José Manuel Poga
“Me ofrecen más caballeros oscuros que príncipes azules”
En la infancia ya hacía reír, en la adolescencia le dio por dibujar cómics, en la universidad obtuvo sus mayores alegrías jugando al billar y los dardos y al final rescató su idea de ser actor. Se plantó en Sevilla y enseguida llenó el teatro ‘underground’ de la ciudad con espectáculos junto a amigos suyos. Se curtió con actuaciones en casetas de feria, bares, bodas y cumpleaños. Tuvo su propia compañía. ‘Grupo 7’ (Alberto Rodríguez) le hizo conocido entre el público cinéfilo y ‘La casa de papel’ disparó su popularidad. Ahora le vemos protagonizar la serie ‘En fin’
ANDREA G. BERMEJO
FOTOS: BELÉN VARGAS
Las primeras palabras del actor jerezano José Manuel Poga contienen magia y agradecimiento. No duda en confesar que llevaba algún tiempo invocando esta entrevista. Como socio de AISGE desde hace años, esperaba la llamada de la revista ACTÚA, que recibe en su casa cada tres meses. “Yo pienso en el deseo ya consumado para que se cumpla. Eso a lo que tú te acoges nadie te lo quita”, explica. Enseguida nos contagia su optimismo, esa alegría de vivir sureña. Han transcurrido 12 años desde su debut en la gran pantalla con Grupo 7, de Alberto Rodríguez. Saltó a la fama mundial gracias a La casa de papel. Desde entonces, no paramos de verle en series (El cuerpo en llamas, En fin) y películas (Menudas piezas, El correo). Pero su espíritu es el de Sebastián ‘el intrépido’, un personaje que interpretaba con su compañía en la escena underground de Sevilla en los primeros 2000.
– Eso de pensar en el deseo ya consumado sí le funciona: no le ha ido mal en su larga carrera.
– No. Voy haciendo caminito, caminito, como suelo decir siempre. Ese es mi mantra.
– Y desde La casa de papel, más aún…
– Con esa serie me encontré la mesa puesta y lo disfruté mucho. Sabía que me vería más gente que nunca. Y eso ha sido directamente proporcional al volumen de trabajo que he tenido desde ese momento.
– Muchos de esos trabajos han sido en la pequeña pantalla. Por ejemplo, su personaje secundario en El cuerpo en llamas. Es llamativo lo bien que lo defiende en tan pocas secuencias.
– Yo nunca digo que tengo papeles pequeños. Eso no quiere decir que no les dedique el esfuerzo y la profundidad que requieren. Me da igual que mi personaje tenga pocas apariciones, siempre pienso que soy el protagonista de mis pequeñas partes.
– ¿Cómo aborda la preparación de los personajes?
– Depende del tono de la serie o película. Hay algunos personajes más naturalistas y otros más histriónicos. Voy jugando. Siempre me tocan personajes oscuritos. Me ofrecen más caballeros oscuros que príncipes azules, así que ya tengo todo un catálogo de villanos y de malos, de hombres con taritas o excentricidades. Los tengo en mi armario de disfraces, como si fuese el armario de Mortadelo. Voy cogiendo unas cosas de aquí y otras de allá, me hago mi puzle y después lo cocino como una receta.
– Con esos roles puede dar rienda suelta a sus peores instintos.
– Me quedo muy suavito después de la jornada de 12 horas de rodaje. Encarnar a ciertos personajes me sirve de terapia. Llego al hotel directamente para acostarme.
– Es bastante curioso que le ofrezcan esos papeles. Usted comenzó su andadura en la comedia.
– Empecé en el teatro underground, en salas pequeñas, bares, ferias de pueblo, verbenas… Esos son escenarios hostiles en los que peleas con público complicado. Por ejemplo, en un bar. Eso te da capacidad de improvisación. Yo he trabajado siempre el clown y el bufón. Es de donde vengo. Del underground y de la batalla. De la batalla de la calle.
– ¿Cómo nació su vocación?
