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03-08-2021

EFEMÉRIDES

 

Grandeza y huella
del cómico total


En el centenario del nacimiento de Fernando Fernán Gómez, recordamos al actor, director y hombre de letras, figura fundamental de la cultura española del siglo XX

 

 

JAVIER OCAÑA (@ocanajavier)

El nuestro es un país tan extraño que las dos mejores películas de uno de sus más grandes genios del cine, el teatro, la literatura y la televisión, nombre fundamental de la cultura española del siglo XX, fueron sendos fracasos en su día. Dos películas malditas, dos obras maestras, que tardaron años en poder estrenarse, El extraño viaje y El mundo sigue, que debieron esperar años en el primer caso y décadas en el segundo para que fueran valoradas como sendas cimas del arte y de la sociedad de su tiempo. Dos títulos que, aún hoy, pese a su consistencia crítica dentro del círculo más cinéfilo y de especialistas, continúan sin ser lo que debieran: patrimonio popular a la altura de El verdugo y de Los santos inocentes, de Atraco a las tres y de Mujeres al borde de un ataque de nervios. Cimas, estas sí, ampliamente conocidas y disfrutadas por la inmensa mayoría del gran público.

 

La obra de Fernán Gómez (Lima, Perú, 28 de agosto de 1921 - Madrid, 21 de noviembre de 2007) como intérprete, director de cine y de teatro, novelista, poeta, ensayista, articulista y dramaturgo, como hombre de letras y ciudadano del pueblo, resulta inabarcable. Su voz rotunda, descubierta para las tablas por otro grande, Enrique Jardiel Poncela, resonó durante casi 70 años de la vida de este país. Desde su debut en 1940 con Eloísa está debajo de un almendro, la delirante maravilla de Jardiel, en el Teatro de la Comedia de Madrid, hasta su papel en Mia Sarah, comedia romántica de Gustavo Ron, del año 2006, su último trabajo en cine, estrenado apenas unos meses antes de su fallecimiento.

 



 

En principio se le asoció principalmente a la comedia o a personajes cómicos en películas más dramáticas, y en este sentido el paradigma sería su papel en la formidable Los ojos dejan huellas (José Luis Sáenz de Heredia, 1952). Más tarde, en todos los géneros y estilos. Hasta 180 películas. Con pocas lagunas, aunque el propio Fernando contaba que, en los años sesenta, justo después de rodar El mundo sigue y de su injusto varapalo personal y artístico, se produjo un momento difícil en su carrera, con muchas dudas, tanto en su faceta de actor de cine como en la de director. Ahora puede parecer increíble, pero contaba él mismo que a lo largo del año 1964 no recibió ni una sola oferta de trabajo como intérprete. Y es cierto que, repasando su filmografía, mientras en los años cuarenta (El destino se disculpa, Domingo de carnaval, Botón de ancla, Vida en sombras…, en esta, junto a la que fue su mujer y madre de sus hijos, María Dolores Pradera) y en los cincuenta (El último caballo, Balarrasa, Esa pareja feliz, El inquilino…) no paran de llegar los grandes títulos, en los años sesenta hay menos proyectos atractivos en su filmografía como actor (si acaso, Ninette y un señor de Murcia, dirigida por él mismo). Sin embargo, en los setenta el cine de autor y vanguardia, el más atrevido y el más insólito, volvió a echar mano de su brío: Ana y los lobos, El espíritu de la colmena, El anacoreta… Y ya no paró, con Maravillas y Stico, entre otras, en los ochenta; Belle époque, El abuelo, Todo sobre mi madre y La lengua de las mariposas, en los noventa; y En la ciudad sin límites, ya en el nuevo siglo. Todo ello, claro, sin contar las películas dirigidas por él y con él como estrella (El malvado Carabel, Sólo para hombres, La vida por delante, ¡Bruja, más que bruja…!, El mar y el tiempo), además de los innumerables papeles en televisión (El pícaro, Fortunata y Jacinta, Los ladrones van a la oficina) y teatro (El caso del señor vestido de violeta, La sonata a Kreutzer, Un enemigo del pueblo).

