Jonás Trueba
“No me apetece contribuir
a la glamourización
constante del cine”
Cineasta artesano. Iluso por convicción. Amigo de sus compañeros de rodaje. Guionista a varias manos de 'Volveréis', su último estreno. Hijo de realizador y productora, lo lógico es que este madrileño de la cosecha del 81 sea multifacético. Apenas lleva tres lustros dirigiendo, pero sabe y escucha mucho
JAVIER OLIVARES LEÓN
Fotografía: Enrique Cidoncha (@enriquecidoncha)
Su octava película, Volveréis, llegó a la cartelera espoleada por un premio en Cannes (Francia), país donde Jonás Trueba siempre suscitó interés y expectación. Es la historia de una pareja que decide hacer una fiesta de despedida a su relación. La idea es una reflexión de sobremesa de Fernando Trueba, al que dirige como actor en la película. A sus 42 años, el hijo y colega de Fernando (y Cristina, a la que reivindica en esta charla) y sobrino de David es el inquilino más joven en la historia de la sección Grandes directores. Además de sus méritos técnicos y narrativos, está aquí por su personalísima vocación cinéfila: la de alguien que incluso aprovecha material de películas antiguas para rodar Los ilusos, que ahora quiere reestrenar. Así se llama su productora, donde tiene lugar este encuentro con ACTÚA. Y así se define también su filosofía. Pareja de la actriz Itsaso Arana ‒protagonista de Volveréis‒, escribe con ella los guiones.
Obtener un premio antes del estreno, ¿supone presión o más bien tranquilidad?
Claro, notas que se genera un mayor interés, hay un mayor foco sobre ti, y eso siempre me incomoda. Yo soy una persona que preferiría pasar discretamente por la vida. No tengo especial ansiedad, digamos, por aparecer en los medios. Más bien al contrario. Siento que hacemos demasiadas entrevistas, que se nos da demasiado lugar en los medios y eso siempre me provoca un conflicto. Pero todo premio tiene una contrapartida: hace que la película se vea más, y eso sí me gusta. La película, de pronto, se ha vendido a más países europeos.
Porque el premio era sobre todo para distribución, ¿verdad?
Exacto. Fomenta la distribución europea de la película, lo que incentiva a los cines europeos a programarla. Y, efectivamente, se ha traducido en más ventas a distribuidoras europeas. Pero lo que tiene que ver con una mayor exposición para mí o una mayor atención sobre mí... No me apetece, en la medida de lo posible, contribuir más a esta especie de glamourización constante del cine español, de convertir el cine en una especie de competición permanente. Es una especie de temporada de premios constante. Y eso acaba afectando a la mayoría de los creadores, a los actores, a los directores, a los productores, que están demasiado pendientes de eso. Es contraproducente para crear, para la tranquilidad y para la incertidumbre con la que uno debería hacer las cosas.
El hecho de que haya mayor distribución, ¿le obliga a ir a más países?
Sí, pero fíjate, incluso eso tampoco me gusta. Miro con asombro a algunos cineastas que conozco y se pasan todo el día viajando a festivales por todo el mundo. Y lo miro como con terror. Es un gran privilegio viajar, pero hacerlo por defecto, y que tu vida se convierta en ir adonde te llaman, me parece un poco extraño. Ya no decides tú. Basta con que, a alguien, por muy majo que sea ‒de una distribuidora, de un festival en no sé dónde‒ se le ocurra invitarte para dejar lo que hayas decidido hacer allí donde vives. Yo intento ser responsable y coherente con el trabajo. Por ejemplo, si te escribe una nueva distribuidora alemana que ha comprado la película y te explica que va a hacer un esfuerzo, tienes que ir a apoyar eso. Pero hay que encontrar la medida de las cosas, no dejarse arrastrar por una inercia, que de pronto te descuidas y se convierte en tu vida.
¿Qué tal el trabajo de guion de Volveréis a seis manos?
Para mí es una decisión muy natural. Va muy ligada al deseo de hacer la película, el deseo de hacerla con [los actores] Itsaso Arana y Vito Sanz, de escribirla con ellos. Eso lo tuve claro desde el primer momento.
¿Y los actores?
Ellos también, pero al principio… Son humildes, y no se consideran unos guionistas profesionales, aunque ambos tienen detrás mucho trabajo como creadores. Tanto Vito como Itsaso han escrito sus propias obras de teatro desde jóvenes. O sea, que les resulta bastante natural. Con Itsaso [pareja de Trueba en la actualidad] ya había escrito La virgen de agosto. Para mí no era algo tan raro. Y me parece que ese proceso de escritura de los tres es, en realidad, una prolongación o una anticipación de lo que va a ser el proceso en rodaje, su trabajo como actores y el mío como director. Yo siento que los estoy dirigiendo desde la escritura del guion.
Ya ahí se dibuja la interpretación, claro.
Exacto, pensamos en cómo vamos a trabajarla, cómo vamos a hacer la película. Lo raro es que no se haga más este tipo de cosas. Que los directores no se animen a implicar a los actores más veces en la escritura y en todo el proceso. Estamos quizá demasiado compartimentados. Me parece que el actor solo llega al personaje cuando ya está perfectamente escrito, y lo tiene que ejecutar tal y como está escrito. Me parece triste esa manera de proceder.
