Jaime Rosales
“Hago lo que quiero, que es lo que creo que tiene sentido hacer”
El director de ‘La soledad’ señala su última obra, ‘Morlaix’, entre las mejores. Y, ojo, dice ser “el crítico perfecto” para sus películas. Rodada íntegramente en francés, en Bretaña, es un enésimo ejercicio de experimentación, en la estructura y en la técnica. Solo hace lo que le dicta su creatividad. Como toda su carrera. Y aunque aún siga pagando el crédito de ‘Hermosa juventud’
Una entrevista de JAVIER OLIVARES LEÓN
Reportaje gráfico: Enrique Cidoncha (@enriquecidoncha)
Aparece con un elegante sombrero panamá, un abrigo largo y una bufanda anudada que rubrica la fachada de gentleman. Por si fuera poco, la charla tiene lugar en el reservado de un club del madrileño barrio de Salamanca, donde la acústica se confabula con su voz profunda. Alto, como el nivel de su erudición, Jaime Rosales luce un porte envidiable para los 55 años que registra su DNI. Se confiesa deportista, de chándal y de sofá. Dejó hace tiempo el fútbol y el baloncesto (“las rodillas se quejaban”), pero se maneja en el pádel gracias a un primo, mánager de un equipo profesional. Tiene en cartel Morlaix, “una epifanía” que le advino cuando presentó la película Petra en Bretaña (Francia). “Volveré para hacer una película aquí”, se dijo. Actores y actrices franceses, profesionales y aficionados, blanco y negro y color. Cada estreno de Rosales es una revisión de la técnica, fruto de su inquebrantable libertad creativa. Como La soledad, que conquistó tres goyas en su debut; Sueño y silencio o Girasoles silvestres. Y eso que la vocación le llegó tarde, en el tercer curso de Empresariales. De hecho, el cine no le da de comer, confiesa.
Con la luz que hay en el Finisterre bretón, ¿por qué usó el blanco y negro para Morlaix?
Lo tenía claro desde el principio. Celuloide 35 mm, en blanco y negro, y celuloide 16 para el color. Luego, en este caso cambia también el formato, con el cinemascope en blanco y negro. Cámara fija en la primera parte de la película, cámara que se mueve todo el rato en la tercera parte. Cambios que eran para mí un acto de libertad. Es decir, esto ahora es en blanco y negro porque me gusta, porque creo que es bello y porque puedo contar esta parte de la historia de esta manera. Y cualquier cambio es muy arbitrario, no está subordinado a la dramaturgia. Vuelvo a pasar al blanco y negro cuando me place. Y reivindico esa libertad, además.
Al espectador no le chirría en el relato.
Es que en algún caso se trata de un cambio de una escena a otra, y en otros, un cambio dentro de una escena de un plano a otro. Estoy en el plano, en el contraplano, plano, contraplano y pum, cambio del color al blanco y negro. Y creo que las dos matrices son muy bellas. Me parece muy bonito el blanco y negro en su sobriedad, en su elegancia, pero también me lo parece el color en su austeridad, en la saturación de los colores.
¿Por qué esa ciudad y no Brest o Saint-Malo?
Realmente ya no tengo ninguna relación personal con Bretaña. Pero empezó la promoción de mi película Petra en una gira por Bretaña. El primer sitio donde me parachutaron fue Morlaix y de repente, tuve una gran epifanía con ese lugar. Dije “ostras, este sitio me pide hacer una película algún día”. El paisaje, las casas esas de piedra, ese inmenso viaducto, el estuario que daba al mar, esa especie de ciénaga. Todo me pareció como de otra época, algo mitológico.
¿El resultado es lo que esperaba?
