— ¿Aprendió a escribir en el Institut del Teatre?
— Dedicábamos los miércoles a nuestros propios monólogos. Un texto nuestro, o de otros, pero que levantáramos por nuestra cuenta. Yo tiré por la comedia con los míos, y los profesores me animaban a que siguiera adelante con ellos. Me apunté a más cursos de escritura. Acumulaba, de toda mi vida, muchos manuscritos. Durante un tiempo, toda mi literatura, nueva o vieja, acababa convertida en diálogos para el teatro.
— Cuando eligió la comedia, ¿renunció a ser un galán?
— Nunca lo fui. Quizá me hubiera gustado: me dolió que se me empezara a caer el pelo. Pero fui descubriendo mi papel, en la vida y en el teatro. Cuando hice pareja con Joel Joan, el galán era él. A mí me tocaba el otro, aunque no sepa bien qué quiere decir eso. De alguna manera, recordábamos al gordo y el flaco. Creo que nos separamos porque no queríamos dar esos personajes.
— Dado que es autor, ¿logra ponerse al servicio del texto de los demás?
— Sí, siento mucho respeto. Algunos actores traen propuestas sobre un guion firmado por mí, desde una labor interpretativa, muy alejadas del papel. ¡Como si detrás de esas letras no hubiera también un trabajo valioso! Porque escribo, me siento incapaz de pasar por encima de la obra de los demás. No toco una coma. Jamás incordio a un director, aunque el texto sea mío. Una vez entrego el libreto, me olvido de que el diálogo lleva mi firma.