Pero en este caso, son muy colegas los tres.
Sí, y es cierto que quizá no todos los actores se animan o pueden hacerlo. Pero todos podrían si se pusieran, por supuesto. Los actores son gente muy sabia. Me gusta escucharlos y leer entrevistas con ellos, porque no se les suele dar esa importancia. Se les da portadas, titulares..., pero no es fácil encontrar las reflexiones sobre su oficio. Y son los que verdaderamente hacen las películas y las obras de teatro. Es un oficio al que le tengo mucho respeto. He conocido a muchos intérpretes, tengo muchos amigos ‒también gracias a mi familia‒ de una estirpe muy larga de intérpretes españoles. Y considero que desde los medios de comunicación se les juzga muy precipitadamente, con muchos clichés y de manera muy superficial.
Será porque resulta obvio que son un pilar fundamental.
Hago las películas fundamentalmente con los actores, y con otro tipo de colaboradores como el director de arte, el director de fotografía o la montadora, que son fijos también y crean las películas conmigo. Pero el actor es quien aporta, quien arriesga más, quien se pone ahí delante y trae inevitablemente más cosas a la película, aunque para empezar sean las más evidentes y superficiales, como su cuerpo, su cara, sus ojos, su voz… Pero también, su bagaje, su experiencia, muchas cosas. Que están ahí, sin duda.
¿Tenemos culpa los medios de esa omisión de méritos?
A veces lo ves en los textos sobre películas o críticas en los que nunca se habla de los actores, de la interpretación. Como mucho, “fulanito (interpretado por…)”, “película magnífica, excelente…”. Y punto. ¿Por qué? Porque no hay esa tradición, porque no se sabe o no se quiere pensar, no lo sé. Desde luego, el oficio de la interpretación es muy misterioso y no resulta fácil de abordar, de profundizar. Sobre todo, cuando no lo entiendes. A veces solo se emiten juicios fáciles y rápidos.
Las personas de su reparto agradecerán trabajar con usted.
Es que siento que con los actores con los que he tenido la suerte de trabajar en mis películas, a veces se les da por hecho. Parece que estuvieran ahí como si formaran parte de un paisaje, como si estuvieras filmando un paisaje y fueran arbolitos. Nadie se pregunta cómo han crecido, por qué son así, qué forma tienen. También creo que yo hago un tipo de películas donde las interpretaciones son más sutiles, no sé cómo decirlo. Pero no pasan por un método interpretativo que tiene más que ver con la transformación, con una espectacularidad del oficio. Que ya sabes que es lo que suele destacar más, que suele ser lo que se premia de nuevo. Siempre es el trabajo más espectacular, el que suele tener que ver con la transformación, con el sudor. Y en cambio, en estas películas hemos visto que se los da por hecho, por descontado. Es curioso, y es algo que me perturba bastante. Quiero decirlo ya que hablo en una revista que es fundamentalmente de la profesión de los actores.
¿Itsaso, Arana y usted discutían mucho en el proceso de guion?
Discutimos mucho, sí. Yo asumo la dirección del guion. Desde el momento en que les propongo “vamos a contar esto” o “vamos a partir de esta premisa o esta anécdota”. A partir de ahí, tanto Itsaso como Vito hacen el viaje entero conmigo de pensar la película, casi de principio a fin, de levantarla, de estructurarla. Me encantaba... Antes teníamos aquí [en la sede de su productora] una pizarra, hemos estado aquí días y noches, los dos pensando la estructura de la película, pensando el esqueleto. Ni siquiera los diálogos o sus personajes, que también. Creo que ahí aportan muchas cosas. Y no solo en ese momento de lo que podríamos llamar la escritura del guion, sino luego hasta el rodaje mismo. Y lo más importante es eso que decía Rafael Azcona de “hablar el guion”. No es tanto teclearlo, porque eso está un poco sobrevalorado: lo importante es hablarlo mucho. Ponerlo mucho en voz alta, en palabras, hacer muchas hipótesis, plantearse “¿y qué pasaría si esto no sé qué?”, divertirse, especulando sobre por dónde te puede ir la película. Porque una escritura se puede ir por tantos lados...
Suena bonito.
Lo es. Compartirlo y hablarlo con otros. Azcona volvía a su casa y solo él era quien escribía los guiones, pero siempre los había sometido a conversaciones con los directores. “¿Qué quieres hacer?”. “¿Por dónde lo quieres llevar?”. “¿Y qué pasaría si esto fuera así en vez de así?”. Eso es algo que siempre he tenido claro: me gusta ese tipo de escritura de guiones. Una escritura muy abierta, donde no es que se reparten las tareas (“tú escribes esta secuencia y yo la otra”), sino que todo el rato todos hablamos de todo. Está efectivamente abierto.
En esta sección, ‘Grandes directores’, Azcona es, junto a John Ford, la persona que más veces sale en las entrevistas. Hablaron de él su padre y su tío David, entre otros.
Sí, claro. Para mi padre era un maestro, uno de los encuentros más importantes de su vida. Es una piedra angular del cine español. Alguien dijo que no se puede entender el cine español sin ser Rafael Azcona, y es verdad.
¿Cómo es la experiencia de dirigir a un padre y maestro?