Mejor de lo que esperaba. La película no es como yo la imaginé y como yo la visualizaba, porque eso raramente ocurre. Eso es muy propio de los americanos: imaginan algo, llegan con un ejército, ocupan el espacio, todo lo crean y generan la imagen -en algunos casos, además, muy potente- que se corresponde a su imaginación. Yo, no. Si llueve, saco el paraguas: si sale el sol, el traje de baño. Pero si hace sol y me había imaginado lluvia, no vengo con tramoyas para que llueva. Solo me imagino de forma muy precisa qué cámara voy a usar, qué soporte, cómo voy a utilizar los actores, toda la parte del lenguaje. Pero la decoración, el ambiente, el clima, a todo eso me adapto mucho. No voy a controlar tanto lo escenográfico, para mí es más líquido, más azaroso.
Azaroso, ¿de azar o de temor?
Voy trabajando un poco con el azar de lo que voy encontrando. Y luego la película me la encuentro. Casi siempre, con dos excepciones, es decepcionante para mí.
¿A cuáles se refiere?
A Sueño y silencio y Morlaix. No quiere decir que sean mis mejores películas o las que a mí más me gustan, ni que sean las mejores para el espectador. Pero esta me ha quedado muy bien.
Tampoco debe de ser fácil escoger.
Los directores vivimos las películas como los hijos: intentas quererlos a todos por igual, respetar las diferencias, saber que unos van a hacer esto y otros, lo otro. Y recibir con amor y respeto lo que cada uno te da. Intentaré recibir a Morlaix con ese mismo respeto y lo colocaré en esa igualdad con la que coloco a todas mis películas. Que no dan unos resultados iguales, pero no importa.
¿En todas sus obras intenta innovar?
Sí, hasta ahora sí. Cada película mía creo que ha abordado unos temas y unos subtemas diferentes, no nuevos. En todas he buscado dos cosas. Lo que llamo una matriz, que es una manera, una poética, una estética propia e innovadora a cada una, para buscar, desde ahí, cómo potenciar la expresividad de las ideas, de los temas. Hasta ahora no he fijado, por decirlo de alguna manera, una matriz única que, una vez fijada, me haga repetir...
Nunca ha pensado, por tanto, en los espectadores, en la audiencia.
[Sonríe] Me ha gustado esta conclusión. No ha pensado “por tanto”...
Es que alguna película suya no superó los 40.000.
Sí. Pero importante es que te quedes a gusto tú. Mira, no sé quién dijo: “Prefiero no gustar haciendo lo que tiene sentido, que gustar haciendo lo que no tiene sentido”. En mi concepción de lo que es el cine, lo que es el arte, es muy importante la búsqueda y la innovación. Quizá me ha tocado esa carta, y la asumo. Hay otros directores que son muy buenos artesanos, y me gustan mucho sus películas. Voy a ver películas muy de ese tipo y las disfruto, pero no me elevan el cine al mismo nivel de un director que, además de hacer bien una película, innova.
¿A qué innovación puede asistir el espectador en Morlaix?
Ya que aquí hablamos sobre interpretación, en Morlaix he empleado cuatro técnicas de escritura de la escena y cuatro de trabajo actoral. Una primera, la clásica, con el texto escrito, un guion convencional: los actores aprenden los diálogos de memoria y luego los recitan, pero dándole una espontaneidad dentro del respeto absoluto de la réplica uno a uno. Luego, hay escenas que también nacen del diálogo escrito, pero liberan a los actores: han repasado el texto, pero no aprendido, y lo recorren libremente, apropiándose de él entre determinadas tomas. Son escenas más libres que las primeras. En la tercera, sin texto, ponemos a conversar a los actores en los ensayos sobre temas que yo dejo sobre la mesa: la muerte, el sentido de la vida, la felicidad… cada uno se expresa durante un buen rato. Yo voy tomando apuntes, y luego, en el rodaje, les recuerdo lo que habían dicho, más o menos. Y, por último, hay una escena completamente libre. En Morlaix, es esa en la que debaten sobre la película que hay dentro de la película, el suicidio, etcétera. Les planto la cámara, sin ensayos, y pueden decir lo que quieran. En resumen, partimos de una escena hiperdefinida y construida a otra completamente libre, con dos gamas de grises, tratando de que el espectador no sienta la diferencia estética en la interpretación, que todo parezca igual de natural, pero técnicas diferentes a escrituras diferentes.
