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11-05-2017


José Luis Garci
 
 
“El cine es la mirada”
 
 
Erudito del cine clásico, gourmet de la conversación y polémico a su pesar. Es hora de repasar la vida y milagros de José Luis Garci, aquel bancario cinéfilo que se ‘desapuntó’ de Derecho para ganar un Óscar y otras tres nominaciones
 
Una entrevista de Javier Olivares León
Fotografía: Enrique Cidoncha.
En 2006 dos ictus traicioneros estuvieron a punto de dilapidar su verbosidad. Nadie lo diría. “Al principio tuve que hacer ejercicios, no crea. Recitar aquello de ‘En la calle Carretas había un perrito’, para recuperar la dicción”, bromea. Caudaloso conversador, en la memoria de José Luis Garci no se aprecian cicatrices. Tampoco las tuvo al poco tiempo de aquel episodio. Por el rodaje de Luz de domingo se pasó meses después el neurólogo Ventura Anciones, para comprobar la evolución del enfermo. “No hubo relación causa-efecto con nada”, recuerda, “pero me prohibió la sal, me impuso los paseos y relegar el tabaco en lo posible. Me preguntó si aquel era un trabajo intenso. Y para mí eran vacaciones. ‘Con lo que cuesta hacer una película en España, como para estar cabreado en el rodaje’, le dije. No he entendido nunca a los directores malhumorados. Rodar es disfrutar”.
 
   La charla salta del cameraman al taconazo de Di Stefano, del travelling al script o al boxeo de los años setenta. A duras penas, la grabadora acepta el reto de marcar el paso a este madrileño de 73 años que inventó, hace ya un rato, la barba de tres días.
 
 

 
 
– Con lo que disfruta rodando, ¿nunca va a volver a hacer cine, como dijo?
– Es cierto que dije hace cinco años que lo dejaba, y nadie me ha llamado para hacerme pensar en otra cosa. El director del Teatro Español me abrió la puerta y le propuse un homenaje al grupo teatral Arte Nuevo, de los últimos años cuarenta. Me dieron el tiempo necesario para la adaptación de una obra de Medardo Fraile y otra de Alfonso Sastre. Lo pasé muy bien.
 
– Hace un año largo de aquello.
– Fue una de las mejores experiencias de mi vida. Me sentí muy bien con la vuelta al teatro, algo que había hecho en mis comienzos, de chaval. Había montado Escuadra hacia la muerte, de Alfonso Sastre; El diario de Ana Frank, de Goodrich y Hackett; Juego de niños, de Víctor Ruiz Iriarte; Nocturno, de Suárez de Leza… En el Parque Móvil, en el Círculo Catalán, en la Basílica de Atocha… Pero trabajar en el Teatro Español, con esa acústica, suponía entrar en la historia. Es seguramente el teatro más antiguo de Europa, porque el Shakespeare’s Globe de Londres está reconstruido, no es el mismo. Todo agradable, el elenco, los ensayos. Nunca había tenido esa satisfacción, ni en algunas películas que me gustaban cómo habían quedado.
 
– ¿No surgieron otras obras después?
– Pues no. Y si he tenido otros ofrecimientos no los he considerado, porque no convencen. Sucedió algo parecido cuando gané el Óscar en 1983 y tuve la segunda nominación en 1985: me hicieron una propuesta en la línea de El zorro, como la que luego produjo Spielberg. Me hablaban del México revolucionario, con caballos, diligencias… yo no sabría hacerlo, como tampoco lo habría hecho Sydney Pollack. O sí. Todo lo que me proponían era a lo grande. Pero yo preferí hacer Canción de Cuna. Me he dedicado a escribir.
 