Hombre, se deja dirigir… y no se deja. Fue también algo muy breve, quizá dos días. Aunque vino más veces, porque teníamos que partir el plan de rodaje, la sensación con él fue como muy intensa, muy concentrada, sobre todo en las dos secuencias importantes en las que él participa.
¿Fue divertido?
Sin duda. Para mí, el momento más divertido del rodaje, después de haber sido lo más inquietante. O sea, a lo que yo tenía más miedo, a lo que le daba más vueltas. No porque dudara de cómo nos íbamos a entender o no ‒sé que nos entendemos‒ pero sí cómo íbamos a hacerlo, si él iba a estar cómodo. Y, sobre todo, si yo iba a ser capaz de capturar una esencia de él, que es lo que me había propuesto. Con los actores me propongo siempre devolverles una imagen de sí mismos que les sorprenda. Que puede ser muy parecida a la que ven todos los días en el espejo cuando se miran. Pero intentando capturar, sacar algo más de ahí, de su alma, algo que ni ellos mismos ven tan claramente. Es algo que siempre me propongo. Y, sobre todo, trabajo con ellos a partir de su propia persona, partiendo de ellos mismos para bocetar un personaje, pero nunca trabajo mucho con la idea del personaje. Esto es hoy un poco particular. Para mí está siempre antes la persona que el personaje. En todo caso sería algo que me he imaginado yo. No me parece tan interesante como la persona que viene, que es el actor. Esto es una idea muy renoiriana. Me interesa más el actor que interpreta el personaje que el personaje. Y yo eso lo comprendo también personalmente. Intento y siempre he trabajado desde ahí.
¿Y con un padre?
También. Me interesa más él que ese trasunto de personaje que se parece mucho a él, pero no es él. Pero eso también para él es difícil. Trabajar en esa línea que puede parecer a veces más denostada que cuando tienes que hacer una gran creación totalmente alejada de tu carácter. Es muy difícil moverte en esa línea como actor. Reconocer un poco quién eres, ponerte en crisis a ti mismo y no tener miedo a incluso reírte de ti mismo. Toda la película es un ejercicio de autoparodia… y mi padre lo que hace en el fondo es un poco eso.
¿Hace de él?
Sí y no. Si le conoces un poco, mi padre es alguien muy dado a eso tan maravilloso de empezarte a hablar de lo que esté leyendo, querer que lo leas tú también y contagiarte su amor o su vehemencia por algo. Bueno, algo de eso está en la peli. Tenía yo inquietudes sobre cómo iba a ser eso, y me decía a mí mismo que tenía que conseguir filmarle como si no lo filmase, como si no hubiera cámara. Qué bonito es eso de llegar con tu trípode y tu cámara y filmar a tu padre como si hicieras un cuadro de él. Como si pintaras una escena familiar. Para mí se tenía que parecer a eso, y no sé si lo he conseguido. Él se ha dejado, en ese sentido. Ha confiado en nosotros y se lo acabó pasando bien. Pero es verdad que también se autodirigía. Y hubo momentos de risas.
¿Se autodirigía? ¿Decía: “¿Cómo vas a hacer esto o aquello, Fernando”?
Decía, más bien: “Corta, corta, porque no estoy bien”. “No, esto no es así”. Nos caíamos por el suelo de la risa. Es que provoca auténticas carcajadas en todo el equipo. Es muy gracioso, capaz de estar todo el rato de broma y a la vez muy serio. Es un humor serio o una seriedad muy humorística la que tiene.
¿Cuesta abstraerse del homenaje en cada plano? “Es mi padre, le estoy inmortalizando y cómo voy a dejar el plano así”. ¿Tiene un nivel de exigencia para el cineasta filmar al tipo que le ha dado la vida?
Claro, supongo que no te puedes abstraer. El ambiente estaba muy cargado, y el reto era descargarlo. Tenía que filmar quitándome importancia a mí y al momento. Pero, obviamente, sé que era un momento importante para mí en mi vida como cineasta, en mi vida como hijo y también en la película. Al fin y al cabo, él aparece en la película en un momento central y importante.
¿Diría que existe un lenguaje truebiano? En ‘Volveréis’ hay costumbrismo, Madrid urbano, pareja… muchos pasajes recuerdan a Ópera prima, el debut de su padre.
Ya me lo decían en mi primera peli. Hay un lenguaje que también tiene David, seguramente. ¿Por qué no? Cada uno en sus circunstancias: mi padre con las suyas, David con las suyas, yo con las mías. Pero, obviamente, tenemos muchos puntos en común porque compartimos muchas cosas que nos gustan. Yo me siento muy por debajo de ellos. Son dos personas que admiro y conozco mucho. He aprendido muchísimo de ellos.
¿De David también?
David es alguien súper importante en mi vida, en mi formación. Ha tenido mucha paciencia conmigo, y ha sido muy generoso, como mi padre. Me siento muy pequeño a su lado, pero soy consciente de que me ha tocado hacer cine a mi manera, igual que a David también le tocó de una manera diferente a mi padre, son contextos diferentes. El de Ópera prima, para entendernos: cuando empieza mi padre en los 80, el cine español es algo muy diferente a cuando debuta David con La buena vida en 1996. Hay mucho más dinero. Y, en cambio, cuando yo empiezo a hacer Todas las canciones hablan de mí [2010] estamos en plena crisis financiera brutal, del cine mundial y del cine español en particular. Ahí rápidamente saco una conclusión: “Cuidado, no puedo pretender hacer cine como lo han hecho David o mi padre, porque no me voy a dar de bruces contra la realidad”.