– De pequeño ya me encantaban los disfraces, hacer números en playback, hacer de payaso… Lo típico. Eso de hacer reír me empezó a despertar el gusanillo, me gustaba que el público disfrutara con mis ocurrencias. Hasta que en la adolescencia me dio por dibujar cómics. Durante un tiempo quise dedicarme a eso. Pero soy de Jerez de la Frontera, de una familia de clase media… y las escuelas de cómic estaban en Barcelona en ese momento. Mi segunda opción era ser actor. Al salir de COU estaba perdido, no sabía qué quería. Al final decidí estudiar Gestión y Administración Pública, y me costó bastante tiempo aprenderme el nombre de la carrera. Estuve dos años sin aprobar ninguna asignatura, aunque me hice un experto en el billar y los dardos porque pasaba todo el tiempo en el bar de la facultad. Recuerdo que un día mi padre me preguntó qué quería hacer realmente. “Ser actor”, le contesté. Me apoyó. Me marché a Sevilla a hacer teatro y encontré a distintas personas que tenían la misma pasión que yo. Con cada colega montaba un espectáculo que llevábamos por el underground de la ciudad. Ahí empezó todo.
– ¿Se formó en alguna escuela?
– Sí. Quise inscribirme en la Escuela de Arte Dramático y las pruebas de acceso habían sido un mes antes… No podía perder otro año jugando a los dardos y al billar y me apunté a Viento Sur Teatro. Las clases eran los martes y los jueves. Ahí conocí a la que es mi familia elegida: los teatreros, los culturetas. Fue una gran fortuna, un aprendizaje vital. Y empecé a trabajar muy rápido.
– ¿En qué momento sintió que ya era actor profesional, que podía ganarse la vida con su labor?
– Cuando dejé de pedirle dinero a mi padre y comencé a ganar mis honorarios con los trabajos que hacía mientras estaba en la escuela. Tendría 21 o 22 años. Pasé por una empresa de animación sociocultural y trabajaba en cumpleaños de niños, comuniones… Me vestía de pirata y hacía pintacaras, globoflexia, dinámicas para los chavales. Me ganaba mis 5000 pesetitas por bolo. También montaba espectáculos en cafés-teatro con El Calvo Invita, mi compañía. Con De bar en peor empezamos a llenar las salas. Yo era un culo inquieto. Tenía tres o cuatro espectáculos con cada uno de mis colegas.
– Es usted de los que defiende que las cosas se aprenden haciéndolas.
– Sí. Mi formación ha sido la experiencia. Cuando te pones ante el público o la cámara es importantísimo estar en un estado de relajación y no perder el contacto con el miedo. Todavía me da inseguridad cada vez que actúo. Cuando uno tiene miedo, tiene poder. Si no lo tiene, está como vacío. Mi escuela fue la de enfrentarme a bolos en ferias a la una de la madrugada, que acababan alargándose hasta las cuatro, en casetas alcohólicas. Tienes que plantarte encima de una tarima y hacer reír. Nuestros micros fallaban mucho porque no teníamos dinero para otros mejores. En las casetas aprendí a proyectar la voz; mi voz debía quedar por encima de todo aquel jaleo. Recuerdo una vez que tenía fiebre alta. Me subí al escenario y se me quitó. No me he sentido mejor en mi vida.
– Buenas tablas le dieron aquellos primeros pasos.
– Sí. Eso te da mucho power. Sobre todo, si ves que los resultados son buenos, cuando te bajas del escenario y todo el mundo te pide tu tarjeta. Lo mejor eran las bodas. Mis amigos y yo íbamos con el táper vacío y nos pasábamos por el catering después por la actuación. Nos llevábamos el táper lleno de gambas y 300 pavitos por cabeza. En los pueblos había dinero antes de la crisis.
– ¿Cómo pasó de las bodas a las series y las películas?
– El salto gordo lo di al presentarme al casting multitudinario de Grupo 7 en Sevilla. Ya había trabajado cerca de Alberto Rodríguez, como figurante en After, mi primer contacto profesional con el mundo del cine. Y quién me iba a decir que al año siguiente me escogerían para interpretar un personaje en una película de ese mismo director. Ahí conocí a las directoras de casting Eva Leira y Yolanda Serrano y a quien todavía es mi representante. Grupo 7 me lanzó, pasé a un nivel 2.0 en mi carrera. Le estaré eternamente agradecido a Alberto Rodríguez.