– ¿Qué impide más hacer cine, la industria o la edad?
– Creo que la edad. Cuesta más trabajo ejercer con los años. La industria, como tal, nunca ha existido. Hay gente que hace películas, más bien. A los mayores y a los de mi quinta nos cuesta. Carlos Saura, Mario Camus, Manolo Gutiérrez Aragón, Pedro Olea… todos lo dejan o se apartan. Resulta muy difícil. Y mira que a Saura no debería costarle. ¡Es Saura! La gente joven es la que debe hacer cine y reflejar el país ahora. Cuando empezábamos Gutiérrez Aragón, García Sánchez o yo, a Berlanga le costaba más trabajar. Son cambios generacionales.
 
 

 
 
– ¿Siempre ensaya usted el cine como si fueran obras de teatro?
– Así es. El abuelo fueron cuatro semanas de ensayo completo, más o menos lo que dura una obra de teatro en cartel. Cierro los ojos y veo ahí [se refiere a la sala de reuniones de su productora, Nickel Odeon, donde tiene lugar la charla] a Fernán Gómez, a Agustín González…
 
– No siempre sería tan fácil juntar al reparto.
– A veces resulta épico. En mi primera película, Asignatura pendiente, Pepe Sacristán estaba rodando en Santander Hasta que el matrimonio nos separe, de Pedro Lazaga y José Luis Dibildos. Los viernes acababa el rodaje y bajaba a Burgos, adonde me desplazaba yo con Fiorella Faltoyano. Nos dejaban un hall, un salón o alguna habitación. Ensayábamos el sábado y el domingo enteros. No recuerdo ninguna película que no haya ensayado como una obra de teatro. Primero un ensayo de mesa, luego de movimientos, luego de luces…
 
– ¿Qué proyecto le gustaría hoy, para disfrutar?
– Algo preferentemente sentimental. Trataría de cerrar la trilogía de El Crack. Lo había hablado con Maite, la mujer de Alfredo Landa. El último verano hablé con su hija de hacer una precuela, esa palabra que suena a colador [sonríe]. Veríamos a Germán Areta unos años antes, cuando deja la policía y crea una agencia de investigación. Ahí empezarían a surgir los otros personajes: su amigo y ayudante El Moro [Miguel Rellán], su jefe, don Ricardo [José Bódalo]... Me encantaría hacer El Crack 0.
 
 
 

 
 
– Dice usted que ha visto unas 25.000 películas. Eso supone 2.083 días sin dormir, sin contar la tertulia o el café posterior. Casi diez años de su vida, sin parar.
– O más. Igual me he quedado corto. Pongamos que ahora vea una diaria, unas 300 al año. Pero el fin de semana me gusta más el fútbol. Es que de chaval veía mucho cine. Eran los tiempos de sesión doble en cines señeros de Madrid. Yo iba por la tarde al cine Ibiza y veía dos. Luego con mi padre, al Narváez, otras dos. No había tele, no había futbol televisado. El domingo iba con mi padre al fútbol, al Metropolitano o a Chamartín.
 
– ¿Hay tanto partidismo en el cine como en el fútbol?
Hay periodistas que ven solo películas buenas en un director y películas malas en un director. Hay obras de realizadores que no tienen vitola para la crítica. Por ejemplo, Mesas separadas, de Delbert Mann, era una buena película, pero no cosechó respaldo. En cambio, El desierto rojo, de Antonioni, era buena antes de nacer. Filias y fobias ha habido siempre en este mundo.
 
– Se define usted como escritor. ¿Para ser director hay que escribir?
– No necesariamente. Yo es que siempre quise ser escritor. Hubo un gran escritor y autor de teatro, Preston Sturges, que fue el primero que reivindicó escribir y dirigir sus guiones. De la unión de director y escritor ha de salir algo beneficioso: Ingmar Bergman, Billy Wilder, Delmer Daves… Eso no quiere decir que se pueda dirigir una película sin ser escritor: John Ford, Alfred Hitchcock, Ernest Lubisch… Otra cosa es que tú controles el argumento, la historia, el guion, que puedas estar muy metido en ello. Pero igual que puedes solicitar una fotografía que ilumine solo una parte de la cara, puedes, por ejemplo, encargar unos diálogos sofisticados que se te escapen.
 