Vaya reflexión peliaguda.
Me replegué y empecé a repensar, a reeducarme. Porque yo me había educado viendo una manera de hacer cine que ya no era la mía. Ya no podía aspirar a eso, y tampoco quería, me parecía absurdo. Es casi sociopolítica, pero a nivel personal uno debe ser humilde y darse cuenta de dónde está y de lo que le ha tocado: también hay muchas cosas buenas. Esa crisis también abre caminos nuevos interesantes y empieza la transformación del celuloide al digital. Es la consolidación del video, de las pequeñas cámaras, de los pequeños formatos, de otros ecosistemas. Y yo me he desarrollado ahí porque he crecido viendo las películas de mi padre, rodajes que casi siempre han sido grandes, industriales, y también los de David, en gran parte. Él luego también ha practicado otro tipo de cine, pero empezó producido por mis padres [la madre de Jonás es la productora Cristina Huete], ha trabajado muy pegado a ellos. Yo no. En ese sentido, me di cuenta de que me venía mejor un poco despegarme. No era rechazo, es que yo lo necesitaba.
El proceso de su segunda película, Los ilusos, ¿fue una demostración de eso?
Bueno... fue una película íntegramente rodada sobre todo con película caducada, prestada, de varios rodajes. La rodamos un Super 16mm con la cámara que me regaló otro hermano de mi padre, Javier, que también hace documentales [autor de la primera foto de los fósiles de Atapuerca, entre otros, el célebre cráneo Miguelón]. Era un armatoste que había empezado a usar a principios de los 90, y él ya se había pasado también al vídeo. Por otro lado, mi amigo Javier Rebollo me regaló unas latas de una película que estaba rodando en Argentina también en Super 16mm. Conseguimos otras latas caducadas que había por ahí. Claro, la marca Kodak, normalmente, no te vende una lata caducada o en mal estado, no se hace responsable. Pero no nos importaba si salía velada la película. Lo asumimos. Y con eso se hizo esa peli, nuestro cambio de paradigma.
¿Técnicamente dio el resultado que esperaba?
Sí, de hecho, ahora estoy pensando en reestrenarla. Porque he reescaneado ese negativo original que en su momento no pude escanear, no teníamos dinero para ello. Y acabamos haciendo circular una copia que yo llevaba por los sitios. Mucha gente nos pregunta, porque tuvo un circuito muy extraño y generó una cierta una cierta mítica.
¿Cómo fue la distribución?
Nada convencional. No en salas comerciales sino en centros culturales, filmotecas… Y fue un aprendizaje enorme de entrar en contacto con todo ese circuito y también de ser coherente hasta el final del proceso en una película que habíamos hecho dependiendo totalmente de nosotros mismos, con muy poquito dinero, con cosas prestadas, con la generosidad de un grupo de gente. No quería de pronto estrenar la película sin más, no tenía sentido. Tampoco los cines lo hubieran querido, creo.
Podía haber mendigado por ahí, contactos tenía.
Digamos que para mí fue muy importante porque completaba un proceso de principio a fin de una manera más libre. No tuve un guion, no pasé por ningún proceso de búsqueda de financiación. Se hizo con lo que había, y punto. Con restos y en el tiempo libre, los fines de semana, entre amigos a lo largo de siete meses. Fue una experiencia para mí híper liberadora. Fue como decirme “esto lo puedo hacer así también”.
Y tanto. Creó su productora con el nombre de la película.
He seguido esa estela, sí. La productora Los Ilusos nace a raíz de la experiencia de esa película. Y hasta hoy. Casi me hace gracia cómo ponerla en marcha ahora: no es una película tan buena, pero para mí tiene un valor muy importante.
Para la historia del cine, incluso.
Para la historia del cine no creo, pero para mi historia, desde luego.
Un buen día del invierno de 1981, Fernando Trueba se acercó al registro con la partida de nacimiento de su primogénito. “¿Nombre?”. “Jonás-Groucho, compuesto”. Por suerte, dio con un funcionario de mente panorámica y no hubo recelos, en una España todavía con los ojos entreabiertos. Y, también por suerte (para Jonás), su madre convenció a Fernando para quitar el guion. Y seguramente, también gracias a ese gesto, el cineasta se evitó la crueldad preadolescente para con lo distinto. “Nunca hubo en clase un ‘Jajaja, ¿Groucho?”, confiesa Jonás.
¿Suele reivindicar para su madre, Cristina Huete, su cuota en la creatividad de su hijo?
