Nuevas voces
In her solitude
(*) ANDREA JAURRIETA
Le avisaron por teléfono de que había muerto inesperadamente Mery, una amiga de la adolescencia con la que de vez en cuando todavía mantenía el contacto. Podría haber sido incluso cinematográfico decir que la noticia llegó mediante un telefonazo nocturno de esos que solo traen malas noticias, pensó, pero ya nadie llama. Fue solo un whatsapp, directo y helador, justo cuando el tren se aproximaba a Chamartín en mitad del invierno.
Se bajó del tren agarrando con fuerza el portatrajes, pues venía de un festival importante en el que, decían, esta vez no había destacado por su elegancia. Aquella mañana había preferido no leer las revistas por miedo a que le afectara el escrutinio tras el estreno de su última película. Pensó en ello –sin quererlo– en ese momento, al recoger el equipaje. Pensó en el absurdo, en la frivolidad de su mundo. Su amiga había muerto con poco más de 40 años y dos niños pequeños, de repente, por un pulmón acatarrado en exceso. ¿Cómo podía ser que justo antes de recibir ese breve mensaje demoledor hubiera dado importancia a algo tan estúpido?
Anduvo hasta el metro para esperar al siguiente tren. Flotó ausente, esperando que otra fuente desmintiera la noticia fatal. Pero no sucedía. Al contrario, iba confirmándose desde otras voces que trataban de ponerse en contacto con ella a través de todas las redes sociales que compartía, pues había cambiado de teléfono cuando todo explotó en su vida gracias a un par de películas exitosas. No dejaba de pensar en cómo podía ser posible que una absurda neumonía se llevara por delante a una mujer joven y fuerte, de esas que sacaban todo adelante luchando.
Se habían conocido en el taller de teatro del pueblo cuando ella apenas era una cría. Mery, de hecho, había sido una de las impulsoras de aquel grupo aficionado que ella siempre pensó le había cambiado la vida, pues si se dedicaba al cine fue gracias a ellos. El teatro había servido como terapia de huida de un pueblo cerrado y aburrido. Saliera o no saliera de fiesta la noche anterior en plena adolescencia, era una necesidad vital acudir a cada uno de aquellos ensayos matutinos todos los fines de semana. Ahí fue donde se dio cuenta de que dedicarse al teatro, al cine, no era un hobby, sino algo vocacional y disciplinado, y que ella lo llevaba dentro. Sin saber cómo, en un pueblo y en una familia ajenos al espectáculo, podía haber nacido una necesidad así.
Pasó el metro por el andén de enfrente y al alejarse por el túnel una ráfaga de aire movió su pelo, pero ella apenas se inmutó. Trató de visualizar el primer día en el que entró en aquel taller de adultos siendo una niña. No pudo recordarlo por mucho que se esforzó, y le dolió. Sin embargo, se dio cuenta de que tenía una cantidad enorme de imágenes absurdas guardadas de Mery que le hicieron sonreír. También se amontonaron de golpe recuerdos de aquella veinteañera organizando los ensayos, el vestuario, la música, la escenografía… y por primera vez supo que era admiración lo que había sentido entonces por ella. Acto seguido pensó en que era triste darse cuenta de eso cuando se pierde a alguien inesperadamente.
Llegó el metro lleno de gente mirando sus pantallas móviles. Podía haberse cogido un taxi, pero sus pies habían avanzado solos mientras la cabeza viajaba libre y triste hacia el pasado. Habían hecho el camino lógico que hacían cuando las cosas no le iban tan bien como ahora. Recordó, entre otras cosas, aquella vez que Mery hizo un ejercicio sin importancia para preparar un musical que habían inventado. Recordaba mirarla desde el suelo, boquiabierta al verla llorar en escena sin que le diera vergüenza lanzarse a ello, expresando emociones propias, convirtiéndolas en ajenas sin pudor. Ver cómo era capaz de reírse después, al terminar, al darse cuenta de que se había dejado llevar y había volado lejos de aquella casa de cultura donde pasaban las horas tratando de evadirse de la realidad por un rato. Y ella supo que quería eso: quería ser otras personas, quería inventarse mundos y hacerlo durante toda la vida.
Durante el trayecto –eterno– de metro la buscó en Facebook y trató de encontrar algún tipo de condolencia, pero solo vio la foto de sus dos niños pequeños abrazándola. Hacía menos de un mes que las dos habían hablado por Messenger con motivo de una de sus nuevas nominaciones. No fue capaz de abrir el chat. No podía afrontar que aquellas fueran a ser sus últimas palabras y tampoco recordaba bien lo que le había contestado, ya que habían sido muchas las felicitaciones a las que había respondido casi automáticamente. De nuevo le asqueó la superficialidad y la vanidad que conllevaba “triunfar” en aquella vocación que siempre había sido su sueño. Cerró la red social. No podía soportarlo y no quería llorar en público. Siempre sentía que había alguien mirando.
Cuando llegó a casa dejó la maleta y el portatrajes tirados en el suelo, sin cuidado, y pensó un rato sobre qué podía hacer al respecto. Le costó conciliar el sueño en la soledad de su cama. Todo le parecía demasiado injusto.
A la mañana siguiente, mientras se daba cuenta de que no había sido una pesadilla, empezó a recibir mensajes del resto de compañeros de aquella pequeña familia de actores aficionados a los que no veía desde hacía 20 años y de los que ninguno más se dedicaba ya profesionalmente a ello. Mery había sido la aglutinadora del grupo y era inevitable que todos trataran de pasar juntos el shock. Puso café en la cafetera y esperó sentada en su cocina –demasiado grande para una sola persona– a que esta lanzara el último grito de guerra mientras les respondía. Entonces hizo de tripas corazón y abrió el chat. Allí, tras la felicitación que correspondía a dicha enésima nominación, Mery le contaba que su hijo de apenas ocho años se montaba historias con sus muñecos Lego y las grababa haciéndose sus propias películas. Decía que el niño había alucinado cuando le contó que tenía una amiga que era directora. Decía también que era bonito que las nuevas generaciones tuvieran como referentes a mujeres haciendo cosas en el cine como las que hacía ella. En definitiva, le decía todo lo que ella hubiera debido decirle y de lo que nunca fue consciente hasta el día fatal: lo importante que había sido como referente de su adolescencia al ver que en el teatro podía encontrar el lugar que no hallaba en aquel pueblo; que su forma de meterse de lleno en los proyectos de ese grupo de aficionados definió la forma de trabajar que ella tendría después en cada una de sus películas grandes. Nunca se lo había dicho porque jamás se había parado a pensar en ello. Creemos que el pasado desaparece con el paso inexorable del tiempo, pero sigue en la memoria de la manera más extraña: guardando momentos aparentemente sin importancia que solo toman sentido cuando ya no hay remedio.
Pensó que había llegado lejos profesionalmente, pero que en cierto modo había perdido por el camino la capacidad de escuchar. Y lo tomó, esta vez conscientemente, como la última enseñanza que recibía de Mery.
Y entonces la cafetera chilló y ella rompió a llorar porque ya era demasiado tarde.