Suena a “cine de culto” o “cine de autor”. ¿Le molesta?
A ver, la etiqueta de cine de autor siempre me ha parecido rara. Porque todas las películas lo son, incluso las de encargo. Todas tienen un autor. Y, además, el cine de autor está connotado como un cine muy raro, ¿no? Por ejemplo, Tarantino es un autor muy reconocible, original, pero sus películas tienen una repercusión enorme. O Almodóvar. Y, en cambio, es una etiqueta que nunca me ha gustado. “Cine de culto” tampoco me gusta. No se hace culto a una película, por mucho que entusiasme.
Las etiquetas circunscriben mucho.
Son reduccionistas, sí. Además, es muy curioso porque solo se aplica al cine, y un poquito a la literatura. Se habla de una novela “de culto”. ¿Cómo no va a ser una novela “de autor”? Todas lo son, como los cuadros. Y no se habla de una sinfonía de autor, o una sinfonía de culto. Esto se circunscribe al cine. Y como el cine es un trabajo colectivo, llamarlo “cine de autor”... Creo que eso viene del cine francés.
Y en Francia transcurre su última película.
Sí es verdad que en el cine francés se da más libertad al autor, al director. Digamos que es como el flautista de Amélie, al que sigue toda la tropa. En el cine norteamericano sería más el quarterback del equipo. Pero es un jugador más.
¿La etiqueta “cine de atmósfera” le parece menos reduccionista? En Morlaix logra una atmósfera envolvente.
A mí me ha interesado la filosofía, en general, y el estructuralismo, en particular. Por lo tanto, me interesan las estructuras. Tengo una concepción del cine tal vez estructuralista. Pienso la estructura de una película, el ADN, la matriz que le contaba. Esa matriz es una aproximación estructuralista. Lo que me interesa no es tanto cómo va a ser este u otro plano, sino que cada plano responda a un ADN, a cierta estructura. Pero de ahí a llamarlo cine estructuralista… no existe. Así como existe la filosofía estructuralista o existen otros apelativos para otras disciplinas, en el cine, no.
¿Cabe la improvisación tanto en la matriz como en el tema?
La improvisación es parte de la matriz de los actores. Está dentro de la estructura de la matriz. Los actores no solo tienen que improvisar. Cuando empezamos con Petra, Marisa Paredes decía detestar la improvisación. “Bueno, pues aquí nos vamos a tener que remangar, nos va a tocar”, contestaba yo. Y luego quedó muy contenta con el resultado. La improvisación es parte de esa matriz, pero la matriz no es improvisada. Es pensada, por estar dentro de una estructura.
Ya que menciona a Marisa Paredes, le pediría una reflexión sobre ella y sobre María Bazán, dos mujeres conductoras de sus historias, ya ausentes.
Ambas se fueron muy rápido. Marisa tenía una edad, pero también una gran vitalidad. Es curioso, porque yo he tenido dos pérdidas familiares muy importantes, mi madre y un amigo que era como mi hermano. Y en ambos casos, una condición y una enfermedad. Pero en el último momento, para mí, fue sorprendente, porque no te lo esperas. Me da la sensación de que la muerte a veces avisa y a veces, no. Ni siquiera la esperada. Por ejemplo, mi madre se fue apagando lentamente. Y yo el último día no pensaba que iba a fallecer. Sin embargo, mi mujer me decía: “Tal vez tú eras el único que no lo veía”.
Está claro que a María Bazán le dio el timón en La soledad, como ha hecho en otras con Petra Martínez, Oriol Pla o Álex Brendemühl.
Nunca pienso tanto en los actores como en los proyectos. Cada uno se define de una manera, con una tipología de actores. Vuelvo a lo de las estructuras. La tipología de actores también es parte de la matriz de la estructura. Es decir, a veces quiero actores naturales, aficionados; a veces, profesionales; a veces, una mezcla. Quizá habría vuelto a trabajar con María, o puede que vuelva con Oriol, o con Nuria Mencía, no lo sé.
