– El que le gustaba a su amigo el crítico Alfonso Sánchez.
– Cierto. Siempre decía: “Lo aprendes en una semana o no lo aprendes nunca”. Lo mismo opinaba Sinde. “Hay docenas de tíos que hacen cine en España que no saben pegar un plano con otro”, me decían. El cine es la mirada. Lo que tú ves es lo que cuentas. Si estás haciendo una panorámica no hace falta más que un plano. El cine está inventado. No hay más. Hay tipos de cine, eso sí.
– No le fue mal fijarse tanto en el cine americano.
– Supongo que no. Si no, no me habrían nominado cuatro veces al Óscar a la mejor película en lengua no inglesa. Quizá en la Academia percibían que mi forma de narrar era sencilla. No me complicaba la vida. Sería por la forma de contar que yo había aprendido del cine clásico de Hollywood. El Abuelo o Volver a empezar eran clásicos. Como Canción de cuna, donde el pajarito es Griffith, mientras la cámara sube. Asignatura pendiente era como Casablanca: la historia de dos personas que se quisieron en los veraneos adolescentes y ahora están en una situación complicada, con España a punto de cambiar a la muerte de Franco. ¿Para qué complicarse la vida?
– ¿Cómo se afronta el relato?
– Siempre he intentado que el relato fuera en progresión, que la atención fuera in crescendo a lo que te cuentan.
– ¿Leía mucho sobre cine?
– Mucho. Y leía las críticas de Alfonso Sánchez, de lectura accesible para un chaval de diez años. En sus artículos en La hoja del lunes hablaba de Fritz Lang, del expresionismo alemán o de John Ford. Y yo iba aprendiendo de esos textos. Esa relación me ayudó de mayor.
– ¿Cómo le conoció?
– En el Banco Ibérico. Era cliente, y muy amigo de los Fierro. Cuando le veía, intentaba salir a saludarle. Y le preguntaba por Cannes, por su artículo, por tal o cual película que yo había visto. Después de la mili, cuando supe que el banco no era lo mío, ni en Cámara de compensación ni en Cartera ni en Impagados, Alfonso sugirió a uno de los directores que me sacaran de ahí. Y José María Jove Arechandieta, que así se llamaba, se interesó por mis inquietudes. Era un hombre muy culto, finalista del premio de novela de Oviedo. “Me gustan Bertolt Brecht, Jerzy Grotowski…”, comenté. Y la conversación se convirtió en un examen. Y me buscaron acomodo en la Editorial Taurus, propiedad del banco. Otro mundo.
– ¿Le encontraron sitio?
– Tuve la suerte de que se llevaban al poeta Eladio Cabañero como subdirector a La estafeta literaria. Su plaza quedaba libre. Eso fue la verdadera universidad. Me relacioné con Paco García Pavón, con el que adaptaría a Plinio; con Jorge Campos, con el poeta Manolo Paderno… otro mundo.
– Mientras, sus excompañeros del banco estudiaban.
– Se mataban, más bien. Salían y se iban a estudiar. Yo salía y me iba al cine. Empecé a intimar con Alfonso Sánchez. Y la crítica de Asignatura pendiente en Informaciones fue muy buena. Cuando me enteré de que había enfermado me fui a verle al hospital Francisco Franco, hoy Gregorio Marañón. Con su voz peculiar me dijo: “Tienes que hacer una película de gente como yo, gente joven” [risas]. Por eso hice Volver a empezar, para esa generación interrumpida por la guerra.
– ¿Y por eso le hizo el documental?
– Así es. Rodé en su casa, cuando estaba dormido, y lo titulé Alfonso Sánchez. Le despertamos rodando con la cámara y viéndole trabajar. Estoy muy contento con aquel trabajo. Me dieron el premio Sant Jordi. A su muerte, fue una de las personas a las que dediqué el Óscar.