Tengo mucho de ella. En realidad, siempre digo que me considero más productor, a día de hoy. Soy cineasta, y en tanto que cineasta me encargo de dirigir películas, pero también las escribo y las produzco. Y esa pata, la de productor, para mí es casi la más importante, en la que siento que puedo marcar más mi personalidad. A través de la producción es donde creo que nuestras películas logran un estilo determinado. Cómo hacemos las historias viene a partir del diseño de producción. Yo me implico, lo marco y luego lo ejecuta mi socio, Javier Lafuente. Empezó conmigo y se ha convertido en nuestro productor. Pero yo me hago cargo absolutamente de la producción de mis películas, sobre todo en un sentido espiritual del diseño, de lo que implica. Me gusta ser consciente de cada euro. Otros directores ven a la producción como el enemigo, que ellos son el artista y el productor es el que coarta, el que censura y genera problemas. Yo me los genero a mí mismo, me autocensuro, me autolimito. Creo que el cine es eso. Y todo eso me viene de mi madre en cierta manera, porque es la que siempre ha peleado con los proyectos de mi padre.
O sea, que Fernando mira para otro lado.
Mi padre, en eso, es más un director que no se quiere enterar de la producción, no quiere saber lo que cuestan las cosas. Y yo he visto y escuchado a mi madre siempre al teléfono, peleándose por dinero y por todo. El dinero es inevitable, hablamos de dinero todo el rato cuando hacemos una película. Pero lo importante es no sólo aspirar a tener más dinero sino ser consciente del que tienes y del que no tienes. El error de tantos cineastas es querer hacer una película como si fuera una película de un millón de euros cuando solo tienen 100.000. Entonces, claro, acaban convirtiendo la experiencia de la película en una frustración enorme.
¿Qué detalle de la infancia suele rescatar de las visitas de intelectuales a la casa familiar?
La casa de mis padres siempre estuvo abierta a personas que les han gustado mucho. Cuando más estaban en plenitud era una casa efervescente. Siempre había por ahí actores, directores (de todas las ramas del cine)… Tertulias, risas. Siempre me atrajo y me gustaba escuchar aquello. Personas para mí fascinantes.
¿Por ejemplo?
Rosa María Sardá iba mucho a la casa a cenar y se quedaba tomando algo hasta las tantas. Hablaba, se levantaba, gesticulaba mucho. Incluso te recitaba el monólogo de la obra de teatro que estaba haciendo, por ejemplo. O Gonzalo Suárez, amigo de mis padres desde hace un montón de años, es una persona que siempre me ha impresionado mucho. O El Gran Wyoming, una de las personas más graciosas y rápidas de mente. Un montón de escritores, técnicos de cine… O sea, que palpitaba esa casa. Aunque no quisieras, escuchabas. Rafael Azcona no era alguien que iba a las casas, no estaba ahí, pero lo pude conocer.
Un niño de hoy estaría con la tableta y los cascos.
Pues yo no quería perderme nada. A mí me mandaban a la cama y me jodía. Seguía escuchando la conversación desde la cama.
Lo de hacer a los veintitantos el guion de El baile de la Victoria a medias con su padre cayó por su peso. ¿Lo sugirió él?
Sí, me lo sugirió él. Yo ya había escrito con Víctor García León sus dos primeras pelis [Más pena que gloria y Vete de mí], y creo que pensó que podía ser divertido escribir conmigo esta historia, adaptación de una novela de Antonio Skármeta. Había algo de nosotros en ella: se basaba en la relación entre un hombre que podía tener la edad de mi padre y un joven que podía tener la mía. Vio una oportunidad interesante casi de desdoblarnos, de escribir juntos algo y tener dos perspectivas. Aparte de que le apeteciera ayudarme, seguir mi trayectoria, pensó que yo podía ser un buen colaborador para él.
¿Fue instructivo?
Creo que él sabía que yo sabía lo que él quería. Y fue un trabajo muy sencillo, de las cosas más sencillas y divertidas que he hecho. Un proceso fácil, de muchas versiones, de charlar y poner cosas en cuestión. Aprendí a adentrarme en una adaptación. Lo más difícil era escribir una película que transcurría en un escenario que no conocíamos, el de Chile. Pero mi padre tenía muy claro que quería hacer una película un poco fábula, un poco pastiche, mezcla de cosas a lo loco. Y teníamos al propio Skármeta como de consejero.
¿Hoy concibe hacer cine sin amigos? Sin Vito Sanz, sin Aura Garrido, sin Itsaso Arana...
Ya lo he hecho algunas veces. Creo que podría hacer una película con el teléfono móvil yo solo, por ejemplo. Pero también es mentira, porque seguramente rodaría a mis amigos, es lo que me apetecería. Lo que no me veo es haciendo una gran producción, rodeado de un equipo técnico... que no es el mío. Creo que siempre necesitaría tener una confianza. Gran parte de mi suerte, de mi verdadero privilegio como cineasta, ha sido tener los colaboradores y la suerte que he tenido, cómo han confiado en mí desde el principio y cómo se han mantenido película a película a mi lado, queriendo involucrarse en cada una de ellas, incluso cuando eran películas muy frágiles, la mayoría de las veces muy pequeñas, con muy poco presupuesto, muy precarias. No sé muy bien qué se les había perdido allí, pero les apetecía por alguna razón.
Habrá que preguntarle al director si es culpa suya.
