Javier Cámara
“No quiero llegar a ningún sitio, lo que quiero es gozar con los viajes”
Un futuro como agricultor le aguardaba en un pueblo donde no respiraba. Empezó con la convicción de que sería actor teatral, no creía que el audiovisual estuviera a su alcance. Como tampoco soñaba con triunfar en el extranjero. Pero una “ambición inconsciente” fue borrando con paso tranquilo sus limitaciones y miedos. Hoy se atreve con todo
EDUARDO VERDÚ
FOTOS: ENRIQUE CIDONCHA
Javier Cámara se olvida de que le hemos mandado un taxi a la puerta de su casa, así que llega a pie al vestíbulo del hotel donde hemos quedado. Allí le encuentro recostado en un sillón turquesa, sin mascarilla, tranquilo y simpático como en las series y las pelis. ¿Será verdad que es tan majo como todos pensamos?
– ¿Por qué cae usted tan bien?
– Es que soy buen tío [risas].
– ¿Y cómo lo sabe la gente? Preserva su vida privada y no siempre interpreta a tipos agradables, como es el caso de Juan Carrasco en las recientes series Vota Juan o Vamos Juan.
– 7 vidas y Torrente hicieron mucho a mi favor en ese sentido. Y ese viaje de Torrente con Santiago Segura todavía no me lo he comido, fue muy fuerte.
– ¿A qué se refiere?
– La gente adoró la película, pero yo tenía miedo. “Hostia, nos van a matar, tío”, le decía a Santiago. Luego llegó 7 vidas y su éxito me colocó en un lugar de mucha popularidad; es lo que pasa con la tele. Y entonces pasas a Almodóvar, vas dando bandazos, pero al final imagino que transmito que soy un buen muchacho.
– ¿Cómo encajó la fama?
– Lo primero que hice en televisión fue ¡Ay, Señor, Señor! con Pajares. Fue muy popular, y no me lo esperaba, de repente mucha gente me miraba por la calle. Admito que hubo entonces un par de momentos en los que se me pudo ir un poco la pinza. Tendría 24 o 26 años y era muy infantil. Pero siempre he tenido gente muy bonita cerca para ponerme en mi sitio.
– Y hoy, aunque sea más mayor, también es un momento propicio para que se le vaya la olla tras trabajar con Jude Law y Sorrentino en The young pope y The new pope, en Narcos…
– Me ha costado mucho tomar ese tipo de decisiones. Cuando hice Hable con ella fue un éxito mundial y me llamaban de oficinas de Los Ángeles para representarme. ¡A mí, con este físico! Y yo decía: “¿Para qué me llaman, si parezco un judío del Bronx y además no hablo inglés?”. Si tuviera un fisicazo estupendo y que diera un punto latino… pero qué va. Entonces, muy inteligentemente, les dije que no hablaba inglés y que además estaba viviendo un momentazo en mi país, que tenía muchos guiones sobre la mesa y no quería empezar de nuevo en otro lugar. Ahora ya no tengo tanto miedo. La película que acabo de rodar en Sudamérica me ha cambiado la vida.
– ¿En qué sentido?
– El olvido que seremos es una historia muy potente en la que he hecho un viaje muy íntimo, muy personal. Este hombre [Héctor Abad Gómez, su papel en la película] vivió en una época tremenda en Colombia. Era un pandemista que trabajó en la Organización Mundial de la Salud y luchó mucho por la gente pobre de su país hasta que le asesinaron. Años más tarde su hijo puso su historia en un libro: es un manual de amor de un padre hacia un hijo y de un hijo a un padre.
– ¿Qué relación tenía usted con tu padre?
– Mi padre tenía dos huertitas y quería que fuese agricultor. A los 14 años me había preparado mi futuro, el único que tenía para mí. Pero cuando yo iba de madrugada a regar y el agua no bajaba y hacía un frío de cojones, decía: “¡Qué coño hago yo aquí!”. Lo tuve clarísimo desde el principio. Al ver a mi padre sin dinero, desesperado porque las tormentas le jodían las cosechas, pensé que aquel no era un buen negocio. Así que no nos llevamos muy bien.
– Él no entendió que quisiera otra cosa.
– Yo creo que sí lo entendió. Cuando me fui a Madrid se quedó en silencio, se apenó, pero pienso que en el fondo se alegraba porque le habría gustado eso para él. Cuando volvió de la mili, mi madre se embarazó enseguida. Como era músico, saxofonista, cercenó todo eso. Era un tipo apabullante, con una personalidad brutal, divertido, mis amigos estaban enamorados de él. Mi padre era el mejor padre para todos, excepto para mí. Mi madre siempre decía: “Es un bien de casa ajena” [risas]. Hay cosas en mí en las que le voy reconociendo. Vi una entrevista a Martín Berasategui en la que decía: “Lo que me da pena es que mi padre no me haya visto estar donde estoy”. Se me cayeron las lágrimas.
