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16-10-2017

 
Jesús Bonilla
 
 
He actuado en una carretera porque era el único lugar llano del pueblo
 
 
 
El exitoso actor cómico, bromista forjado en las tablas, madura ahora nuevos proyectos después de 40 años de trabajo sin pausa
 
 
EDUARDO VALLEJO
Jesús Bonilla quizá no sea el más joven ni el más guapo, pero es uno de los actores más solicitados de este país. Un pequeño rey Midas de las teleseries que ha conquistado a la audiencia en la piel del refunfuñón ibérico, tozudo pero de buen corazón, en títulos tan emblemáticos como Los Serrano o Chiringuito de Pepe. Es de los pocos que puede permitirse crear una idea, llamar a las puertas de una cadena y que le desplieguen la alfombra roja.
 
   “Desde que salí de la Resad a finales de los setenta no he parado de trabajar, y sigo disponible, pero ahora estoy más de observador. Brecht decía que la distancia es buena para el actor”, explica con una sonrisa que no abandonará hasta el final de nuestra charla. Bonilla es de los que tienen siempre la sonrisa medio llena.

   Los que crecían en la milagrosa España del 92 lo recordarán como el Popi (Popeye), compinche de Andrés Pajares en Makinavaja, el último choriso. Bonilla no podía salir por su barrio sin que los quinceañeros lo asediaran pidiéndole autógrafos. De ahí en adelante encadenó éxitos en series de ambientación familiar y laboral, desde Querido maestro (1997-98), Periodistas (2000-02), Los Serrano (2003-08) o Chiringuito de Pepe (2014-16). Hay una generación de mediana edad que se hizo mayor con él de la mano. Pero antes de llegar a ese punto pasaron muchas cosas.
 
Infancia en Las Vegas
– ¿Eran los Bonilla gente con tradición farandulera?
– Para nada. Crecí en Las Vegas de San Antonio, cerca de Talavera de la Reina, un pueblo creado por el Instituto Nacional de Colonización en 1955, cuando yo nací. Eran municipios que fundaba el Ministerio de Agricultura para dar tierras a gente necesitada. Mi padre tenía todo lo que no era agrícola: el bar, el estanco, el cine...
 
– Ajá, el cine. Ahí tiene un precedente.
– Pues tal vez. Me veía un par de películas cada semana. Y pasaba mucho tiempo viendo montar las bobinas, enlatarlas, desenlatarlas, rebobinarlas... Las veía todas, así que algo quedó. Pero no tuve una vocación sólida hasta que con 16 años empecé a ver Estudio 1 los viernes en la tele. Al poco me mudé a Madrid e iba a todo el teatro que se hacía en la ciudad, generalmente con entradas de clac de 50 pesetas. También me aficioné a ir al TEI de la calle Magallanes en la época de William Layton.

– ¿Y eso que dicen sus biografías de que estudió Químicas?
– Ese dato está mal. La idea era esa, pero como me gustaba el teatro, me presenté sin esperanza a los exámenes de ingreso en la Resad. Asombrosamente, pasé las pruebas. Identifiqué a los autores que se escondían detrás de unos pasajes de dos o tres líneas: cosas de Lope, Calderón y Cervantes. A todos los había leído. Luego hice un monólogo de Las moscas, de Sartre; recité la Elegía de Miguel Hernández e improvisé una historia del mundo en pantomima, casi sin preparar. Y nada más acabar la escuela me enganché en una compañía independiente.
 
– ¿Cómo era aquel teatro independiente?
– Maravilloso. Yo he actuado en la carretera porque era el único lugar llano del pueblo, teniendo que desmontar porque venía el ganado de los pastos. También lo he hecho con el decorado atado a un banco de la plaza y sin tablas a las que subirnos, en bares, en los coches de choque de la feria. Cargábamos, descargábamos, cosíamos trajes... Todos hacíamos de todo.
 
– Después debutó en el teatro comercial con Esta noche, gran velada. Actuaba junto a Jesús Puente y Santiago Ramos. ¿Qué recuerda de aquello?
– Fue en 1983, en el desaparecido Teatro Martín de Madrid. Santiago hacía de boxeador y yo de sparring. Al día siguiente del estreno solo había siete personas en el teatro: mi hermana, dos vecinas y cuatro más. Creo que ninguna de pago. Todos pensábamos que sería un desastre. A los pocos días se llenó y duramos hasta que, por ley, podía estarse en un teatro sin aire acondicionado.
 