Pues sí, no sé. Me lo he preguntado muchas veces, pero sí, supongo que había algo honesto en la propuesta, y les apetecía. Y también a otros fuera del equipo artístico, pienso en Santi Racaj [fotografía], en Miguel Ángel Rebollo [dirección artística], en Laura Renau [vestuario], en Marta Velasco [montaje]… Lo cogían como una manera de hacer algo que, también para ellos, era algo saludable. Alguna vez lo hemos hablado. Porque luego ellos hacen otro tipo de películas también. Pero sienten que, cuando hacen una película “de Los ilusos”, digamos, hay una filosofía algo diferente que hemos ido creando juntos. Yo no la he impuesto, sino que la hemos ido hablando y nos hemos ido adaptando en cada película. No es que hayamos creado un sistema férreo, firme, cerrado, sino que con cada peli hemos probado cosas diferentes, lo hemos ido pasando bien y el pacto se ha ido renovando.
Suena a cofradía, a secta (con perdón).
Nunca hemos sido un grupo cerrado o un colectivo, es algo diferente. Lo importante es que sea como un pacto que se renueva con cada película. Muchas veces yo me adapto a las agendas de todos. De hecho, la mayoría de las películas las hemos rodado en verano, cuando es más fácil para los demás sacar ese hueco.
Pero, por ejemplo, Aura Garrido tiene en Volveréis un papel muy residual.
Aura ya es amiga y se apunta a todo... Pero tampoco le habría dado un papel más grande. No había forma de que tuviera más área de aparición. Lo pensamos muchas veces, la tengo siempre ahí en cuenta, pero a veces no puede porque está rodando, no para de rodar. Sucede con ella como con cualquier otra amiga o amigo actor: les tienes en la cabeza, están ahí como en tu armario (no me gusta la palabra), pero a veces les encaja y a veces no se lo ves tan claro. Pero Aura siempre está ahí, siempre es una opción porque es una gran actriz y sé que valora mucho la manera que tenemos de trabajar, que para ella es importante. Sé que en cualquier momento que la llame puedo contar con ella.
Francesco Carril está desde el principio. ¿Qué le aporta?
Francesco es un actor superdotado, como Aura. Como todos con los que trabajo. Pero no sé por qué, me inclino por este tipo de actores un poquito más genuinos, que siento me puedo entender con ellos. Están en mi lenguaje, hay una complicidad clara. A veces voy al cine y veo actores buenísimos, me encanta esa interpretación, pero ni se me pasa por la cabeza llamarlos. Pienso “no son para mí”. Y con Francesco lo tuve claro, según lo conocí. Me lo descubrió Bárbara Lennie [expareja de Jonás Trueba y protagonista de Todas las canciones hablan de mí]: “Hay un chaval súper especial, que está dos cursos por debajo de mí en la RESAD, te va a encantar”, dijo. Le vi en una obra de teatro casi juvenil, y efectivamente, me encantó. Tuve claro que en cuanto pudiera lo llamaría. Construí desde el principio mi segunda película [Los ilusos] con él. Le llamé: “Sé que nunca has hecho cine, pero quiero hacer una película como si fuera mi película cero, ni siquiera tengo un personaje ni un guion claro, pero me encantaría que tú fueras el protagonista”. Y el tío dijo “vale”.
Vaya pupilaje, ¿no?
Luego nos hemos reído, porque ambos aprendimos. “Joder, yo empezaba haciendo cine contigo donde no había ni marcas de cámaras”, bromea. Había un montón de cosas que luego ha ido descubriendo a los profesionales. Y se ríe. Para Francesco y para Vito Sanz (que también empezó en ese periodo), fue su primera película. Todo muy peculiar, espontáneo, caótico, abierto: la manera que teníamos de rodar, en los ratos libres, era así. Para mí son como dos hermanos pequeños. Los quiero mucho, los admiro, me encanta cómo han ido creciendo también, haciendo sus propias obras de teatro. Como Itsaso y Vito, Francesco ha dirigido sus propias obras. Y ahora el cine, la tele. Les va muy bien, y yo lo celebro. Pero creo que puedo contar con ellos.
¿Alguna vez les ha dicho: “No os vayáis mucho a las multinacionales, que somos Los ilusos”?
Sería feo pretender, con ellos y con cualquiera, tirar de egoísmo. Pretender que solo trabajen conmigo, pretender convencerles de que solo mi opción es la buena, ¿no?
¿Se tensa el debate, en ese sentido?
No, no, con ellos, no. En el guion y rodaje de Volveréis, con Vito hemos hablado mucho de esto, de que cuando ya hemos hecho varias películas juntos, se generan vicios. Nos conocemos tanto que sin mirarnos nos entendemos, y eso está muy bien, pero también tiene una parte jodida: parece que al otro no le puedes sorprender. Que ya sabes lo que va a decir, que lo anticipas todo, que ya sabes cómo lo va a hacer. Nos vemos venir a veces demasiado. Pero Vito me hablaba a veces de la libertad que sentía. Llegaba a la serie para la que le habían llamado, y nadie le conocía. “Voy allí, tío, y hago mi papel, y puedo ser otro”. Cuando me lo explicaba, entiendo que conmigo sienta un poco que le tengo muy calado, igual que él me tiene muy calado a mí, y así con todos los demás. Creo que ahora estamos en una tesitura que también tiene su complejidad: cuando vas acumulando mucha experiencia con gente, es maravilloso, privilegiado, pero también complejo.
