27-12-2013
Alberto Rodríguez
“Si no somos algo idealistas, las cosas irán aún a peor”
Observador de la realidad menos complaciente, el sevillano ejerce de hombre comprometido. Y todo, sin renunciar a que el espectador se entretenga FERNANDO NEIRA Reportaje gráfico: Belén Vargas
Sevilla, julio de 2013
– Al teclear “Alberto Rodríguez” en Google aparecen unos 13,3 millones de resultados. ¿No sopesó trabajarse un poco más el nombre artístico?
El aludido contempla a su interlocutor con gesto entre guasón y divertido, pero no se priva de entrar al trapo. – Fíjese que soy Rodríguez Librero y eso habría quedado más singular. En realidad, no recuerdo bien por qué lo dejé solo en Rodríguez. Supongo que porque mis primeros trabajos los firmé con Santi Amodeo y no iba a aparecer él con un apellido y yo con dos. Y como tampoco pensé nunca en que tendría una carrera: imaginaba que rodaríamos El factor Pilgrim [2000] y ya…
Mejor así. En realidad, a este sevillano sereno, tímido y sagaz del 71 le pega mucho más pasar a la posteridad de los créditos como Rodríguez, sin más alharacas. Igual que el cantante Manolo García no podría llamarse de otra manera más aristocrática, porque se antojaría falsario, con Alberto también entran ganas de tararear el estribillo aquel de “Paso al hombre de la calle”. Porque así es él y así se muestra siempre: cortés, prudente, nada amigo de darse demasiada importancia. Cordial cuando levanta la mirada una pizca si se cruza con algún conocido por San Vicente, su barrio de siempre en este corazón de Sevilla. Generoso al recordar la marejada de premios que cosecharon sus actores con Grupo 7, aunque a él le privasen Pablo Berger y su Blancanieves de los triunfos a título particular. Prudente consigo mismo pese al aluvión de piropos que su filmografía ha recibido desde el primer día, acaso con la excepción de aquella After (2009) que, tras el arrollador éxito de Siete vírgenes, se le atragantó. “Por algún motivo nos equivocamos de cabo a rabo en la conexión con el público. Incluso algún compañero de profesión nos decía que la película era estupenda, pero no quería volver a verla más. En esos momentos es cuando notas que el futuro se te complica”.
– Porque usted, a diferencia de cuando aquel primer largometraje iniciático, ya cuenta con seguir viviendo de esto…
– Sí, solo en ese sentido me considero ambicioso: aspiro a dedicarme a este oficio mucho tiempo más. Me da pudor el término “artista” y prefiero considerarme un artesano, alguien que utiliza una película para dejar contada una historia.
– ¿Hasta dónde llegan sus aspiraciones como cineasta?
– La primordial es entretener, pero también confío siempre en conmover en cierta medida, revolver cosas en la conciencia del espectador. El tercer objetivo sería llegar al espíritu, convertir tu trabajo en arte. Pero eso ya es mucho.
– Su cine, desde ‘El traje’ a ‘Siete vírgenes’ y ‘Grupo 7’, siempre ha fijado la mirada en los desfavorecidos. Su hermana, curiosamente, ejerce como trabajadora social. ¿Qué valores se inculcaban en la casa Rodríguez Librero?
– Mis padres siempre fueron gente muy comprometida. Mi madre era maestra en barrios difíciles y mi padre, técnico en Televisión Española. Nosotros vivíamos bien, pero nos transmitieron la preocupación por los demás, la necesidad de aspirar a un mundo más justo. Hoy vivimos en un tiempo muy descreído, pero, si no mantenemos un cierto idealismo, las cosas seguirán yendo a peor.
– ¿Recuerda usted en primera persona aquellos suburbios en los que transcurre la trama de ‘Grupo 7’?