– Cuando empezó en esto, ¿en qué se fijaba más?
– Me gustaban las películas de los directores, pero estaba cautivado por los escritores. Pensaba, y pienso, que una película es fundamentalmente una buena historia, con un buen guion. Lo decía John Ford: ‘Con una buena historia y unos buenos actores, si no tratas de contar tu vida saliéndote de ahí, triunfarás’. No cuentes tu vida. Nuestra vida da como mucho para un corto, no te recrees [risas].
 
– Tenía usted claro que quería ser autor de cine y teatro, entonces.
– Y pasé diez años escribiendo películas. Es complicado escribir solo, tanto como a cuatro u ocho manos. Yo he escrito con Dibildos, Summers, Chumi Chúmmez… Pero cada escritura es distinta. Uno toma notas, otro escribe, otro revisa… hay muchas charlas, de varias semanas, para perfilar los personajes.
 
 

 
 
– ¿Como es ese proceso de escritura coral?
– El primero coge la Olivetti y va a tumba abierta, sabiendo que luego viene el otro y revisa. Pero también el bueno que te entreguen a ti el arranque. Las dos posturas son buenas. Es fácil llevarse bien.
 
– Con José María González Sinde hizo usted más que migas.
– Tuve mucha intimidad con él. Y con Horacio Valcárcel. Con ambos he tenido más relación que con muchos amores. Estás dentro de la otra persona y ella dentro de ti. Una vez, hablábamos de un guion tomando algo en el Paseo de Rosales, de Madrid. Alguno de la mesa dijo: “Hay que cargarse al ministro”, y un cliente de al lado pidió la cuenta y se fue. Temía que fuéramos terroristas [risas]. Pasan cosas intensas continuamente. Cualquier problema familiar, médico, conyugal, está en el día a día de esa persona. Y queda una huella en la película.
 
– ¿Lo percibe en una película suya, al revisarla?
– Hay cosas de mí que no pensaba iban a estar, y algunas personas me las identifican. Por ejemplo, en Las verdes praderas. El protagonista dice: “Pasamos la vida trabajando para El Corte Inglés o American Express”. Y resulta que cuando yo trabajaba de bancario decía eso mismo: “Pasamos la vida trabajando para los Fierro o para los March”. Cuando lo hacía no lo pensaba. Al hablar del recuerdo de una ciudad, por ejemplo, reconoces pasajes. En el personaje de un hombre o de una mujer, identificas relaciones personales tuyas.
 
– Usted fue el primer director que reivindicó el nombre del guionista en el cartelón del cine.
– Creo que hasta Asignatura pendiente no figuraba. Y en el cine Carlos III o en el Princesa apareció: “Guion, José María González Sinde”, incluso en los afiches. Ya con Dibildos, en Los nuevos españoles, Vida sexual sana o Tocata y fuga de Lolita, había reconocimiento. Yo creo que el gran enemigo del director es el escritor. Por eso no quiere que pase por el rodaje, por si le quita parte de la autoría. Rotular en los créditos “Un film de” es algo de la Nouvelle vague. Yo no lo he puesto en mi vida. Prefiero “Dirigida por”, como harían Wilder o Ford. ¿Qué más vas a poner?
 
– Ahora los guionistas se comen a los directores.
– En la tele, sí. Los grandes guionistas de EE UU son los vertebradores de la historia del cine. La teoría del cine de autor cambió todo. Antes ibas a ver La diligencia, de John Wayne. Pero luego ibas a ver Centauros del desierto, de John Ford. Ese cambio de la obra por el autor es cosa de la nouvelle vague.
 
