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11-09-2017
Javier Pereira
“Hago muchas sugerencias a los directores, pero sé dónde está la línea”
Antes de aprender el texto, notas sobre el papel. Nada de ensayar sin haber levantado el personaje primero. Así se gana un Goya en calidad de galán distópico
FRANCISCO PASTOR (@frandepan)
Reportaje gráfico: Enrique Cidoncha (@enriquecidoncha)
Sostiene Pereira, de nombre Javier, que él es demasiado bajito para encarnar a un galán. Y a sus 35 años se ve algo mayor para interpretar a un Romeo. Quizá, al Calixto de La Celestina, o a ese Segismundo para el que “la vida es sueño”. Tras más de dos décadas de trabajo, aún siente pendiente el verso este actor forjado en la escuela de Cristina Rota.
Sí le vieron dotes para el romance quienes, el año pasado, ficharon al artista en Amar es para siempre. Allí, recordó los maratones de los rodajes para la sobremesa, que ya le habían tocado, lustros atrás, en Al salir de clase. Tampoco el director Rodrigo Sorogoyen renunció a ver a un conquistador distópico en este intérprete, de quien es amigo cercano. Stockholm (2013), un atroz relato sobre el deseo que durante toda una noche comparten Pereira y Aura Garrido, le valió un Goya como mejor actor revelación. Dejes cercanos a los malos tratos le acompañaron, también, en la serie 14 de abril. La república.
Este diplomado en Trabajo Social casi logra un segundo cabezón, esta vez como personaje secundario y de nuevo junto a Sorogoyen, en Que Dios nos perdone (2016). En la cinta descubrimos a un intérprete 17 kilos por debajo de su peso habitual. Hoy, ya recuperado del periplo, es la gira de La cantante calva la que completa un año profesional muy bueno, según su propio diagnóstico. La pieza le permitió subió por vez primera a las tablas del madrileño teatro Español, un lugar en el que siempre había querido actuar.
A pocos pasos de aquella sala, y entre risas, el actor recuerda su pasado como niño de San Ildefonso. Hasta cantó el premio gordo de la lotería de Navidad dos años seguidos. Una actividad extraescolar como otra cualquiera. Como aquella que le llevó, a los 13 años, a probar el veneno del teatro…
— Perder 17 kilos de cara a un rodaje, ¿es el tipo de cosas que marca el grado de compromiso de un actor?
— Quiero pensar que no, pero allí había un reto más allá de alterar mi forma física. No quería que se viera a Javier Pereira por ningún lado: solo a aquel asesino de ancianas. Cuando nos convocan a una prueba, muchas veces nos piden que actuemos cerca de lo que irradiamos y lo que somos, y yo prefiero trabajar en el sentido opuesto. Me toca de buenecito, o de gracioso, y trato de salir de ese abanico. La carrera del actor también se hace diciendo que no. Lo del peso fue surgiendo. Sorogoyen me planteó que adelgazara un poco, pero me fui obsesionando: seguía una dieta estricta, salía a correr cinco veces por semana, fuimos a más y vimos que encajaba. Hasta llegar a los 53 kilos. Todo un viaje personal.
— Cuando un papel le acompaña así, y altera hasta su aspecto, ¿cómo se sale de él?
— Poco a poco. Retomaba mi vida social y mis aficiones y vi que se iba yendo. Pero este personaje ha permanecido conmigo más tiempo del que debería. ¿Un mes, quizá dos meses, más allá del rodaje? Me había cambiado el estado de ánimo y hasta me veía falto de energía. No tenía ganas de hacer nada. Al acabar, mi estómago ni siquiera era el mismo y ganar mi peso de vuelta no fue fácil. Pero así es nuestro trabajo: antes de rodar Heroína [2001] pasé un mes y medio en Proyecto Hombre, dando jeringas limpias a los yonquis y acompañándoles mientras se drogaban, para que no lo hicieran solos.
— Y también se llevaría allí, imagino, parte de su diplomatura en Trabajo Social.
— Desde luego, porque en las prácticas observé mucho y estuve en contacto con gente que lo había pasado muy mal. La teoría la estudiaba en la biblioteca de las Escuelas Pías, un lugar mágico de Lavapiés. Cuando tengo que prepararme un papel o escribir, voy allí para concentrarme.