Eso condiciona la escritura, supongo.
Sí. El problema, o la clave, es que tú tienes que ser un poco actor. Un director francés amigo mío, muy bueno, armó un proyecto. Había un papel que le sentaba como un guante a un actor, amigo suyo, con el que había hecho otras películas. Pero este tuvo un accidente y murió. Y el proyecto, de repente... se tambaleó durante años. Es un reajuste mental, pero también profesional, que puede llevar meses o años. Aparte del dolor o el trauma que supone. ¿Qué haces? Ese mismo guion, ¿se lo das a otro director? Seguramente le llevaría cinco minutos recomponerlo.
O sea, ¿a ese proyecto que tienen todos los directores, usted no le ha puesto cara?
Tengo un guion escrito, claro, pero no sé ni quién lo podría hacer ni cómo buscarlo. Bueno, a lo mejor en este caso tiene otro hándicap, porque está basado en una persona real. Y eso también tiene sus dificultades.
Hay dos cosas que sorprenden en Morlaix: que en los tiempos que corren los adolescentes hablen tan profundo y no usen el móvil todo el rato. Cierto que parte de la película transcurre a comienzos de siglo…
Ellos usan algo el móvil en la peli en algunos momentos. Por ejemplo, hay un baile al que van con el dispositivo. Pero es verdad que la película no presenta un retrato sociológico de la juventud, no me interesa. Hice algo más, en ese sentido, en Hermosa juventud. Pero en este caso me interesaba dejar lo sociológico, lo político y la actualidad mediática aparte. Y me interesaba que ellos hablaran y expresaran libremente sus propias ideas sobre el amor, la muerte, el sentido de la vida, las elecciones, la verdad y la libertad. Temas todos ellos universales.
¿Qué le interesa?
En realidad, no tengo una temática única. A veces me ha interesado la política, a veces la sociología, a veces la espiritualidad, a veces la psicología. No veo un hilo conductor tampoco en ese sentido. En estos momentos me interesa mucho el concepto de libertad. De libertad personal, de libertad política, cómo se interrelacionan. Me parece que el ser humano tiene conciencia de la muerte, de su propia libertad y de sus propias elecciones. Incluso yo sostengo la importancia de equilibrar lo que Isaiah Berlín llamó la “libertad positiva” y la “libertad negativa”. Creo que hay que equilibrarlas. Él decía que la libertad positiva sería la libertad para hacer el bien, el bien moral, pero no deja de ser problemático saber qué es lo que está bien. Y, en cambio, la libertad negativa sería la libertad en estado puro, libre albedrío puro.
¿Con cuál se queda?
El peligro de la libertad positiva es que alguien tiene que determinar qué es lo deseable, lo éticamente bueno. Y luego, puede haber abusos. Volviendo a la pérdida de mi amigo: le acompañamos, le ayudábamos, pero para mí era muy importante desde el respeto de su libertad. Si él decidía tomar decisiones que pudieran ser incluso perjudiciales para su salud, teníamos que respetar esa libertad. Porque en su caso, como en el caso de cualquier persona, no podemos proyectar lo que es bueno para el otro desde lo que nosotros pensamos que es bueno. Porque para el otro, a lo mejor, es otra cosa. Incluso algo que puede llevarle al final de la vida. Ni la doctora se atrevía a decir si le quedaba mucho o poco tiempo. “Eso es un concepto muy relativo”, decía.
¿Hasta qué punto la libertad es un tesoro individual?
La libertad es una facultad individual, pero con los demás. Uno tiene que tomar sus propias decisiones, pero está condicionado por muchos factores externos. A mí me gustaría volar, pero no tengo alas. Esa libertad está fuera del principio realidad. Pero luego hay un principio realidad social. A cualquiera le gustaría estudiar en Harvard, pero a lo mejor no logra las notas exigidas, o las alcanza y no se lo puede permitir. Entonces, hay una libertad de elección y, a nivel social, el entorno que facilite el ejercicio de esa libertad. Una persona en un estado de precariedad no tiene la misma libertad para hacer determinadas cosas que una persona en un estado de confort. Lo que pasa es que el ejercicio de la libertad, por otro lado, tampoco es algo que no requiera un trabajo. Si yo quiero la libertad de comprarme una casa, por ejemplo...