– Salvo Casablanca, que sigue siendo “de Bogart”. El gran público no sabe quién era el director.
– Eso va un poco contra la teoría del cine de autor. Es una obra coral, como Lo que el viento se llevó. El cine de Hollywood era una empresa. Chevrolet o Chrysler se hacían en Detroit, en cadenas de montaje. En cambio, en la industria cinematográfica, Warner, Paramount, Metro… cada una tenía una característica, la de los productores que elegían los directores. Cada producto era perfecto. Era también una cadena de montaje, pero genial. Son responsables de Casablanca dos hermanos, de izquierdas, comprometidos; los actores son buenísimos; el director, que manejaba la cámara… La figura del director, en España, también sufrió cambios. Jaime de Armiñán era escritor, yo había hecho antes guiones… hubo otro acceso para llegar a la dirección.
 
 

 
 
– ¿Nunca fue usted a la Escuela de Cine?
– No, nunca. Pero tampoco fue Billy Wilder. Y eso que, de hecho, ningún director sabe cómo rueda otro. No veías rodar a nadie. Si rodaba Antonio Mercero, no estaba detrás del set Mario Camus. Y cuando rueda Camus no acude Pedro Olea a ver su trabajo. Los únicos que nos conocen a todos son los actores: ellos perciben si un director sabe o no. Con dos indicaciones les basta. Nadie ha visto rodar a otro.
 
– ¿Y cómo se las apañaba usted para aprender, trabajando de auxiliar administrativo?
Salía a las siete de la tarde del Banco Ibérico, donde ganaba 1.316,10 pesetas. Pero trabajaba en la Gran Vía y tenía alrededor el Palacio de la Prensa, el Avenida, el Capitol, el Callao, el Rialto, el Coliseum… Cómo no iba a gustarme el cine. Me di cuenta de que no podía seguir preparándome para abogado. Estudié tres meses Historia del Derecho y ni me presenté a los exámenes. Fue una de mis mejores decisiones. Pero era arriesgado.
 
– Si hubiera ido a la Escuela…
– …habría pasado el día hablando de cine con otros locos como yo. Lo que yo tenía que haber aprendido en la escuela del cine no es lo que me habría pedido el cuerpo. Me habría interesado más hablar de alienación, de política, que de cómo se rueda.
 
– O sea, aprendió usted por mimetismo.
– Yo he tenido la suerte de estar con Gil Parrondo en 14 películas, hablar del tiro de cámara, de cómo situar todo. Para Tiovivo c1950 recreamos el Banco Ibérico en el que yo trabajé, y solo era uno de los 70 decorados. Todas mis películas los tienen. El cine es mentira. Cuando pones ‘exterior noche’ suele ser ‘interior día’. A partir de ahí, todo es mentira. 
 
– Algo se hará en la calle…
– Por supuesto. No hay duda de que eso es cine. Pero, como decía Berlanga, cuando llegó la Nouvelle vague nos cargamos a los escayolistas… desaparecieron oficios. Sevilla Films, Cea, Cinearte… desaparecieron estudios. Se cargaron eso por crear autenticidad. La gente quiere una historia. Hay un cine experimental, de vanguardia, pero yo soy aficionado al cine clásico de Hollywood.
 
 

 
 
– El que le gustaba a su amigo el crítico Alfonso Sánchez.
– Cierto. Siempre decía: “Lo aprendes en una semana o no lo aprendes nunca”. Lo mismo opinaba Sinde. “Hay docenas de tíos que hacen cine en España que no saben pegar un plano con otro”, me decían. El cine es la mirada. Lo que tú ves es lo que cuentas. Si estás haciendo una panorámica no hace falta más que un plano. El cine está inventado. No hay más. Hay tipos de cine, eso sí.
 
