título de crédito con Rafael, con el que compartía muchas cosas raras. Por ejemplo: el primer torero que vio Rafael Azcona fue mi padre. Casi todos los de Logroño son taurinos. Además de ser un tipo divertido era encantador, buen conversador, generoso. Escuchaba todas mis tonterías sin decir: “Este tío es un imbécil” [ríe con ganas]. Cuando falleció, estaba yo rodando en México Solo quiero caminar. Me llevé un disgusto muy grande. Nos tratamos bastante cuando creamos la Sociedad de Guionistas.
– ¿Habría metido usted mano a la película Belmonte, de la que escribió el guión? – Creo que no es fácil hacer una película de toros. Ese fue el guion más fácil que he escrito en mi vida. Y tenía como respaldo el libro de Manuel Chaves Nogales [Juan Belmonte: matador de toros]. La época de Joselito y Belmonte sí hubo una afición minoritaria-mayoritaria, no se parece en nada a la de hoy, ni en vestuario ni en toreo: los caballos del picador, por ejemplo, salían sin peto y podían morir en la plaza. La preponderancia social de Belmonte y Joselito era bestial. Cuando aquel mano a mano de ambos en Málaga no solo se llenaron los trenes, sino que fletaron unos barcos desde Barcelona. Una locura. Muchas plazas de toros y mucho ferrocarril se construyen por ellos. Es historia de España.
– ¿Es difícil hacer una película de toros? – Prefiero ser aficionado que cineasta, la verdad. El toro no es un actor dócil, no te obedece. Para rodar una película de toros tienes prácticamente que rodar un documental de alguien toreando. Creo que la mejor es Torero (1956), una película de Carlos Velo, un discípulo de Buñuel exiliado en México. No le gustaban los toros, pero le ofrecieron hacer un documental siguiendo a Luis Procuna, un torero muy miedoso. Es una película impresionante. Si recuerdas, Nadie hablará… empieza con Curro Vázquez, íntimo amigo mío, en el patio de cuadrillas el día que se retira. Son imágenes reales de Televisión Española con capote de paseo en Madrid. En ese momento en el patio de cuadrillas se sufre mucho. Cuando acudimos a Sundance, un festival básicamente de directores y directoras, en el coloquio yo notaba que querían preguntarme algo. Sobre todo, los directores irlandeses, a los que quizá les gustó la película por la violencia [risas]. Alguien se lanzó: “Victoria Abril está estupenda, pero tienes un actor al principio que lo borda. ¿Por que no lo has utilizado más? Tiene una cara de miedo acojonante”. No sabía que aquellas eran imágenes reales de un torero. Y eso no lo hace ningún actor. Los aficionados me paran mucho en Las Ventas pidiéndome que haga una película. Creo que haré un documental. Algún día.
– ¿Son incompatibles la izquierda y la fiesta? El fútbol vivió una diatriba similar con la cultura, y conviven. – El toro pegó un giro bestial a la izquierda con Antoñete, un torero republicano, digamos, que acercó a la juventud a la plaza. Canal+ representó la modernidad cuando él se hizo comentarista. No había ninguna sensación de que iba a suceder lo que ha sucedido. Había socialistas y comunistas a los que les gustaban los toros, como el fútbol o el boxeo. Y se ha convertido todo en un rollo de debate. Boxeo ya no hay… Estos pensadores tienen un desconocimiento de casi todo, pero del mundo de los toros, muchísimo. Incluso desde el punto de vista del ecologismo, las dehesas del toro bravo, un ecosistema exclusivo de España, requieren mucho cuidado. Yo he llevado a mucha gente a los toros, españoles y/o extranjeros. De diez personas, es posible que seis lo rechacen, pero de las otras cuatro, dos se enamoran para siempre. Piensan esos jóvenes que los que vamos a Las Ventas somos unos psicópatas ansiosos de violencia. Y no parece probable que 24.000 personas sean psicópatas. El público de los toros es ahora súper pacífico. No es lo del fútbol.
– La redes sociales tampoco ayudan mucho, ¿verdad? – Es que me parece asqueroso. Los toros no han sido nunca algo mayoritario, siempre fue más importante para más gente el fútbol. Hay que reconocer que el de los toros es el último espectáculo radical de Europa: un tipo vestido de luces con un paño como defensa. Yo, que me he dedicado a estudiar un poco el fenómeno, creo que es una de las grandes invenciones de la burguesía y el pueblo en el XIX. Parece una organización digna de alemanes, muy de reglamento. Espero que pase todo esto y sea todo más normal. A los niños, desde el principio, les inculcan una situación de animalismo. Se ignora que, en los alrededores de Madrid, en Colmenar Viejo, las fincas de bravo se quedaron con los toros aislados y sin alimento con la nevada Filomena. Es un espectáculo que, cuando se pierda, no se podrá recuperar.
Asuntos pendientes Dice Tano Díaz Yanes que no hay película tranquila, por lo que da por superada la tentación de hacer un western. En su cajón palpita el guion de Madrid Sur, “una historia de anticipación, más que de ciencia-ficción”, terminada hace años, que no logró respaldo económico. Vislumbraba cómo sería España dentro de 60-70-90 años. “Es un guion muy caro, que daría mucho trabajo”. Y volvemos al asunto de la edad: según él, se trata un proyecto para tener 50 años, no 70. “Aparte de que es carísimo, representa un tute terrible. Requiere mucha preparación y cinco meses de rodaje, por lo menos”, reflexiona.
Más asumible le parece un biopic que hiciera justicia con el escritor Jorge Semprún, ministro de Cultura del gobierno de los años 80. “Daría para una serie cojonuda que me encantaría escribir. Es un personaje que merece mucho la pena y aquí nadie conoce”. Y enumera sus méritos: “A los 20 años lo detiene la Gestapo en Buchemwald. Luego se convierte en un intelectual francés de la gauche en París. Viaja a la España de Franco, donde es responsable clandestino de todo el aparato en Madrid, durante 14 años. Lo podían haber metido en la cárcel, o matarlo, como a Grimau. Le echan del partido Carrillo y Pasionaria… Impresionante personaje. ‘Miedo no he tenido nunca, solo precaución’, me contó un día, como presidente del jurado en un Premio Alfaguara. Fue íntimo de Domingo Dominguín, el hijo del torero, al que yo conocí con mi padre. Otro tipo fascinante”.
Díaz Yanes se quitó a gusto la espinita de escribir una novela. Nos referimos a Simpatía por el diablo (2012), un título que suena (y mucho) a Rolling Stones. “Lo presenté a la editorial Espasa y me garantizaron que no existía problema de registro. No hubo conflicto”. Según su autor, “funcionó regular, pero me gustó mucho escribirla. Lo logré en un espacio asumible de tiempo, y llegar a la página 275 es complicado... Tuvo buena recepción y buenas críticas, a la gente no le desagradó”. Quisieron comprársela para su adaptación al cine. Y el adaptador no aceptó.
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