Un tema de permanente actualidad.
Claro, se habla del problema de la vivienda. Pero la casa no te la van a regalar, tendrás que buscar la manera de trabajarla. Y, salvo personas que tienen unas taras médicas o psicológicas que requieren un tipo de ayuda, creo que prácticamente cualquier persona en un país como el nuestro, y con las garantías que tiene el Estado en España ⎯como la obligación de la educación mínima⎯ si uno coloca en el centro de su vida su deseo de, en este caso, tener un piso, me extrañaría que no lo cumpliera. Pero, si alrededor de ese deseo que coloca en el centro de su vida hay otros 18 deseos más, equivalentes, aquel se dispersa. Claro, por otro lado, una persona que vive en Mali no tiene esas mismas condiciones materiales que en España. En la sociedad actual nuestra, hay algo que me preocupa. Existe una presión doble y opuesta: por un lado, todo un aparato del Estado muy homogéneo, con aparentes diferencias, que son muy pocas; y otro aparato que tiene que ver con el consumo capitalista.
¿Cómo percibe eso el ciudadano?
Eso ahora mismo genera una doble pinza mental, en el caso ideológico. Entre el Estado, que proyecta unos valores muy homogéneos y de los cuales es muy difícil salirse, y unos deseos de la vida (consumo, viajes, coches…), también muy homogéneos. El ser humano es una especie de ovejita, enormemente modelada por esas dos pinzas. Parecen estar en una lucha y están, en realidad, en convivencia. Y eso coarta la libertad, porque está coartando la posibilidad de que tú desees un tipo de vida. Yo reivindico eso en la película.
En cada trabajo, ¿aplica algo aprendido en San Antonio de los Barros? ¿Por qué van tantos cineastas a formarse en Cuba?
A mí me interesaba mucho en aquella época conocer un proyecto político comunista, porque una cosa es lo que oyes y otra, vivirlo, mamarlo, hablarlo. Y también me interesaba conocer la vida en un país del tercer mundo a ojos de alguien de un país occidental, con unas condiciones materiales buenas. Hay algo que aprender ahí, creo. Y la verdad es que aprendí varias cosas.
¿De técnica, de relato?
Más de técnica... yo diría que aprendí mucha técnica... Pensaba que la escuela iba a ser más una vivencia, un cambio personal, espiritual, político, ideológico. Y volví prácticamente con las mismas ideas con las que fui, pero aprendí mucho cine. Dicho de otra manera, el cine que a mí me gustaba cuando entré fue otro del que me gustaba cuando salí. Pero en cambio, mi vida y mis ideas no cambiaron, prácticamente nada.
También se formó en Australia.
Estuve menos tiempo, pero aprendí también técnicas que no pude aprender en Cuba por motivos materiales. No había la maquinaria industrial, los recursos económicos de Australia. Y en el cine, eso se nota. Yo, por ejemplo, ahora tengo un pequeño proyecto fotográfico, infinitamente más barato que uno cinematográfico. Pero en cuanto yo hago algo, cuesta un dineral. O sea, comparado con otro fotógrafo, lo mío cuesta un dineral, porque vengo de un medio donde todo cuesta mucho. Pero había cosas que podía hacer en Australia que no se podían hacer en Cuba, por falta de medios.
¿Por ejemplo?
Por ejemplo, el trabajo dentro del estudio, unos estudios increíbles en los que construían los muros, los decorados, la iluminación. El trabajo de estudio de una localización real. Y tenían mucha más maquinaria para movimientos. Tenían dollys [herramienta para realizar movimientos fluidos con la cámara], grúas, stedycams [estabilizadores del movimiento], que no había en Cuba, donde apenas teníamos un trípode. Pero se aprende también a contar una historia solo con un trípode, y eso es muy interesante también. En Australia teníamos talleres en los que trabajamos con actores de mucho nivel, profesionales. Recuerdo un taller con extras, a centenas. Era realmente la parte técnica de poder. Cosas muy costosas: una semana con un equipo, un elenco y extras.