– No le fue mal fijarse tanto en el cine americano.
– Supongo que no. Si no, no me habrían nominado cuatro veces al Óscar a la mejor película en lengua no inglesa. Quizá en la Academia percibían que mi forma de narrar era sencilla. No me complicaba la vida. Sería por la forma de contar que yo había aprendido del cine clásico de Hollywood. El Abuelo o Volver a empezar eran clásicos. Como Canción de cuna, donde el pajarito es Griffith, mientras la cámara sube. Asignatura pendiente era como Casablanca: la historia de dos personas que se quisieron en los veraneos adolescentes y ahora están en una situación complicada, con España a punto de cambiar a la muerte de Franco. ¿Para qué complicarse la vida?
 
– ¿Cómo se afronta el relato?
– Siempre he intentado que el relato fuera en progresión, que la atención fuera in crescendo a lo que te cuentan.
 
– ¿Leía mucho sobre cine?
– Mucho. Y leía las críticas de Alfonso Sánchez, de lectura accesible para un chaval de diez años. En sus artículos en La hoja del lunes hablaba de Fritz Lang, del expresionismo alemán o de John Ford. Y yo iba aprendiendo de esos textos. Esa relación me ayudó de mayor.
 
– ¿Cómo le conoció?
– En el Banco Ibérico. Era cliente, y muy amigo de los Fierro. Cuando le veía, intentaba salir a saludarle. Y le preguntaba por Cannes, por su artículo, por tal o cual película que yo había visto. Después de la mili, cuando supe que el banco no era lo mío, ni en Cámara de compensación ni en Cartera ni en Impagados, Alfonso sugirió a uno de los directores que me sacaran de ahí. Y José María Jove Arechandieta, que así se llamaba, se interesó por mis inquietudes. Era un hombre muy culto, finalista del premio de novela de Oviedo. “Me gustan Bertolt Brecht, Jerzy Grotowski…”, comenté. Y la conversación se convirtió en un examen. Y me buscaron acomodo en la Editorial Taurus, propiedad del banco. Otro mundo.
 
– ¿Le encontraron sitio?
– Tuve la suerte de que se llevaban al poeta Eladio Cabañero como subdirector a La estafeta literaria. Su plaza quedaba libre. Eso fue la verdadera universidad. Me relacioné con Paco García Pavón, con el que adaptaría a Plinio; con Jorge Campos, con el poeta Manolo Paderno… otro mundo.
 
– Mientras, sus excompañeros del banco estudiaban.
– Se mataban, más bien. Salían y se iban a estudiar. Yo salía y me iba al cine. Empecé a intimar con Alfonso Sánchez. Y la crítica de Asignatura pendiente en Informaciones fue muy buena. Cuando me enteré de que había enfermado me fui a verle al hospital Francisco Franco, hoy Gregorio Marañón. Con su voz peculiar me dijo: “Tienes que hacer una película de gente como yo, gente joven” [risas]. Por eso hice Volver a empezar, para esa generación interrumpida por la guerra.
 
– ¿Y por eso le hizo el documental?
– Así es. Rodé en su casa, cuando estaba dormido, y lo titulé Alfonso Sánchez. Le despertamos rodando con la cámara y viéndole trabajar. Estoy muy contento con aquel trabajo. Me dieron el premio Sant Jordi. A su muerte, fue una de las personas a las que dediqué el Óscar.
 
 

 
 
– Por cierto, en la entrevista de Pedro Erquicia en Informe semanal, la noche de los Óscar, aseguraba usted que el cine español era buenísimo, el mejor de Europa.
– Lo era, lo fue en los ochenta. Víctor Erice, Mercero, La colmena, Isasi Isasmendi, Berlanga… Era un buen momento, desde luego. Y arrancaban Almodóvar y Trueba.
 
