El suyo es uno de los rostros inconfundibles de nuestro cine y de nuestra televisión. De esos que hacen girar la cabeza y despertar sonrisas a su paso, aunque este ya sea vacilante. Los 90 años que cumple Jesús Guzmán este 15 de junio se notan inevitablemente en sus andares torpes y a la hora de echar mano de nombres, títulos y fechas en su memoria algo nebulosa; pero no en su locuacidad y en su voz poderosa y clara, capaz aún de sobreponerse al fragor de las conversaciones en una cafetería a la hora del desayuno. “Hoy hay más gente aquí. Se nota que se han enterado de que venía yo”. El sentido del humor y la simpatía es otro de los rasgos frescos y joviales en Guzmán, uno de los decanos del gremio de actores españoles y, probablemente, el de trayectoria más extensa.
Su participación en 155 películas y en más de 300 comedias, aparte de en varias decenas de revistas y series de televisión, adornan una carrera de 81 primaveras. Porque Guzmán comenzó a trabajar, con 9 años, en la compañía teatral de sus padres. “Siendo hijo, nieto y biznieto de actores, estaba condenado a ser actor. Y de ellos lo aprendí todo”, explica el intérprete madrileño, que siempre ha sentido una especial admiración por su madre, la intérprete sevillana Aurora Gareta: “Era una actriz magnífica, completísima. Lo mismo te hacía de baronesa que de Morena Clara, pero en todos sus papeles era auténtica”.
El recuerdo de su madre abre la ventana a un mundo perdido de giras fijas por pueblos y ciudades, de varias funciones diarias y de repertorios repletos de piezas de los Quintero y Muñoz Seca, donde el niño Jesús Guzmán hacía, cómo no, todos los papeles de niño y luego de jovencito. Y ya entonces aprendió, siguiendo el ejemplo maternal, que la clave de este oficio es sencilla y, a la vez, honda y compleja: “La mitad del personaje te lo tienes que creer y la otra mitad tienes que ser tú”. De ahí que siempre le hayan tirado los personajes cómicos y simpáticos. “Me gusta caer bien a la gente; cuando me ha tocado hacer un papel más dramático o más desagradable, no me he sentido bien”.
Como ejemplo de aquel mundo remoto de los teatros de provincias y las tournées sin fin, Guzmán evoca con gracia a los apuntadores encerrados en sus conchas al pie del escenario, dictando el texto durante la función. “Era una figura muy importante y había que saber apuntar. Estando con la compañía de Antonia Garisa, haciendo una obra con la que llevábamos tres meses, el apuntador me dijo: ‘Oye, Guzmán, a ver si te aprendes el papel de una vez’. Y yo le respondí: ‘¡Pero qué dices, hombre! Mira, en la función de mañana no me apuntes y verás si me lo sé’. Y así hicimos, pero fue salir al escenario, dejar de apuntarme y me quedé en blanco. Al final de la función, tuve que darle las gracias. ‘¿Ves como no te lo sabías? Lo que pasa es que yo apunto muy bien y tu escuchas mejor’. Y es verdad, de oído siempre he ido fenomenal”.
Tras dedicar toda la juventud al teatro, la televisión fue su siguiente paso. Se convirtió en uno de los actores españoles pioneros en la pequeña pantalla, antes incluso de que existiera televisión en nuestro país. Fue en Puerto Rico, allá por 1954, durante una de sus giras americanas enrolado en compañías de teatro, donde participó en sus primeras producciones televisivas. Y dos años después formó parte de las emisiones fundacionales de Televisión Española desde el Paseo de la Habana.
En aquel mismo 1956 también debutó en el cine con Manolo, guardia urbano, al lado de los inolvidables Manolo Morán y Tony Leblanc. Y su carrera se centró entonces en los trabajos para la gran pantalla, con intervenciones en los títulos más populares de aquella época. Tres de la Cruz Roja, Atraco a las tres, La gran familia, Historias de la televisión o Sor Citroën son solo algunos de los más conocidos en una época donde llegó a participar en más de media docena de películas al año. Aunque lleva a gala haber hecho más secundarios que protagonistas: “Me joroba que digan que soy actor de reparto. No señor, yo soy de lo que me llamen. Yo siempre he dicho sí a lo que me han ofrecido, porque tenía una familia con cuatro hijas a las que sacar adelante. Nunca he dicho que no a nada, quería trabajar y punto”.
Personaje de monumento
Convertido en un fijo de los elencos en el cine de los sesenta, a comienzos de los setenta le llegó la oportunidad que le cambió la vida cuando el gran Antonio Mercero le ofreció el papel del cartero Braulio para Crónicas de un pueblo. “Nadie se esperaba que aquella serie tuviera tanto éxito. Y yo tampoco me podía esperar que de todos los personajes y los grandes actores que había en ella, la gente se quedara con el cartero. Pero todavía hoy, pese a todas las películas y el teatro que he hecho, me recuerdan por eso”, cuenta Guzmán, que incluso inauguró monumentos dedicados a su personaje.
También aprovechó el arrollador éxito de la serie para montar su propia compañía de teatro, con la que giró por España durante 14 temporadas. Y no ha dejado de hacer televisión ni cine, con presencia en series de gran éxito (Farmacia de guardia) o en películas como Ocho citas o El gran Vázquez. Solo hace unos meses decidió poner punto y final con su papel en la película Los del túnel, de Pepón Montero. “Acabé hecho polvo y además mi memoria ya es muy frágil. Los compañeros y la gente me dicen ‘Jesús, estás fenomenal’ y yo les digo ‘Qué va, estoy fatal, lo que pasa es que soy muy buen actor”, asegura entre risas. Y añade: “Si naciera de nuevo, volvería a ser actor pero trabajaría menos. Me he perdido muchas cosas de mi vida y de mi familia por hacerme un nombre empezando de cero, sin que me conociera nadie”.
Una habitación repleta de trofeos le recuerda en su casa el reconocimiento de la profesión a su labor, un gremio por el que siente el mayor de los orgullos. “En España hemos tenido a actores y a directores magníficos, de los mejores de mundo. Lo que pasa es que –al menos antes, no sé ahora– se valoraba más lo de fuera. Vamos, que había que llamarse John Smith para que te hicieran caso”.
No obstante, su mayor premio es percibir el cariño de la gente. Desde el camarero que le sirve su bombón en la cafetería abarrotada hasta los vecinos que le saludan por la calle de vuelta a casa. “A otros compañeros les molesta que la gente les reconozca y les hable por la calle. Sí, es un poco cansado. En mi caso también es pesado que muchos me sigan hablando del cartero, cuando he trabajado en tantas otras cosas. Pero a mí me encanta: es maravilloso que la gente se acuerde de uno”, cuenta mientras toma asiento en un banco para las últimas fotos de la entrevista. A pocos metros, un bus de la EMT hace parada y sus pasajeros no pierden ripio de la sesión fotográfica con las sonrisas en las caras. Entre los que bajan destaca una pareja de mediana edad. “Mira, ahí está el cartero de Crónicas de un pueblo”, le susurra él a ella.