¿Diría que ellos sienten que tienen que pedir permiso por salirse de esa filosofía Los ilusos?
No, no me tienen que pedir permiso. Al contrario, eso me sabría mal. Nunca he querido transmitirle a nadie nada dogmático ni sectario. Odio eso, odio la gente que se cree que lo suyo es lo mejor. Lo bueno de Los ilusos es ese espíritu del que podemos salir y volver. Y si volvemos a ese espíritu, es porque nos apetece y lo necesitamos. De hecho, un lema que nos repetíamos bastante en aquella película, en Los ilusos, era: “Vamos a rodar cada día, porque nunca sabíamos cuándo iba a ser el siguiente día de rodaje”. No había un plan de rodaje ni un guion cerrado. Quedábamos y filmábamos. Y yo siempre decía: “La experiencia del rodaje tiene que ser suficientemente buena para que nos apetezca volver otro día, que no es tan evidente, como una serie musical”. Pero muchas veces los rodajes se convierten en una fatiga, una pesadilla. Y en estas películas de más bajo presupuesto se sufre más, porque a veces la gente está mal pagada, incómoda. No se puede exigir a la gente como si le estuviera pagando en una película un presupuesto de un millón de euros. Hay que ser muy cuidadoso con eso, porque puedes quemar a la gente y acabar abusando de ella. Para mí esto era muy delicado. Ese espíritu se fraguó en esa película y creo que lo mantenemos mientras merezca la pena. Aquí nadie nos obliga a hacer esto ni a estar juntos. Solo nosotros mismos, porque nos apetece.
¿A cambio de qué saldría de esa convicción? ¿Se ve dirigiendo una gran superproducción multinacional?
A veces me preguntan eso porque creo que se me percibe como alguien en una especie de reducto radical, y no lo soy. Pero no tengo vocación de... Pero no me apetece, efectivamente.
¿No le llaman las superestrellas, los planos digitales, helicópteros que se incendian?
Ahora mismo no, pero a lo mejor dentro de un mes o tres... Y tampoco sé si sabría hacerlo. Hay que ser humilde. Yo quizá podría hacer La sociedad de la nieve, pero no sé si yo soy capaz de hacer este tipo de películas. Tampoco me ha interesado, la verdad. No me interesa, ni como espectador ni como cineasta. Esa espectacularidad, toda esa parafernalia...
Acaba de darme el titular.
Bueno, puede ser el titular. Podemos hablar de eso, pero no tengo prisa por hacer eso. Intento no ser dogmático y decir “esto está mal y mi cine está bien”. Este es el cine que hay que hacer, que es el que hago yo, curiosamente, y no el que hacen los demás. Me gusta la idea de que pueda existir un ecosistema del cine. He trabajado mucho, por ejemplo, en la Unión de Cineastas, un movimiento de conciencia de política cinematográfica que duró lo que duró. Defendíamos un ecosistema del cine lo más amplio, plural y variado posible. Cabían películas grandes, medianas y pequeñas, y todas podrían convivir en una cierta armonía y con proporcionalidad.
¿Era algo utópico?
La realidad es que esto no se da. Es todo mucho más violento en esa tensión que genera la industria, el sistema, el cine… A mí me preocuparía que La sociedad de la nieve fuera un modelo, por ejemplo. Y creo que esa reflexión la deberían hacer todos los trabajadores del cine, porque es raro como modelo. Puede que sea excepcional cómo se hace la película. Netflix les ha puesto una millonada. Pero, ¿qué pasa si Netflix no quiere poner esa millonada? No podemos depender de Netflix, pero hay que depender de otro tipo de cosas. Somos siempre dependientes, pero hay que elegir de quién quieres depender. Yo no quiero depender de una corporación multinacional que no sé ni quién está detrás ni sé dónde están y qué van a cambiar. Que unos ejecutivos decidan y tiendan a normativizarlo todo, a sistematizarlo por un patrón, a homogeneizarlo. No me gusta, claro. “¿Me estás mirando?”. “¿No?”, “45 minutos y vamos”.
Hay quien dice que Volveréis es su mejor peli. ¿Está de acuerdo?
No estoy de acuerdo, y lo agradezco mucho. Leo textos bonitos, de alguien que ha comprendido la película muy profundamente. Pero no se habla mucho de interpretación, solo de dirección. Itsaso y Vito hacen un trabajo increíble, tan increíble que no se nota. Y, luego, esta consideración de que lo mejor también identifica a lo peor... Hay una tendencia al ranking y a los titulares digitales, los clics. No me gusta, porque me parece que ponen a competir en realidad mis propias películas entre sí. Y a mí eso no me puede gustar.
O sea, ¿todas sus obras responden a lo que esperaba?
Es que responden a un momento. Y yo estoy tranquilo con mis películas, eran las que he querido hacer en cada momento, las que he tenido la suerte de hacer y me siento muy orgulloso de ellas en ese sentido. Pero no porque sean buenas o malas, o mejores o peores, sino porque... hacer cumbre significa que lo demás va a ser... Ya sé que con la siguiente haremos una para que digan que ahora esta es la peor. Pues lo dirán, y ya está. Me da igual. Es que lo que me gustaría es poder seguir haciendo películas así. Mira, de la película anterior a esta [Tenéis que venir a verla, 2022], se habló mucho menos que de Volveréis, y me siento especialmente orgulloso de ella. No por el resultado, sino por el gesto: la hice en ocho días de rodaje. No tenía un guion, tuve un sentimiento, escribí dos folios, se los trasladé a los cuatro actores que quería que hicieran la película y al resto de mi equipo técnico. Éramos doce, catorce, no recuerdo, muy poquitos.