– Igualmente relevante para su carrera sería El niño.
– Sí. Fue en la misma época. Y ahí compartía secuencia con Eduard Fernández o Luis Tosar. Aunque eran papeles con pocas apariciones, estaba en películas importantes. Yo siempre he tenido una disposición muy optimista. Tenga una sesión o 50, abordo cada proyecto con la misma pasión. Nunca olvido de dónde vengo.
– De entre todos sus trabajos, ¿de cuál siente especial orgullo?
– De un personaje que hacía en los tiempos en que tuve mi compañía. Se llamaba Sebastián ‘el intrépido’. Abría la boca y el público se moría de la risa. Cuando llegaba esa parte del espectáculo yo sentía que estaba donde debía: en el escenario y con ese personaje. A la hora de elegir un papel conocido, diría que el de Gandía en La casa de papel: era un villano con trabajo sucio por hacer. Ya que me ponía en la piel de un villano, lo hacía a tope. Tenía la sensación de que atravesaba las paredes. Fue muy terapéutico, muy liberador.
– Y le reportó fama: de no tener redes sociales a contar con 260.000 seguidores en Instagram.
– Y durante un día fui trending topic. Me lo dijo mi prima. Aparecí en La casa de papel en plena pandemia, con todo el mundo viendo la televisión en su casa. Lo primero que recibí al abrirme un perfil en Instagram fue la amenaza de muerte que me hacía una telespectadora italiana.
– ¿Ha cambiado su vida tras ese fenómeno?
– La verdad es que no. Mi vida cambió cuando fui padre. Cuando dejé la ciudad para vivir en un pueblo. Separo muy bien mi vida personal de la profesional. Esta última sí me ha cambiado en cuanto a volumen de trabajo.
– ¿Quiénes han sido sus grandes maestros?
– Charlie Chaplin y Buster Keaton. Y en el mundo del payaso y del surrealismo, en la adolescencia mamé mucho del que era mi gran ídolo: Pedro Reyes. Entre mis referentes también están Faemino y Cansado, Tip y Col… Y no puedo olvidarme de mis profesores de la escuela, puesto que ya desde el principio veía en sus miradas que apostaban por mí. A lo largo de mi carrera descubro actores a los que admiro. Los observo, los estudio, los imito. ¿Cómo puede transformarse tanto Javier Bardem de un personaje a otro? No obstante, es en la calle donde yo aprendo. Vas a Sevilla a ciertas horas y por ciertos barrios y te encuentras maravillas.
– Parece que tiene bien colocado el ego.
– Eso creo. Esto es una montaña rusa. Hay que tener la cabeza bien puesta. Y flaco favor hace a veces el ego. Que se tiene, ¿eh? Porque estás ahí expuesto y te sientes muy vulnerable al desgarrarte delante de la cámara sabiendo que lo va a ver medio mundo. Yo no entendía por qué la gente nos ve a los actores como semidioses. Pero es que la gente valora, aunque sea inconscientemente, que estemos dejándonos la piel.
– ¿Qué le ilusionaría hacer en el futuro?
– ¡Ay, el futuro…! No sé. Es que voy con las cortas. Vivimos un presente que, entre los desastres naturales y los americanos, me tiene mucho más preocupado que el futuro. Quiero tener la salud mental en su sitio y un presente amable y optimista. Sé bien que, mientras tenga salud, trabajaré siempre. Si no me sale trabajo, me lo crearé yo mismo. Tengo en la recámara muchos planes B.
– ¿Ha aprendido de algún fracaso?
– Sí. Rodé Grupo 7. Justo después, Miel de naranjas con Imanol Uribe. Dos películas en dos meses. Pensé: “¡Yo estoy al nivel de Matt Damon!”. Me vine arribísima. ¿Y luego? Hice un casting y no salió. El siguiente, tampoco. Y el siguiente, tampoco. Estuve dos años sin currar. Así entendí cómo funciona esto. Volví al teatro, recuperé la compañía. Hasta que al cabo de esos dos años me escogieron en otra prueba. Fue el primer guantazo que me dio el oficio y lo mejor que me ha pasado.