– ¿Por qué cita usted tanto a Mercero?
– Porque marcó mi crecimiento. Le había conocido en 1964, como a Horacio Valcárcel. Él me ayudaba como los guiones, como a Antonio Giménez Rico. Hice mi primer viaje con él a Nueva York, en 1972. Mercero vivía en Alcalá, 196, donde estaba la Federación Española de Videoclubes. Tenía una pantalla en la que veíamos películas maravillosas, como Casque d’Or, de Jacques Becker. Teníamos la llave y nos proveíamos para ese videoclub privado. Hicimos los tres una serie para televisión, que nunca vio la luz, que se llamaba Trece pasos por lo insólito. Una de ellas es La cabina. Otra, La Gioconda está triste. Nos hicimos íntimos. He tenido la suerte de contar con grandes amigos que siguen siéndolo 50 años después. Giménez Rico y yo hemos trabajado y viajado mucho juntos. Incluso le produje Hotel Danubio.
 
– ¿Le molesta el apellido “polémico” que acompaña a sus proyectos, desde Asignatura… hasta Sangre de mayo?
– Ni me molesta ni me vengo arriba. He tratado de llegar a los 73 años sin rencores. Y eso está muy bien. Así disfruto del cine, del fútbol, del crepúsculo diario, de la música o la lectura. Todo el mundo tiene derecho a opinar. Son películas que concebí hace mucho, y no puedo cambiarlas. Las hice en absoluta libertad. No me quejo de nada.
 
– ¿Sus películas son las que quiso hacer?
– Sin duda. Empecé cuando murió Franco, pero antes sufrí la censura en los guiones. Te cortaban, te condicionaban, no se podía usar cierto lenguaje. Lo último que se prohibió en España fue el cartel de Asignatura pendiente, con Sacristán y Fiorella en la cama sobre los hombros de Franco. Era un cartel maravilloso de Iván Zulueta. Desde entonces no se prohibió nada.
 
– ¿Nunca aceptó ningún encargo alimenticio?
– Jamás. Todo lo hice por vocación, por convicción. Otros no han tenido esa suerte. Y mis dos producciones me tienen súper orgulloso: ayudé a Sinde con Viva la clase media, y a Giménez Rico, con Hotel Danubio.
 
 

 
 
– En la primera usted fue incluso actor.
– Me pidió Sinde que apareciera, algo que nunca pensé hacer, porque habíamos imaginado el papel para Antonio Gamero. Creo que no habría sido mal actor, porque soy muy de dirigir actores. Pero con una experiencia, vale. Me sirvió para estar con ellos, a su altura, sin maquillarme.
 
– ¿Nunca se ha maquillado, ni en la tele?
– Jamás. En cualquier programa, como mucho, me han quitado los brillos. Lo aprendí de Landa. Cuando se oye “Acción” (yo nunca lo digo), tocas el pecho a actores contrastados, como los Gutiérrez Caba, y tienen el corazón acelerado y las manos heladas. Me sirvió mucho aquella experiencia para conocer a los intérpretes. Pilar Miró me propuso hacer como Woody Allen, un papel por película. Y no…
 
– ¿Cómo le gustaría que le recordaran? ¿Como el de las cuatro nominaciones al Oscar, el de las 11 al Goya?
– ¿Tantas tengo? Ni idea. Lo de los Óscar sí lo sabía, porque tengo la estatuilla sobre los cuatro guiones encuadernados, junto a mis 3.000 libros sobre cine. No creo en la posteridad. Cervantes no tiene ni el premio Cervantes [risas]. La gloria es cruzarte con alguien en el Retiro y que te diga: “Gracias a su programa de la tele, Garci, vi yo Breve encuentro, de David Lean, o Las zapatillas rojas, de The Archers”. Eso es lo maravilloso, que te lo reconozcan en vida.
 
– Pero no siempre es fácil.
– También es verdad. En mi película Holmes y Watson, le dice el marqués a Holmes: “Pondrán nuestro nombre a una plaza o a unos jardines”, y Holmes refrenda eso: “No creo en la posteridad”. Si ella no ha hecho nada por mí, por qué voy a hacer yo nada por ella [sonríe]. Yo creo que no hay memoria para tres generaciones. Hay gente que no sabe quién es Paco Umbral. O directores de cine, como Florián Rey. En 200 años no sabremos nada. Haces una encuesta sobre las estatuas de El Retiro, y seguro que nadie sabe quién es Campoamor. La posteridad es una fonética. ¿Quién era Jorge Juan?
 