El poder de tener medios.
Es que era una escuela, por decirlo de una manera, millonaria. Una escuela del Estado, que el Estado considera una prioridad. Había tres alumnos por especialidad, y unas instalaciones brutales para tres directores. Yo era el cuarto. Luego había cuatro fotógrafos, cuatro sonidistas… para la producción de un corto. Era como hacer un largometraje en Cuba. Luego ves aquello, y aprendes cosas.
Lo importante es que ahora hace lo que quiere.
Donde yo me he situado no es en lo de Australia ni en lo de Cuba. España no es ni tan austera como Cuba, ni tan hiperabundante como Australia. Hago lo que quiero en el sentido de que hago lo que creo que tiene sentido hacer. No desde el disfrute, ni la diversión, ni la arbitrariedad. Pero sí es una forma de libertad. No hago lo que nadie me impone. Y es un gozo, un ejercicio de libertad y un sufrimiento doble. Porque sufro mi propia exigencia y sufro, a veces, nadar a contracorriente.
Pero es una rebeldía libre, elegida.
A veces, dentro de la ortodoxia de la industria se está más calentito que fuera. Fuera hace frío. Pero me toca estar fuera, es mi sino.
¿Nunca haría un proyecto por dinero, un guion por encargo?
Yo resuelvo mis problemas alimenticios en otra industria, la del sector inmobiliario. No se puede decir de esta agua no beberé ni de este cura no es mi padre. La gestión inmobiliaria requiere también una energía y un trabajo, me aporta una seguridad y un confort, para mí y mi familia. Y no creo que renuncie a ello por el cine. Pero me permite hacer cine, que para mí tiene sentido. Entonces… hacer un proyecto alimenticio me extrañaría porque, como digo, lo resuelvo en otra manera.
¿Por eso estudió Empresariales? ¿Para dedicarse a los negocios?
Inicialmente, sí. Pensé en matricularme en alguna escuela de cine cuando ya estaba en tercero de carrera. En Empresariales iba a tener un doble enfoque de gestión patrimonial y probablemente, marketing empresarial o comercio internacional. Pero en lugar de tomar esa segunda rama adicional, complementaria a la gestión patrimonial, hice cine en su lugar.
¿Dónde hay que firmar?
Si hubiera ejercido esa doble función, probablemente hubiera ganado bastante más dinero del que he ganado en mi vida. Y, quizá habría podido tener un éxito empresarial o un gran fracaso. Pero, de esta manera, he podido resolver mi economía familiar y, al mismo tiempo, expresarme artísticamente y encontrar cierto eco en el mundo del cine y del arte.
¿Cómo fue recibida su decisión en casa?
Mis padres nunca fueron autoritarios. Fueron muy respetuosos y siempre intentaban dar los mejores consejos. Cuando yo acabé el instituto, en el Liceo Francés, no tenía una vocación artística todavía manifiesta. Yo no era mal estudiante, pero estaba más en el mundo de la ciencia y las matemáticas. De hecho, me admitieron en la Escuela de Ingeniería Industrial. Pero en el último momento, mi padre me dijo: “No sé si te veo de ingeniero”. Y yo pensé: “Pues ahora que me lo dices, me quitas un gran peso de encima, porque yo tampoco”. En la escuela de Empresariales aprendí cosas que me han sido muy útiles en la vida, y no me arrepiento. Fueron cinco años que no representaron un gran esfuerzo académico, y más bien divertidos, en Barcelona. Había cuatro horas de clase, lo que tampoco es una matada. Siempre le agradezco a mis padres sus consejos. Mi padre me animó a que hiciera cine.