– En 1985 se convirtió en el Jaimito de Bajarse al moro, un taquillazo de la época.
– Yo había alucinado en Esta noche, gran velada, porque notaba el calor del público cuando salía a saludar individualmente. Pero con Bajarse al moro sentí la certidumbre de que aquello no era una casualidad, de que yo valía para la interpretación. Si hubiera empezado en el cine o en la televisión, jamás habría tenido esa seguridad.

Rían, por favor
Suena el teléfono. “Sí, dime... ¡Pues vente para acá! Estamos en el 8 ½, enfrente de los cines”. Es Janfri Topera, actor veterano al que pueden ver de capataz de obra en Abracadabra (Pablo Berger, 2017) y buen amigo de Bonilla desde los tiempos de la Escuela de Arte Dramático. Topera emprende la marcha al otro lado de la línea y nosotros continuamos.
 
– En 2003, justo antes de reventar cotas de popularidad con Los Serrano, produjo y dirigió su propio filme: El oro de Moscú. ¿Cómo le dio por ahí?
– Aprendí mucho de directores como Ricardo Franco, con quien había hecho una buena amistad, quizá porque le decía todas las verdades y barbaridades que nadie se atrevía a decirle. Cuanto más quiero a alguien, peor lo trato. Eso se lo puede confirmar Resines.
 
– ¿A qué se refiere?
– Soy algo gamberro. Disfruto gastando bromas a los compañeros. Santiago Ramos una vez me quiso matar porque en todas las funciones le hacía reír. Yo estaba de espaldas al público y podía hacerle monerías con la cara sin que me viera nadie. O cambiarle frases o tonos.
 
– ¿Alguien le ha pagado con la misma moneda?
– Nadie. Creo que no se atreven.
 
– ¿Ni Resines?
– Resines el que menos. Es un castillo de naipes: lo tocas y se derrumba de la risa.
 
– ¿Qué tal se convive con el arquetipo del brutote algo cándido que encarna en la pantalla?
– Convivo perfectamente con él. Sé que me contratan sobre todo para hacer papeles cómicos, aunque no solo. Fíjese en Historia de 2.
 
   Se refiere a la obra dramática de Eduardo Galán, estrenada en 2012, con la que el actor volvía al teatro después de 20 años. Pero para Bonilla hay algo más importante que el tipo de papeles que hace.
 
– Puede que esté encasillado en ese tipo de personaje, es cierto, pero a mí no me importa. Lo que me gusta es el éxito, que la gente se divierta, se lo crea y aplauda. Si eso pasa con la comedia, pues perfecto, se cumplió la misión. María Luisa Ponte me achacaba en Bajarse al moro que me gustara jugar con los tonos para sacar más risas. Eso a ella le dejaba descolocada. El teatro es algo vivo. Si el público ríe, bien; si se desternilla, mejor. Yo he llegado a reírme de mis propias improvisaciones.

Ay, el cine español
– Hoy algunos todavía piensan que nuestro cine está estigmatizado. ¿Qué cree usted?
– Le soy sincero: miro las cifras de recaudación y se me cae el alma a los pies. Solo tenemos uno o dos títulos para competir de verdad con la industria de EEUU. Sufro mucho con eso y estoy muy mosqueado con los políticos.
 
– ¿Por qué?
– Pasa como con el submarino. Unos burócratas mediocres de los que hoy nadie se acuerda despreciaron en un ministerio el invento de Isaac Peral. Pues con nosotros es lo mismo: “¿Los cómicos? ¿Qué van a hacer estos por el país? ¡Bah!”. Nadie se toma en serio el cine que se hace y no existe una voluntad política de reflotar nuestra industria, que tiene un potencial enorme. Me da lástima, porque hay cantidad de realizadores jóvenes con talento que compiten en una clamorosa inferioridad de condiciones.
 
   Bonilla se muestra genuinamente apenado por el estado de la cuestión y defraudado por lo que califica como “falta de aprecio por nuestra cultura”.
 
– Mire, el mundo lo rigen abogados, contables... y ahora también politólogos. Me salí dando un portazo de una reunión con Javier Solana, el ministro socialista de Cultura, porque tuvo las narices de decir: “No se quejen, que son ustedes unos privilegiados”. Yo no quiero cultura teledirigida ni teatros controlados. Den medios y libertad a los creadores, y habrá industria y progreso. Pues esa es mi lucha. La mía, no el libro de Hitler.

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