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29-12-2017

 
Jordi Sánchez
 
 
“La risa por la risa no me convence en absoluto”
 
 
Conquistador de audiencias forjado en las tablas. Intérprete y dramaturgo. Porque escribe, respeta el trabajo ajeno
 
FRANCISCO PASTOR
Reportaje gráfico: Enrique Cidoncha
Cuenta Jordi Sánchez que él guarda el premio Max en el despacho, y no en el baño, como suelen exponer los artistas con respecto de sus galardones. Aunque lleva más de dos décadas actuando, el barcelonés obtuvo aquel reconocimiento en calidad de autor. En concreto, como el firmante de Krámpack: la pieza teatral que más tarde sería llevada al cine por el director Cesc Gay, y que acabaría convirtiéndose en un referente LGTB. En ella el artista barcelonés compartía escena junto a Eduard Fernández y Joel Joan: este último, también en la serie Plats bruts, fue durante años su contrapunto. Pronto el compañero de viaje será José Sacristán, gracias a esa Formentera Lady que aguarda en postproducción. Risueño y cercano, Sánchez da cuenta de cómo su relación con la gran pantalla ha mejorado con el tiempo. Hace poco alcanzó las 53 primaveras. Tras dejarse ver junto a Dani Rovira en Ahora o nunca (2015) y formar parte del Cuerpo de élite (2016), el artista acaba de disfrutar del protagonismo en Señor, dame paciencia.

   Al salir del Café Comercial de Madrid toca ponerse el gorro y disimular las facciones más reconocibles. Desde que llegó a la capital hace diez años, Sánchez lidera audiencias en La que se avecina. Allí encarna a Antonio Recio, un vecino conservador y cascarrabias. Le dedica cuatro jornadas de rodaje a la semana. Luego, el AVE a Barcelona le devuelve junto a su mujer y sus hijos. Al tiempo ensaya para las tablas, a las que volverá con Bajo el mismo techo, junto a Dani Guzmán. Y sigue escribiendo, claro, porque escribir es liberador. Lo afirma el libretista de la autobiografía Humanos que me encontré (Ediciones B, 2011).
 
 

 
 
— ¿Qué retos como actor plantea llevar una década en el mismo papel?
— Lo importante es el guion: si es bueno, no me pierdo. En estas comedias los personajes no evolucionan. Esa es la clave de la llamada sitcom. Al rodar cine sí disfruto del viaje moral que esconde el texto, también cuando me llaman para papeles cercanos a Recio. Aunque más me gusta alejarme de mi repertorio habitual. ¡Y cuando me dan un drama, eso es la hostia! En cualquier caso, La que se avecina cuenta con el reto de levantar cada semana a un villano que caiga bien al público. Por eso le damos un toque infantil.
 
— ¿Y logra sumergirse en los papeles cuando maneja más de un proyecto a la vez?
— Lo de empaparme en el personaje, o incluso vivir el duelo al despedirme, no me ha pasado jamás. Como intérprete nunca me he visto desbordado por el papel. Me ocurre como espectador: me afecta ver una película, leer una novela o asistir a una representación. La impresión me puede durar días. Me sucedió con Adiós, muchachos [1987]. Lo paso mal y me pregunto mucho por qué. ¿No le sucede nunca?
 
— Sí. Entre otros casos, al ver En la ciudad [2003].
— Me encantó actuar allí, aunque yo leo los guiones de Cesc Gay ¡y no se parecen en absoluto al trabajo final! Él escribe sin acotaciones, porque todo está en el texto. Nosotros lo desarrollamos por nuestra cuenta, y nuestra idea suele ir desencaminada. María Pujalte preparó un monólogo muy gracioso para dejarme en esa película. Y él, cortando de aquí y allá, lo llevó de la comedia al drama. También me ocurrió con su Krámpack [2000]. No se parecía en nada a la obra que yo había escrito, y en la que estaba basada, pero me entusiasmó.
 
 

 
 
— ¿De dónde salió aquel título? Krámpack.
— Busqué un nombre que no sonara a nada, y me acordé de un mayordomo, en una obra de Eugène Labiche, llamado así. Quise hablar del despertar y la primavera que llegan con la juventud. No era sencillo, y lo digo esta vez como actor de teatro. ¡Mi abuela en la platea y yo, en el escenario, tocándome junto a otro hombre! Llevamos la obra a los institutos y algunos chicos nos insultaban por darnos un beso. Pero, al menos en Barcelona, donde la gente nos conocía, fue un éxito. Sacarla de allí fue otra historia. Entonces no sabíamos que había que guardar parte del presupuesto para publicidad. Llegamos a vivir con una mano delante y otra detrás. 
 