 

Nieto no reconocido de María Guerrero

Hijo extramarital de la actriz Carola Fernán Gómez, con el estigma que en aquellos tiempos tenía tal situación, Fernando supo, sin embargo, quién era su padre y llegó a conocerlo en el año 1940, situación que describió con su habitual sorna y ausencia de gravedad en sus memorias, El tiempo amarillo: “No fue conmovedor el trance. Me chocó que fuera más bajo de lo que parecía en el escenario y de lo que yo esperaba. También que tuviera tripita y una calvicie bastante pronunciada. No se correspondía aquella presencia con lo que yo habría elegido para un padre, y para un padre misterioso”. Ese actor era Fernando Díaz de Mendoza y Guerrero, hijo de la mítica actriz y empresaria teatral María Guerrero, que fue precisamente la que impidió que Carola y su hijo se casaran. Un dato insinuado por Marcos Ordóñez en La ronda del Gijón, y confirmado y desarrollado por Rosana Torres en un artículo en El País dos días después de la muerte del actor, con el beneplácito de Emma Cohen, su viuda, con la que se casó en el año 2000 tras mantener una relación desde la década de los setenta.

 

'El viaje a ninguna parte' y, a la derecha y en blanco y negro, 'Los ojos dejan huellas'


 

El segundo estigma ante el que siempre se rebeló Fernán Gómez fue el del maltrato del actor. Su habitual desconsideración por parte de esa parte de la sociedad que nunca entendió, ni entonces ni quizá ahora, la libertad intrínseca de la labor y de la vida de los cómicos. Una situación que podría resumirse con uno de los mejores pasajes de su desternillante libro ¡Aquí sale hasta el apuntador! Las anécdotas del teatro, editado por Planeta. Cuenta Fernán Gómez que un mal cómico “oía silbar cada día una perorata suya en una obra dramática”. Y un día que “el pobre infeliz” ya no pudo aguantar más, cuando empezaron los silbidos se adelantó a las candilejas y dijo: “Respetable público, si no dejan de silbar y no aplauden, lo repito”. Entonces recibió una gran ovación. Es una tesitura que clava también, esta vez en estilo grave, con el monólogo de El viaje a ninguna parte (1986), con la que ganó el primer Goya a la mejor película, recitado con emoción infinita por José Sacristán y escrito y visualizado por el propio Fernán Gómez como guionista y director, en el que se preguntaba “dónde está el maná de los cómicos” y por la tierra en la que cae, ya que los cómicos no son “de ninguna parte”. Eso, antes de apelar a que la gente “necesita reírse” y que son ellos los que les llevan el regocijo.

 

Fernando cuenta en sus memorias que se hizo director para aprender el oficio, ya que al trabajar como actor desde joven no tenía tiempo ni para empezar desde abajo como técnico ni para aprender en una escuela oficial. Y lo cuenta de una forma tan desinhibida, tan sin darle importancia, que encaja muy bien tanto con la forma un tanto deshilvanada de algunas (pocas) de sus películas como con la audacia narrativa demostrada en otras, atreviéndose a recursos y ejercicios de puesta en escena y montaje inimaginables para otros directores más ortodoxos: las voces en off con monólogos interiores y los pensamientos de varios personajes en El mundo sigue; el montaje vacilante en una secuencia de La vida por delante, donde Pepe Isbert interpreta a un tartamudo que cuenta un accidente de coche ante el juez, y ante cada resbalón y repetición posterior en el discurso del personaje, el montaje también se entrecorta, volviendo atrás cuantas veces se atranca el personaje; la habitual narración directamente a cámara del protagonista, hablando con el espectador, al estilo de Alta fidelidad o House of cards; y también su profunda heterodoxia en la mezcla de géneros.

Inolvidable, como en tantas cintas, también en 'El abuelo', de José Luis Garci

 

Dos veces mejor actor en el Festival de Berlín (por El anacoreta y por Stico), premio de honor de la Berlinale en 2005, ganador de seis Goyas (guion original y director, por El viaje a ninguna parte; actor protagonista, por Mambrú se fue a la guerra y por El abuelo; actor de reparto, por Belle époque; y guion adaptado, por Lázaro de Tormes), además de académico de la Lengua desde 2000, Fernando fue un hombre de alta cultura que practicó varias artes, pero al mismo tiempo un ilustre defensor de un término mucho más sencillo: el de cómico. Su personaje en El viaje a ninguna parte había nacido en una carreta de cómicos de la legua. Él lo hizo en Lima, porque su madre estaba de gira con su compañía teatral. Su destino, incluso por la escondida parte paterna, era la de ser aquello que le definía mejor. Y, parafraseando a su personaje en El destino se disculpa, nunca tuvo que pedir perdón por ello. Quiso vivir y fallecer en libertad. Una bandera anarquista cubrió su féretro a la hora de su muerte, y sus compañeros de profesión leyeron poemas en el Teatro Español, convertido en capilla ardiente, antes de otorgarle una ovación. La última, legando no un estigma sino una huella.

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