Mariné se explica a través de sus prodigios. En cuatro espacios tiene instalados múltiples aparatos de su construcción. Los que ahí estuvimos, fuimos arrastrados a ese su mundo, fascinados por la complejidad técnica de su maquinaria. La aldea maldita, Currito de la cruz, La venenosa –el último filme mudo de Raquel Meller– son solo algunos de los títulos a los que el otrora director de fotografía ha dedicado su vida para devolverles la luz.
Mariné contesta articulando sus pensamientos con enorme claridad y precisión, usando de una memoria fresca para todo detalle o nombre que necesite de su más lejano pasado. Modesto Llosent, entre otros. “Semiamigo de correrías infantiles” con quien, rebautizado Jorge Mistral, se reencontraría años después en el rodaje de Las inquietudes de Shanti Andía.
Mueve sus manos, su cabeza y su cuerpo como si todo él fuese un resorte a punto de ponerse a mejorar un aparato o a investigar. “Cuando no trabajo, estudio. Trato de crear un sistema para lograr el revelado digital.”
Flashback: La II República. La guerra
Barcelona, 1934. Dos años antes de la victoria del Frente Popular. “Quería ser ingeniero, pero los meses en cama por tifus me hicieron perder la beca”. Con 14 años, Mariné entra en los Estudios Orphea. Franco, la oligarquía y al parecer también Cristo, se alzan; Catalunya, laica y demás, permanece republicana. Le movilizan cumplidos los 17. “Me dieron un fusil –‘tu mejor compañero a partir de hoy’- y dos bombas de mano. Pasados unos días, nos llevaron hasta un campo de trigo en La Sentiu para recuperar un terreno que nos habían quitado los fascistas. Solo se oía rezar el padrenuestro, nunca he olvidado aquellas imágenes. Fuimos avanzando pero nos bombardearon. De 150 quedamos vivos menos de la quinta parte”. 17 años. Tela.
Los supervivientes fueron trasladados a la localidad leridana de Preixens. Su padre fue a verle y le llevó una pequeña cámara con la que inmortalizaría a sus compañeros de batallón. Esas fotos las vio el entonces comandante Líster y lo adscribió a su ejército. “Hacía panorámicas de las posiciones enemigas desde las trincheras”.
Entre batallas, tuvo a su cargo todo el material de la CNT que estaba en Orphea y hubo de hacer virguerías para abastecer de material técnico los actos que había que filmar.
“El entierro de Durruti fue para mí algo definitivo. Había cámaras por todos lados pero las baterías se caían, faltaban cables, focos, trípodes. El acto culminó en la plaza de Catalunya. Hablaron Companys, Morera, todos los del Sindicato, Castanyer. Pero no había equipo de sonido, no teníamos ni las voces ni el sonido ambiente, aunque fuera de fondo”.