— Estudió teatro con los ahorros que logró como enfermero.
— De siempre me gustaba el cine de John Wayne o el de Paco Martínez Soria, y a los 17 años me quise inscribir en el Institut del Teatre. Cuando allí conté que nunca había visto las tablas, ni siquiera como espectador, me dijeron que volviera otro día. También fue la primera vez que mi familia, que hasta entonces me había apoyado en todo, mostraba dudas. Y estudié enfermería. Trabajé en hemofilia, doce noches al mes. De guardia, si acaso algún paciente requiriese un pinchazo. Pero seguía con el veneno dentro, así que ensayaba monólogos, o teatro aficionado, durante las veladas. Cuando entré en el Institut, Sanchis Sinisterra, profesor, me decía que me dormía durante las clases. Un desastre.
 
 

 
 
— ¿Aprendió a escribir en el Institut del Teatre?
— Dedicábamos los miércoles a nuestros propios monólogos. Un texto nuestro, o de otros, pero que levantáramos por nuestra cuenta. Yo tiré por la comedia con los míos, y los profesores me animaban a que siguiera adelante con ellos. Me apunté a más cursos de escritura. Acumulaba, de toda mi vida, muchos manuscritos. Durante un tiempo, toda mi literatura, nueva o vieja, acababa convertida en diálogos para el teatro.
 
— Cuando eligió la comedia, ¿renunció a ser un galán?
— Nunca lo fui. Quizá me hubiera gustado: me dolió que se me empezara a caer el pelo. Pero fui descubriendo mi papel, en la vida y en el teatro. Cuando hice pareja con Joel Joan, el galán era él. A mí me tocaba el otro, aunque no sepa bien qué quiere decir eso. De alguna manera, recordábamos al gordo y el flaco. Creo que nos separamos porque no queríamos dar esos personajes.
 
— Dado que es autor, ¿logra ponerse al servicio del texto de los demás?
— Sí, siento mucho respeto. Algunos actores traen propuestas sobre un guion firmado por mí, desde una labor interpretativa, muy alejadas del papel. ¡Como si detrás de esas letras no hubiera también un trabajo valioso! Porque escribo, me siento incapaz de pasar por encima de la obra de los demás. No toco una coma. Jamás incordio a un director, aunque el texto sea mío. Una vez entrego el libreto, me olvido de que el diálogo lleva mi firma.
 
 

 
 
El eunuco, firmada por usted, llenó Mérida y Madrid. ¿Ha encontrado el puente entre la alta cultura y la ficción de masas?
Nunca sabré de dónde sale la etiqueta del teatro comercial. Yo trato de llegar a la gente y de ganarme la vida contando historias. Escribo pensando en el público y en ser honesto y, hasta ahora, las dos cosas han encajado. He probado a crear dramas duros y aquello no salía bien. Tampoco lo opuesto: la risa por la risa no me convence en absoluto.
 
— Tras más de 25 años escribiendo teatro, ¿ha cambiado su técnica?
— Me acompañan otras obsesiones. Quiero que a mis hijos les salgan las cosas bien, o pienso por primera vez en la salud. Que no se me muera nadie muy querido, que mi propia vida dure. Empiezo a colar a gente mayor en mis escritos. También conozco mejor al público y sé cuándo algo puede entusiasmarme a mí, pero aburrir a los espectadores. Y me he acostumbrado a trabajar en equipo: hace ya diez años que firmo los textos junto a Pep Anton Gómez. Los años nos deberían dar flexibilidad. ¡Dejar marchar un chiste no es matar a un padre!
 
 

 
 
— Vivir entre Madrid y Barcelona, ¿le concede una sensibilidad especial para el diálogo?
— Venir a la capital era toda una apuesta, ¡a los 40 años! Mis amigos me decían que para qué, si allí tenía una vida cómoda: podía ir al teatro a pie, me recogían para los rodajes y me dejaban en mi casa, con mi familia. Pero celebro esta decisión. Siempre es bueno salir del lugar donde uno lleva toda una vida, ya se trate de un pueblo pequeño o de una gran urbe. La vida sería mucho más sencilla si todos cogiéramos el AVE de vez en cuando y visitáramos la ciudad del otro. El domingo, para tomar unas cañas y escuchar a los demás.
 

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