Rueda una película cada tres años. A partir de 2016 da la sensación de que hace una concesión a intérpretes más conocidos para el gran público. En Hermosa juventud cuenta con Ingrid García-Jonnson; en Petra, con Bárbara Lennie; en Girasoles silvestres, con Anna Castillo...
El caso de Ingrid es diferente porque no era conocida: esa fue su primera película. Pero Bárbara Lennie y Anna Castillo, sí. Ahora mismo, si digo la verdad, tengo dos guiones, dos proyectos en la cocina, que no han entrado en el horno y todavía no me atrevo a meterlos. Para 2027 o 2028, quién sabe.
…Después de Tiro en la cabeza hay un giro en su línea creativa.
Bueno, después de Tiro en la cabeza hago Sueño y silencio, una película problemática. Porque a mí me parece una gran película, mi favorita junto con Morlaix. Pero también son las más difíciles para la industria. Sueño y silencio me produce una gran crisis artística, personal. Y enseguida tengo la intuición de que, si me meto en una dinámica de autoflagelación y de pensar que el mundo está equivocado, vamos mal. Digo: “esto no lo tengo que hacer. Debo hacer algo rápido, esperando que me salga bien”. Y hago Hermosa juventud [una pareja rueda una peli porno casera para obtener recursos] a pulmón. De hecho, aún estoy pagando parte del crédito para hacerla. Con cada película he ido rebañando esa deuda. Por eso también quiero a esa peli, porque me dio oxígeno. Estás cayendo al fondo del mar y, de repente, una mano te saca. Y, cuando estás de nuevo flotando y respirando, dices: “Bueno, para no volverme a hundir, ahora sí que tengo que adaptarme”, a determinadas prerrogativas de la industria.
¿Cuáles son esas concesiones?
Entre ellas, el guion, el ritmo, determinadas maneras de fabricar las imágenes, la música y también los actores. En la situación en la que estoy, tengo que encontrar mi libertad de expresión pasando por un aro que no pensaba pasar. Incluso tragándome algún sapo que no me pensaba. Y a veces con la sorpresa de que algunos de esos sapos han sido una pera en dulce. Y en cambio, también algunas cosas que me parecían que no eran un problema, lo han acabado siendo.
¿Por ejemplo?
Por ejemplo, Marisa Paredes, una imposición en su día del productor. Me parecía un sapo y se convirtió en una pera en dulce. En Petra es una maravilla, con mucho trabajo, eso sí. Luego hemos mantenido una preciosa amistad, probablemente junto a la de Alex Brendhemül, los dos actores con los que más ilusión me ha hecho encontrarme. Y en ese momento no me lo parecía.
¿Qué le ofrece Alex Brendemühl, que también está en Morlaix?
Depende de la película, pero tiene algo que me encanta. Creo que me identifico con él como cineasta, en el sentido de él como actor. Tiene algo que está ligeramente desencajado, off. Él interpreta desde un lugar y, por su manera de ser, está en un sitio fuera de la ortodoxia. Su técnica no es ortodoxa, como su manera de ser en la vida. Y esa heterodoxia me interesa. Eso le permite no solo crear con originalidad, también atreverse a torear en plazas difíciles en las que no es fácil salir airoso. Y él sabe, gracias precisamente a que lo hace de una manera personal. En Morlaix tiene poca presencia escénica. En la primera escena tenía que hacer una broma extraña. Y lo saca adelante, porque cuenta con una autoironía que luego la sabe llevar a su trabajo. Como se ríe un poco de sí mismo, es capaz de reírse de sus personajes. Eso le protege y, al tiempo, le da unas posibilidades de la que otros actores con más autoconciencia no son capaces. Yo creo que los cómicos tienen más eso. En realidad, es un actor cómico, pero no ejerce como tal. Eso lo coloca en un lugar único. Tiene una fotogenia muy empática con el espectador, sí, pero por otro lado tiene un ojo claro, frío. Podría hacer de nazi frío, pero no es frío.
¿Ha aprendido en cada uno de sus ocho proyectos?