— ¿Dónde queda lo de hablar solo, en voz alta y de pie, para aprender el texto?
— Antes de eso hay otro trabajo: me toca trazar el arco del ser, su pensamiento. Hago esquemas con bolígrafo y papel hasta que veo todos los estados por los que pasa el personaje. Anoto un verbo al lado de cada frase y valoro la diferencia entre lo que digo y lo que expreso. Un “Te quiero” puede significar muchísimas cosas. Pienso en qué sentir al recibir la réplica, o me pregunto qué cosas ama y qué odia aquel al que interpreto; de qué se pondría a hablar si le tocara improvisar. Y veo mucho cine. Técnica y observación: nada de empezar los ensayos sin levantar el texto primero. Ahora, también dependemos de los tiempos. El día del rodaje acaba llegando y nos toca trabajar con lo que llevamos encima.
— ¿Logra que sus ideas se parezcan a las de quienes le dirigen?
— Llego a los ensayos con mis notas y ellos me indican que suba de aquí o baje de allá. Hago muchas sugerencias a los directores, pero sé dónde está la línea. Un realizador tiene que tomar mil decisiones y yo solo soy una de ellas. Por eso, para que nadie ande pendiente de mí, hago los deberes por mi cuenta. Para cuando empieza el rodaje, yo ya lo he pactado todo y lo he dejado marchar. No hay que ser pesado.
— En el teatro del absurdo y junto a La cantante calva, ¿prepara el texto, también, de esta forma?
— ¡Qué va! No hay un trabajo técnico, sino corporal, muy expresivo. Es un no personaje, como solemos llamarlo. Jugamos, rozamos la improvisación. ¿Cómo sabemos cuándo algo funciona y cuándo no hemos acertado? Soy más mental y requiero sentarme en una mesa para buscar las respuestas. Pero aquí no hay preguntas, porque no hay cordura. No hay nada, y por eso me ha costado. De eso trata nuestro oficio: si no nos exponemos, no crecemos.
— ¿Había un punto de teatro del absurdo en Stockholm?
— Quizá haya a quien se lo parezca, desde luego, por la historia que cuenta. Pero era muy real. Yo mismo observé a muchos amigos cómo ligaban y demás... Es el relato de una generación que aún convive entre el romanticismo y el desengaño. Hay psicólogos que parten de ella para crear debates. Y talleres de feminismo han proyectado la película para hablar de los malos tratos hacia las mujeres.
— ¿Es un largometraje feminista? A la protagonista le acompañan dolencias mentales, recetas del médico y pastillas.
— Esta película trabajaba desde la sugerencia, pero nada dice que ella estuviera ida, en el sentido clínico. ¡Cuánta gente, en su mismo día a día y en el trabajo, toma fármacos cuando llega la ansiedad! No, no está loca. Ha pasado una mala época y se cruza con un cabrón. Claro que esta historia no se podría contar desde la cordura plena, porque había muchas decisiones dramáticas que justificar, pero también mi papel es el de un maniático. Se encierra mucho en casa, ordena su ropa de forma compulsiva. Además, Aura Garrido y yo nos preparamos el texto por separado. Yo conocía mi personaje, pero del suyo apenas contaba con sus diálogos.
— Aunque Stockholm triunfó, son pocos los autores que siguieron su ejemplo y buscaron financiación en la red.
— Y menos mal. Todo va por épocas y entonces estábamos en crisis. Partíamos de una idea más grande, pero vimos que si reuníamos 60.000 euros y rodábamos en nuestra casa [Sorogoyen y Pereira compartían piso], podríamos sacar la película adelante. Me quedo con esa valentía: esa película no habría quedado mejor aunque hubiéramos dispuesto de millones. Ahora bien, rodar acción ya sería otra cosa.
— Entre otros nombres, dedicó el Goya a su coach, a Raquel Pérez. ¿Qué trabajo realiza allí que falta en otros métodos?
— Me ha logrado llevar hasta los puntos más difíciles sin que yo lo pasara muy mal por el camino. Desde dentro se puede llegar a cualquier resultado sin tirar de sentimientos oscuros, ni malas experencias, como animan otras tradiciones. A mí no me importa preparar un personaje desde el dolor, pero con cuidado, y solo cuando es necesario. Primero está Javi. Y si veo que el trabajo lo sobrepasa, paro ahí mismo.
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