– ¿A usted también le pasa?
– Lo único que pienso, y me puedo emocionar, es que mi padre la hubiera flipado con estos dos [Cámara ha adoptado dos niños]. Él era niñero y divertidísimo. Otra cosa es que yo fuera un adolescente que no respiraba en su pueblo: fui un pez sin agua hasta que llegué a Madrid para liberarme, descubrir mi forma de ser, mi condición sexual, mi alegría vital.
– ¿Cuándo falleció su padre?
– Yo tendría unos 26 años. Murió mientras grababa el último capítulo de ¡Ay, Señor, Señor! Fue brutal ese día. Yo tenía mucha inconsciencia, nunca estuve en la vida. Ahora estoy en ella: en mi lugar, con mi pareja, con mis hijos, con mis errores a montones, perdonándome. Pero durante mucho tiempo no supe dónde estaba: “¿Qué estabas persiguiendo, Javier Cámara?”. Y mi padre se murió precisamente en ese momento, mientras yo hacía una serie en Madrid. Una de las razones por las que hice Truman es que, cuando leí el guion, me dije: “Hostia, por fin aprenderé a despedir a alguien, voy a acompañar a alguien en la despedida”. Me habría encantado poder decirle a mi padre: “Papi, hostia, vaya añitos que te he dado. Perdóname”. Un padre te va a perseguir siempre, y lo interesante es no huirlo. Ojalá a mis hijos no les inculque mis miedos ni mis dudas, eso es de primero de terapia [risas]. A tus hijos déjales en paz y ayúdales a ser lo que son.
– ¿Cómo le han cambiado la vida sus dos hijos?
– Estás muy sensible. Yo de repente caí en barrena y pensé: “Ostras, me va a venir bien esto para la actuación”. En una primera etapa me puse a flor de piel, todo me influía de una manera brutal. Es un terreno apabullante porque te descoloca todas las emociones. Y hay una cosa bonita para los actores que estamos under de spotlight, como dicen los americanos, y es que tú ya no importas, ya no eres el centro, dejas de formar parte de tu única y exclusiva vida. A mí me gustaría hablar de esto en la revista Ser padres[risas].
– ¿Cómo ha cambiado con el tiempo su forma de actuar?
– Ya no tengo miedo a nada. ¿A qué coño vas a tener miedo en esta profesión si hay una red que te recoge? Tienes confianza en el director, unos buenos compañeros al lado y hasta puedes repetir si te has equivocado. Ahora me siento más cómodo en mi trabajo, lo disfruto más, no me pongo tan nervioso. Veo que respiro más tranquilamente. Eso me ha pasado ya en varios rodajes con Ricardo Darín, María Pujalte, Carmen Machi, Jude Law o John Malkovich, que tiene una pausa que yo digo: “¡Hostia puta! Este tío no está nervioso y tiene una escena de 10 páginas sin parar de hablar”. Ahora tengo que aprender a que en mi trabajo haya calma, haya juego, que cuando digan “¡Acción!” yo esté preparado para la aventura. Todo eso es lo que te enseñan en primero de escuela. Pues 30 años después estoy como en primero, pero ahora sé lo que no hay que hacer. Y lo que sí hay que hacer me gusta mucho. Lo tienes que gozar. Hace años aprendí cosas muy interesantes en terapia.
– ¿Por qué fue a terapia?
– Esas son cosas muy íntimas. ¿Por qué vas? A terapia uno va fundamentalmente para ser mejor persona [risas]. Una amiga íntima me pilló llorando en un camerino y dio el paso de decirme: “Perdóname por meterme en algo que no me incumbe, pero creo que necesitas ayuda”. Yo le contesté que sí. Fui durante cinco años, y aunque fue duro, me sentó de lujo. Conseguí quitarme muchos miedos y aprendí a quererme más. Seguramente pensarás que los actores nos queremos mucho, que somos unos putos ególatras, pero eso no es quererse mucho. Yo decía: “Detesto a esta persona”. Y el terapeuta me respondía: “Está muy bien detestar, del mismo modo que está muy bien amar”. ¡Qué liberación! En ese momento me influía mucho la opinión de la gente sobre mi trabajo, había muchas voces alrededor, y me dijo una frase maravillosa: “Estar pendiente de la opinión de los demás te empobrece”. Eso me noqueó.
– ¿Le sorprende haber llegado donde ha llegado?