Pues sí... En Petra, que una intérprete profesional y del estatus de Marisa, bien llevado, ostras, te puede dar algo maravilloso. En cambio, en otro ejercicio de libertad, creo que cometí algunos errores con Girasoles…, sobre todo de puesta en cuadro con la cámara. Pensé en el paneo [poner la cámara en un trípode para ir de un personaje a otro, paneando en lugar de moverlo], para que los personajes siempre estén un poco laterales. Cuando yo estoy con una steadycam, momento a momento se puede ir recolocando. En el paneo, eliges una posición y siempre hay una parte de servicio que va a ser fea plásticamente y blanda rítmicamente.
¿No suele corregirlo? ¿No se da cuenta hasta después?
Es parte de la estructura. Esto es así, a muerte. Si me equivoco, me equivoqué. Luego ya lo veré, pero lo aprendí.
¿Somete a sondeo de sus amigos expertos?
No, no me hace falta. Es que yo soy el crítico perfecto de mis películas. Hace poco, por ejemplo, a un coloquio en una universidad sobre Morlaix vinieron una persona de mi equipo y otra persona amiga. Y a las dos les he pedido una crítica sobre el acto, porque ahí me desenvuelvo peor. Los dos me dijeron cosas muy grandes. También he mostrado imágenes a mi hija, que me ha hecho una crítica, pero más respecto a mí.
¿Y eso sí le viene bien?
“Yo creo que esto no ha estado bien, o esto lo podrías corregir, o en tal momento deberías dar la palabra de esta manera u otra”, me dice. Y creo que tiene razón. Pero en una película no me hace falta que alguien me diga “este paneo no está bien”. Tú te das cuenta.
¿En sus repartos van a seguir conviviendo actores amateurs con gente consagrada?
También lo he hecho así en Morlaix. Por ejemplo, Mélanie Thierry es una actriz con una agenda difícil. Luego estaban los chicos del pueblo de Morlaix. En cambio, Samuel Kircher y Aminthe Audiard son actores profesionales, con series y películas. Tienen apenas 20 años, y eso me ha interesado.
¿Ha sido enriquecedor?
Mucho. En la presentación de la película, en Rotterdam, después de la proyección hablé con el actor protagonista, Samuel Kircher [Jean-Luc en Morlaix]. Me resultó interesante cierta perturbación que él tuvo cuando vio la película: se vieron reflejados aspectos de su personalidad que a él le hubiera gustado esconder. Le molestó que el personaje presentara esos aspectos que él, sin darse cuenta, transmitía hacia el personaje. A mí, en cambio, me parecía que estaban muy bien incluso esos defectos que él inyectó inconscientemente.
Pero en su papel ejerce liderazgo sobre el grupo, sin dogmatismos.
No, no es dogmático, y además argumenta muy bien, creo que tiene fuerza, y precisamente hay una posición muy bonita de él respecto al grupo. Me pareció curioso y bonito que eso ocurra precisamente por la técnica: al dejarle una técnica tan libre y abandonada y en unas condiciones de rodaje, surge algo de él. Como diría Robert Bresson, no solo lo que ellos no saben de sí mismos sino lo que quieren esconder.
Y eso es sabroso para el espectador, bien interesante.
Lo que pasa es que al actor profesional no le suele gustar. Le pasaba algo parecido a nuestra querida Marisa en Petra, al principio. Luego, como la película ha recibido muchos elogios a su interpretación, también se convenció, se confraternizó con ella. Pero, de repente, había algo que de sí misma que ella vio que quería ocultar, como todos los actores, como todas las personas. Todos tenemos una imagen de nosotros mismos que nos gustaría ocultar. Porque no somos perfectos y nos gustaría proyectar una imagen mejor de la que somos. Los actores, también. En las películas siempre hay una parte de ellos que no querrían que se viera. Y eso aflora solo en determinadas condiciones y en técnicas de trabajo. Cuando aflora, a ellos no les gusta, pero a nosotros, sí. Y eso lo descubrí en la charla de Rotterdam con Samuel Kircher.