27-10-2017
Buscar la rima para acentuar el drama
Lope de Vega se puede recitar y se puede sentir en pleno siglo XXI. Los alumnos se reconocen “exhaustos pero impresionados” con los talleres de verso de Carmelo Gómez y Emi Ecay
FRANCISCO PASTOR
El eco de la rima emana de una de las aulas principales del Centro Actúa y resuena por los pasillos. Aunque los talleres de teatro en verso impartidos por los actores Carmelo Gómez y Emi Ecay salen de la propia clase para colarse incluso en dependencias como los baños. “Si cambia el espacio o la mirada, cambia también la forma de actuar”, anota el primero de los profesores. Lo dice junto a la cámara con la que, como colofón a una de las sesiones, grabará a tres de sus 13 alumnos: los que esa jornada, solos frente al resto del grupo, interpretan El caballero de Olmedo. Es la semana inicial de un trabajo que se prolongará durante un mes, y esa obra de Lope de Vega les va a acompañar durante todo el curso. “Estamos acostumbrados a ver el verso con capa, espada y plumífero, hemos de quitarnos muchos prejuicios”, asienta Gómez.
“¡Honor de las glorias!”, declama el alumno Gonzalo Trujillo mientras, agazapada entre los aprendices, Ecay observa la escena. Avalada por décadas de entrega a la docencia de lo escénico, la navarra analiza la distribución del espacio, el comportamiento de los actores… Cuida del hecho teatral. Gómez, devoto de la rima, sigue cada diálogo con los labios, libreto en mano. Él disimula menos su presencia y, cuando las cuatro horas de sesión dan sus últimos coletazos, aporta sus indicaciones sin reparo. “¡Dale, dale! Córtale ahí, como lo harías en prosa”, le explica el leonés a Mónica Caballero, a quien le toca dar la réplica. “¿Veis la rima? ¡Pues id a buscarla!”, exclama. Y deambula por el aula mientras pide a los intérpretes que repitan la escena sin mover las manos.
“Las chinelas llevan hasta el tesoro”, apunta el tutor al tiempo que recorre sus piernas con las manos, refiriéndose a aquel calzado antiguamente asociado a las mujeres. Y aporta con el timbre las connotaciones más pícaras a aquellos dos conceptos: “¡Luego está el unicornio!”. Tanto su brazo erguido en gesto lúbrico como sus risas no dejan lugar a dudas.
“Cuanto más tengáis en contra del texto… mejor. Hablamos con las ideas, no con las palabras”, sentencia Gómez. La escena vuelve empezar y Trujillo comienza a discurrir, delante a los alumnos, sobre aquella belleza que le ha encandilado. Gómez rebusca entre sus bolsas, amarra unas cintas de tela como las que encontraríamos en un costurero y las arroja a los brazos del alumno, que se apresura a preguntarle qué acaba de caer en sus manos. “No lo sé. ¡Qué más da! Haz algo con ello”, responde. El resto de los espectadores se sonríen o sofocan una carcajada. “¡Texto!”, piden de vez en cuando los intérpretes, y los alumnos y tutores se convierten en apuntadores.
Naturalidad poética
Dice Mónica Caballero que “Carmelo es investigador más que perfeccionista. Por eso salimos de aquí tan exhaustos como impresionados”. Al trabajar la naturalidad en la poesía, el profesor da un consejo: contarla primero con el vocabulario de la calle. Y mejor si se utiliza a alguna palabra malsonante, aunque solo a la hora de imaginar la escena, nunca al recitarla. Luego tocará declamar la lírica como la escribió Lope, sin permitir improvisar una sílaba. “El verso es más duro que la prosa, pero una vez entra, llega acompañado del ritmo y la métrica y se queda para siempre. Igual que una canción”, sentencia Gómez. Y Ecay agrega: “Cuando está trabajada, la lírica llega al público de una forma muy fluida. Si el texto está asentado, y si después el espectador se deja afectar, entra directo hasta el fondo. ¡Lope es un gran conocedor del alma humana!”. Con la poesía ya aprendida, al criado del caballero de Olmedo le tocará recitarla entre dientes, sin que deje de escucharse la rima con nitidez.
Cuando Trujillo coge del brazo a su alcahueta, antes de dejar la escena, Gómez interviene bruscamente: “¡No, no! No nos agarramos los unos a los otros. Eso es muy poco teatral. ¡Salimos y punto!”. Abre la puerta, cruza raudo el dintel y desaparece de la clase unos segundos, tiempo durante el cual los alumnos se miran con desconcierto. Los gritos de rabia que improvisa para enfatizar la situación pueden escucharse al otro lado de la pared. “El visto bueno o malo del director os habla tanto de la escena como de vuestro papel individual. Aprovechad para aprender más sobre el personaje: cómo organizar mejor vuestra tranquila presencia, cómo estar cómodos encima de las tablas…”, anota el profesor. “Y eso se logra saliendo a la calle y mirando, buscando, hasta que de pronto os dais cuenta de que queréis andar como tal o cual. Y le seguís un buen rato”.
“No os giréis tan rápido. Y separaos más, no aplastéis el encuadre”, pide Gómez desde detrás de la cámara de vídeo. Esta va siguiendo a los intérpretes y se acerca a sus rostros allá donde suena el verso. Ante la cercana lente y la mirada pertinaz del tutor, las pupilas de los actores se llenan de expresividad. “El gesto de la cara depende de la organización de todo el cuerpo. Por eso queremos hacer este camino: desde los pies, presentes en el teatro, hasta los ojos, captables por el objetivo”, apunta Ecay.
“Tendremos que meter cámaras en los teatros; os está saliendo mucho mejor que antes”, reitera Gómez. Un gran aplauso cierra la escena cuando concluye el diálogo. El reloj marca el final de la lección. “Bueno, bueno. No tan rápido”, pide el profesor. Aunque los alumnos han entendido la escena, para él aún les falta perfeccionar la métrica y el ritmo.
Tres lecciones concretas
Trujillo se queda con la anacrusa. Ocurre cuando el primer acento del verso no se apoya sobre la primera sílaba, sino en otras posteriores.
Caballero elige el ritmo trocaico. Se define porque el acento de mayor importancia del verso, hacia el final de la frase, recae sobre una sílaba impar.
Nebreda opta por la cesura. Es una pausa entre las dos mitades de un verso compuesto, el que cuenta con 12 sílabas o más.
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