Y con la pandemia en picos.
Exacto, y en esos momentos extraños conseguimos hacer una película como esa y demostrarnos una vez más que podríamos seguir haciendo películas incluso en circunstancias nada favorables o realmente extrañas, no inciertas. Y me siento súper orgulloso de esa peli. Pero también podía decir lo mismo de Quién lo impide [2021], que es lo contrario. La hice a lo largo de cinco años, prácticamente solo y atascándose a ratitos, de nuevo. Con los chavales, a los que iba implicando. Alguna vez que intentamos, Javi [Lafuente] y yo, conseguir apoyos para esa peli, nunca nos los daban. Y aun así decidíamos seguir adelante porque intuíamos que ahí había algo interesante. La peli acabó haciéndose un hueco, incluso siendo un formato complejo: una película con carácter más bien documental de tres horas cuarenta de duración.
Llegó a salas y obtuvo premios.
Más que ninguna que yo haya hecho. Y había sido sistemáticamente rechazada allí donde presentábamos el proyecto. Qué contento estoy de haber hecho esa peli. Como de Tenéis que venir a verla: la distribuimos con una promoción en cartel que decía, bajo unas falsas estrellas “Esto es un adorno”; “Esto no es una crítica”. Era nuestra manera de decirle al espectador “ya está bien de esa forma de crítica, ya está bien eso de que todas las películas sean ‘la mejor del año’, que todas tengan cinco estrellas”. No puede ser. Es ridículo.
¿El espectador cree en esas reseñas, tipo restaurante?
El espectador no sé cómo no quema los cines cuando vuelve a ver un tráiler igual que el anterior, con los mismos recursos y las mismas trampas publicitarias. Se nos cae la cara de vergüenza a los que hacemos cine. Por eso me gustó que, en Tenéis que venir a verla, fui capaz de redondear todo, hasta la campaña. Porque también la manera de promocionar una película es muy interesante.
O sea, que también es usted responsable de eso.
Por supuesto, intento no enajenarme de eso, no lavarme las manos. Es mi película y es como la estamos ofreciendo a la gente. Intento que haya una coherencia hasta el final, que no haya una manipulación y que no vendamos una moto que no es. De hecho, cuando Tenéis que venir a verla me decían “¿Y por qué hay que ir a verla?”. Y yo no lo sé. No te voy a decir porque es una película, sin más. ¿Qué te parecería eso? No quiero usar ese recurso del reclamo a la obra maestra porque yo estoy en contra como usuario, como espectador. Entonces no quiero que mi película... Como tú, mucha gente ya tiene como un rechazo automático. No quiero contribuir a eso. Pero me parece que se pueden hacer otras cosas que son interesantes.
¿Y qué pondría en la marquesina del bus como promoción?
No pondría nada. Basta con “La última película de tal y cual”. Una foto me parece suficiente. Como hemos pensado un montón, con Laura Renau ‒que hace siempre las gráficas, los carteles‒ que sea claro, que se lea bien, que sea atractivo, que tenga una textura que nos gusta. Nada de 5 estrellas. Además, a lo mejor hasta nos distinguimos más para bien por no ponerlo. Yo quiero creer en esa gente que mira esto, simplemente ponen eso, y me apetece verla, porque sí, porque lo han hecho estos por lo que sea.
Para Candela Recio y Pablo Hoyos, que nacieron con La reconquista [2016] y crecieron con Quién lo impide [2021], ¿tiene otro hito pensado?
Joder, pues sí. Están ahí. Pablo, por ejemplo, ha trabajado en Volveréis, muy implicado en el equipo de cámara. Candela acabó hace poco su carrera de Psicología y está estudiando interpretación. O sea, es como decía antes de Aura, una más de la familia, 20 años más joven. Sé que en principio puedo contar con ella y ella sabe que puede contar conmigo. Si todo va bien, vamos a seguir haciendo cosas juntos, me encantará. Pablo, al contrario que Candela, no quería estar delante de la cámara. Más bien lo forcé yo. Él lo disfrutó, pero también lo pasaba mal porque era tímido. Tenía claro que le gustaba la cámara y ahora se ha especializado en eso, ha hecho su grado de Cámara, lo ha convalidado en Reino Unido y ahora el tío no para de trabajar como freelance, hace vídeos... Es director de fotografía y va a ser muy bueno. En esta peli ha venido con el equipo de Santi Racaj. Nos ha hecho el making off y ahora, de hecho, me hace piezas. Es alguien en quien puedo confiar, es hiperresolutivo y me comprende. Lo hace bien.
Hay cantera en Los ilusos.
Sí, sí. Estoy súper contento de personas con las que he empezado a trabajar cuando tenían 13 o 14 años, como Candela y Pablo. Es bonito e importante relacionarse con gente más joven que tú, no tener solo amigos de tu edad.