– ¡Sí! Mi abuela vivía cerca y por aquel entonces, hacia 1988, ya frecuentábamos una sala de conciertos, el Fun Club. Todo cuanto veías alrededor eran prostíbulos, casas de drogas o nidos de ratas. Pero nunca tuve problemas: se debía notar que ni mis amigos ni yo teníamos un duro, así que jamás intentaron robarnos…
Aquel adolescente melómano y curioso se encontraba a solo un año de ingresar en la universidad. Pero que a Alberto Rodríguez le conozcamos hoy detrás de una cámara en lugar de, quién sabe, firmando reportajes para el Diario de Sevilla obedece a una soberana casualidad. “Yo siempre fui mucho más devorador de literatura que de cine”, rememora Alberto mientras escudriña la calle a través del cristal de la cafetería. “Paco Baños y yo, compañeros desde el parvulario, estábamos en la cola de la preinscripción cuando nos echamos a cara o cruz a qué carrera matricularnos”. Dudaban entre Audiovisuales o Periodismo. Salió cara. Tuvieron suerte. Baños también se gana las lentejas en esto: es script.
– A juzgar por su mirada curiosa sobre las cosas, también habría sido buen periodista.
– Quizás. Hay unas cuantas buenas historias que contar todos los días. Y eso que ahora, con dos hijos pequeños, me he vuelto más perro y tengo menos tiempo para ojear el periódico.
– ¿No es de los que recorta noticias como inspiración para posibles guiones?
– Tenía una caja llena de recortes, sí. Ahora guardo enlaces en una carpeta de mi ordenador que se llama “Ideas”, pero casi nunca cristalizan en nada. Aunque hace poco archivé la historia de un tipo que se pasó por la biblioteca municipal para devolver un libro que le habían prestado 52 años antes. ¡Eso sí es remordimiento de conciencia!
– ¿La España actual tiene una película?
– ¡Sin duda! ¿Se imagina el trajín de teléfonos echando chispas el fin de semana que encarcelaron a Bárcenas? La realidad me interesa y no me puedo vacunar contra episodios así. La corrupción me encoleriza, aunque forme parte de la condición humana.
– Es curioso que formule esa dualidad. Sus personajes también tienen algo de contradictorios.
– Ah, claro. Si los personajes no son poliédricos, me aburro escribiéndolos. Y por eso el ser humano es dramáticamente tan interesante. En Grupo 7 retrataba a unos policías corruptos que, en principio, no deberían caer bien. Pero yo no los juzgo: planteo preguntas, pero no tengo respuestas. Pretendo que el espectador los acabe comprendiendo, aunque no le generen simpatía.
– ¿Le complace que le cataloguen como un director de actores?
– Me halaga y nunca lo habría imaginado. Cuando rodé Bancos, el primer corto con Santi Amodeo, él provenía de la escuela de teatro y yo, de cuatro años trabajando en Canal Sur. Es decir, se me suponía la cualificación técnica, pero apenas había tenido contacto con los intérpretes. A lo largo de este tiempo he aprendido a ser franco, sencillo y directo con ellos. Un director de cine es algo así como la suma de un director de orquesta y un entrenador de fútbol. Y yo soy más de la cuerda de Guardiola que de la de Mourinho, por cierto: los malos rollos no conducen a nada bueno.
– ¿Y es cierta esa supuesta fragilidad del actor?
– Los actores son seres totalmente vulnerables, y les comprendo. Un fallo en el maquillaje o un guion que cojea pueden notarse más o menos, pero el actor es el que más se expone: si flaquea en algo, lo veremos en primer plano sobre una pantalla de seis metros. A los actores hay que arroparlos, hacer que se sientan queridos. Y el ánimo positivo funciona: a todos nos gusta que nos digan que lo estamos haciendo estupendamente.
– Tras los muchos parabienes con ‘Grupo 7’ estaba terminando de escribir ‘La isla mínima’. ¿Pesa la responsabilidad?
– No, estoy tranquilo. Y eso que siempre hay algún día en que Falete [Rafael Cobos, su coguionista] y yo nos atascamos en una escena. Con After, justo tras Siete vírgenes, sí que sentí esa presión, pero ahora no. Supongo que me estaré haciendo mayor…
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