 

 
 
– ¿Alguna vez por la calle le han puesto la cara colorada, le han insultado?
– Nunca. ¡Soy de Madrid, hombre! Al contrario. En Gijón quisieron ponerme una calle, y me negué, y en Oviedo también. Soy hijo adoptivo de ambas, con la rivalidad que hay. Y por unanimidad. Les dije que soy del Spórting, pero que ojalá suba a Primera División el Oviedo. Voy directo.
 
– ¿Hay algo en su cine que le identifique, igual que a Almodóvar o a Woody Allen?
Siempre me han dicho que tengo “Voz familiar, autoría”. La gente reconoce mi cine. En You’re the one, Canción de cuna, El abuelo… por el paisaje, por el lenguaje… No lo sé, no me he parado a pensarlo. Mis películas estaban pegadas a la actualidad, a España. Hubo películas que fueron una especie de trilogía de la transición, Asignatura pendiente, Solos en la madrugada y Las verdes praderas. Luego me quise despegar de ello, como decía Ortega, “para entender a tu país hay que echarse un poco atrás”. Me interesó otro tipo de cine, más relajado o reposado, como El abuelo.
 
– Sí, pasó de mirón a adaptador.
– Me gustó mucho la aventura de Sangre de mayo. Es Galdós, y habría que ponerla en los colegios. Lo único que yo hice fue tratar de adaptarlo, como lo hice en El abuelo. Canción de cuna es una serie de reflexiones sobre las personas, la bondad, el mal. Yo qué sé. Nunca me he considerado un autor, soy un director y un escritor. Pero no tengo derecho a la vitola de autor cinematográfico. Por eso nunca pondré “Un film de”. Como mucho, una película “dirigida por”.
 
 

 
 
– O sea, no tiene usted ningún arrepentimiento.
– Pues quizá, el de no haber registrado “Asignatura pendiente”. ¡Y luego se ha usado para todo! Antes, nadie tenía una asignatura pendiente. Ahora la tiene el gobierno en algún área. El Real Madrid en la defensa. Fulanito, con una chica. Solo había pendiente una asignatura en sentido literal, para septiembre. Si yo hubiera tenido derechos de autor… ¡Y Sinde y José Luis Tafur, el productor, querían llamarla Azul y rojo!
 
– No tiene móvil ni portátil ni correo electrónico. ¿Reniega de Internet?
¿Cómo voy a renegar, si no lo conozco? No tengo nada contra ello. Lo único que me fastidia es la falta de ley, como en el oeste: te roban el caballo o te matan y nadie dice nada. Esa barra libre de críticas necesita un sheriff.
 
– ¿Pero rodó algo en digital?
– ¡Qué va! Bueno sí, las cámaras son digitales, ya no hace falta la lata de rollo. En Sangre de Mayo todos los decorados eran reales: la iglesia de Buen Suceso, la Puerta del Sol, la Fuente de la Mariblanca, el Arco de Cuchilleros. Nada era digital. Supongo que eso es muy caro.
 
 

 
 