– Debo haber tenido una ambición inconsciente que me ha manejado en lo profundo. Me gusta mucho ponerme al servicio del director y me encanta mi trabajo, aunque lo paso muy mal cuando no funciona o cuando elijo algo que no sé hacer. En esos momentos quiero dejar la profesión. Mi “No puedo hacerlo” más fuerte fue el de Hable con ella. Estaba haciendo 7 vidas, era un actor de comedia, y en esas me llamó Pedro Almodóvar para decirme: “Tengo esto”. Lo primero que respondí fue: “¿Pedro qué?”. No daba crédito. Descolgué los teléfonos y leí la historia. Pensé: “¡Qué barbaridad!”. Acabé llorando en mi casa. Recuerdo que abrí las ventanas pese a que llovía. Sabía perfectamente que yo eso no lo sabía hacer. Ni lo olía. Llamé a Almodóvar y le colgué porque me eché a llorar. Cuando volví a llamarle se estaba riendo. “¿Ya estás mejor?”, me preguntó. Yo le expliqué: “Es que esto es maravilloso, pero te tengo que decir algo importante: esto no lo sé hacer”. Y recibí entonces la respuesta más bonita del mundo, por la que tuve que decir que sí, aunque en el fondo no tenía ninguna duda: “No te preocupes, yo sí sé”.
– Menos mal que no ha dejado el oficio.
– Cuando empecé una profesora me dijo: “Puedes hacer un buen trabajo en el teatro porque tienes movimiento y te manejas bien en el escenario. En el cine y la televisión no te irá bien porque tienes los ojos muy pequeños y tu pelo…”. Lo entendí, no me supo mal. Quería ser un actor de teatro, vine del pueblo para estar en una compañía. Los primeros años fueron así y estaba feliz. El audiovisual era una cosa impensable para mí, como si se necesitaran otros estudios para eso. A medida que llegaba, no me lo creía.
– ¿Cómo le reciben cada vez que vuelve a Albelda de Iregua?
– Los del pueblo son preciosos. Allí soy el hijo del labrador. Lo que más me ilusiona de todo lo que me está pasando es que ¡hay tres chicos de mi pueblo estudiando Arte Dramático en Madrid! El otro día quedé con ellos, después de decirles: “Quiero conoceros ¿Quién coño sois? ¡Sois mis hijos!” [risas]. Luego pensé: “A ver si quieren conocerme, igual les parezco un actor de mierda” [risas]. Ellos no habían nacido cuando me fui de allí.
– ¿Cómo lleva la edad?
– Bien, salvo cuando mi hija me toca la cabeza y dice: “Papá, no hay pelo”. Y cuando me ofrecen papeles de abuelo digo: “¿Ya?”. Pero he hecho cosas muy bonitas en los últimos años, he salido fuera, he rodado en inglés, en italiano, en latín, he puesto acentos imposibles… Me atrevo con todo, me siento bien. Es un buen momento para aportar calma y experiencia. Hacer películas siempre es un reto: te metes unas hostias como vayas confiado… Si piensas que será fácil, el trastazo que te pegas es impresionante.
– ¿Con qué se queda de sus trabajos en el cine?
– Que las películas nos sirvan para recordar cómo lo pasamos. “Esa película te cambió la vida”, dicen. Pues no: la película es lo que esta ahí, pero lo flipante es lo que está detrás. Y yo no quiero olvidarme de eso. Hay cosas que no enseñan en ninguna escuela de Arte Dramático: esta profesión es muy bonita si la disfrutas, si juegas, si no envidias, si vas con la prisa justa. Haz lo que te dicen, estudia, memoriza, apréndete el guion como el puto padrenuestro, no te tropieces con los muebles, sé buen compañero, repasa tu texto continuamente, compórtate bien, sonríe, no pienses que tienes las llaves de nada, las películas son de los directores y tú eres un buen engranaje de una cadena preciosa, ponte a disposición del resto, disfruta de este puto camino maravilloso. No has venido a alterar el mundo de nadie, pero si estás donde tienes que estar, tu vida va a cambiar, tu mundo va a cambiar. Y no hay mejor tren que una profesión en la que estás sensible, frágil, en la que cuando conoces tus miedos te haces más fuerte. Eso es lo que te gustaría que te dijeran desde el principio.
– ¿Qué ilusión tiene de cara al futuro?
– Yo no quiero llegar a ningún sitio, lo que quiero es gozarme los viajes. A mí no me importa dónde, me importa con quién. Me da igual que sean las personas más talentosas y brillantes del mundo, lo que me apetece es que sean buena gente y que en el viaje defendamos una cosa en la que el director confíe. La panacea ha sido El olvido que seremos. Nos sucedieron cosas íntimas. Yo estaba repasando el guion vestido de mi personaje y vi a un matrimonio de unos 45 años mirándome. De repente el tipo se me acercó y me preguntó: “¿Te puedo abrazar?”. Se quedó cinco minutos llorando en mi hombro. Me mojó. Y luego me susurró: “Abuelo, nunca me pude despedir de ti”. Mi esposa en la ficción me explicó que aquel hombre era nieto del doctor Abad, mi papel, al que asesinaron cuando él tenía 12 años.