¿Un cigarrito?
Con 73 años no parece probable que Garci haya hecho de sus convicciones un postureo. Nunca ha tenido coche, teléfono móvil, correo electrónico ni redes sociales. Queda dicho. “No me voy a enterar nunca de nada. Sé, de refilón, que ahora sale un libro solo dedicado a Canción de cuna”. Se muestra sorprendido, por ejemplo, cuando se entera de que hay en la red una tesis en la Universidad de Cantabria que analiza sus personajes en relación con el tabaco. Los que no fuman aparecen como renegados, según ese trabajo. “No creo que fuera intencionado… Sí es cierto que empecé a fumar muy joven, con 14 años, peninsulares o celtas. Y eso marca. De vez en cuando fumo un Marlboro o un canuto. Pero nunca pasé de diez o doce cigarrillos. Y en los rodajes jamás he pasado de un paquete diario”. Reconoce Garci que le gustan las mujeres que fuman, y que empezó a fumar por imagen. “Nunca he tenido dependencia. Puedo estar 20 días sin dar una calada”. Y, ya puestos, lanza una reivindicación: “Debería haber líneas aéreas de fumadores y bares de fumadores. Sería un negocio. Y en películas los médicos han fumado también. Obviamente, no es bueno fumar. Y se demuestra que la justicia, cuando puede, se impone. Se prohibió fumar y se consiguió”.
 
 

 
 
Fútbol es cultura
El padre José Luis Garci, Manuel García Meana, fue un célebre pintor cubista que hizo sus pinitos como futbolista del Spórting de Gijón. Con razón el cineasta mamó el fútbol desde el biberón. Fue socio infantil del Real Madrid antes de proclamarse atlético de convicción (viajó a las dos últimas finales del club en la Liga de Campeones, en Lisboa y Milán). Concibe el fútbol como diversión y como escuela de valores. “Hay generaciones que se enorgullecen de que su niño de tres años llame ‘caca’ al eterno rival. ¡Cómo no va a salir un energúmeno de ese niño! Y el periodismo se ha convertido en energúmenos de tertulia, del corazón”. Sigue yendo al Bernabéu, pero al palco, adonde le invita su amigo Eduardo Torres Dulce, exfiscal General del Estado y coguionista de Holmes & Watson. “Ciertos intelectuales se equivocaron al considerar que el futbol era el opio del pueblo. No es cierto: el fútbol era el pueblo”, dice, para zanjar el debate entre balompié y cultura. “No todo el mundo de la izquierda soviética entendía que alguien pudiera leer el Marca y la revista Ínsula”.
 
Según Garci, el John Ford del fútbol es Di Stéfano, con el que tuvo la suerte de trabar una sólida amistad. “Le vi debutar cuando yo tenía 10 años. Y vi también el famoso gol de tacón, ese que sale en los reportajes. Mi padre ya vaticinó que de aquello se hablaría mucho: ‘Has tenido la suerte de ver un gol histórico”. De los de ahora, se queda con Messi: “Logrará 700 goles en su carrera, es Mozart”. Publicó Football Days y Campo del gas, sobre boxeo, su segunda gran pasión. “La mayoría de los pijos empiezan a ir al gimnasio a pegarse. Hombres y mujeres. El boxeo es otra moda”.
 
 

 
 
El amigo Mercero
Antonio Mercero, historia viva de la televisión y el cine del siglo XX, ha sido más que un espejo para el director de Volver a empezar. Desde hace años está aquejado de alzhéimer. Garci ha asistido al deterioro cognitivo que acarrea la enfermedad. “Durante años hemos comido los lunes Horacio [Valcárcel], él y yo. Poco a poco fue perdiendo memoria. ‘¿No recuerdas tal escena en La hora de los valientes?’. Y no recordaba nada. Un día, le dejamos como siempre en el portal de su casa, para que le recogiera en el ascensor su mujer, Ita. Y se hizo un lío con el piso. Desde ahí, fatal”. Según Garci, Mercero veía todos los días Cantando bajo la lluvia. Ya no puede. Responsable de series como Verano azul, Turno de oficio, Farmacia de guardia…. aquellos almuerzos con Mercero fueron un rebobinado de evocación que se cortó abruptamente.Un día nos dijo: ‘Me hace gracia lo que contáis, aunque no sé quiénes sois. Pero sé que os quiero mucho’. Dejamos de vernos. A su hijo Iñaki me lo llevé como ayudante de dirección a Historias del otro lado. Ahora es un director estupendo”.
 
 

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