“El rodaje es muy complejo, hay un gallinero de egos”
Resulta más fácil identificar ‘un Medem’ sin títulos de crédito que un Picasso sin firma. Con ‘El árbol de la sangre’, el hombre que una vez dijo no a Spielberg vuelve a su más genuino altavoz de cineasta. A los 60 años, es hora de repasar su trayectoria. Y sin peinar canas
JAVIER OLIVARES LEÓN
FOTOGRAFÍA: ENRIQUE CIDONCHA
¿Qué tienen en común Tim Robbins, Alec Baldwin, Tim Burton y Julio Medem? Más allá del cine, se entiende. Aunque suene a paradoja, el año de nacimiento: 1958. El director vasco, un dandi en toda regla, conserva las trazas propias de un cuarentón. “Solo tengo buen pelo”, bromea. “En lo creativo no estoy igual que a los 40, como no lo estoy en lo físico, aunque hay algo en la mente…”. Se aprecia en el discurso, y ahora, de nuevo en su cine. Con El árbol de la sangre en cartel ha vuelto el primer Medem.
– ¿Le obsesiona a Medem ser “muy Medem”?
– Creo que El árbol de la sangre es una de las mías. Total. Igual parece una forma de petulancia, pero en absoluto busco nada: al trabajar no pienso en los demás, en nada premeditado. Lo que me gusta, lo persigo. Y tengo la sensación de que, puesto que lo que persigo me está seduciendo, voy a ser capaz de seducir también a un grupo de espectadores. Pero cada vez es más pequeño ese grupo. Es así.
– Si le consuela, tampoco lee tanta gente como antes lo que otros ponemos por escrito.
– Bueno, bueno. Yo tengo una hija adolescente [Ana], de 15 años, que era lectora hasta que le regalamos un móvil. “Papá, todas mis amigas lo tienen”, insistía. Y entonces dejó de leer asiduamente. Se enganchó. Redes sociales, Instagram, WhatsApp… Además, ser niña hace que se muestre como es, se fotografía continuamente. Mis sobrinos varones, en cambio, se sacan fotos en la bici [risas].
– La tecnología trasciende a la moda. En El árbol de la sangre hay escenas grabadas con dron. ¿Temía ser un realizador antiguo si no lo hacía?
– Para nada. Por lenguaje visual me gusta, me encajaba en la escena. Tu ‘parto visual’ se plasma mejor así. El ojo se puede mover al dictado de tu interés. No he abusado. Son momentos puntuales.
– ¿Y condiciona escribir un guion coral, con tanta salida y entrada de personajes? Hay mucho enfoque teatral.
– Yo sabía que El árbol… era la historia más compleja que he hecho. Se mezclan muchas tramas, como las ramas de un árbol. El símbolo de las ramas representa a la familia. En ese sentido aquí hay varias películas. Tal como he hecho el cine hasta hoy, podría haber hecho casi una película de cada rama. El reto era juntar esas ramas y crear un conjunto. Y tardé mucho en medir ese guion.
– ¿Hizo otras cosas en medio?
– La primera vez que vi abarcable ese guion fue al término del montaje de Ma ma, a finales de 2014. Estaba muy estimulado por la narración. El guion tenía ya algunos años, me gustaba, pero no estaba domado. No conseguía la modulación de esas ramas y familias. Y en dos semanas lo logré, y me puse contentísimo. Me vino bien ese reposo para leer, revisar y hacer un esquema definitivo. Quité un 20 por ciento.
– ¿Tuvo influencia de El árbol de la vida, de Terence Marrick, de quien se confiesa admirador?
– Me encanta Marrick y me encanta esa película. Pero la vi después, yo ya tenía mi guion. Son muy diferentes. En mi película hay dos capas: la presente, con los narradores [Úrsula Corberó y Álvaro Cervantes], y el resto de personajes, además de la escritora. Cada uno de ellos relata su pasado, más otra familia, que son los Mendoza. El subconsciente sumado de los dos relatores da ese árbol en el que dicen que mezclarán su sangre para entretejer un árbol conjunto. Para mí es un relato muy libre en ese sentido. No sé qué referencias tiene esta película.
– Cómo llena la pantalla el argentino Joaquín Furriel…
– En principio era el personaje más estereotipado: el testosterónico Olmo, oscuro, con violencia interna y seductor. Sin embargo, trabajándolo con él, dimos con algo de mayor fragilidad. Es sensible, tiene un trasfondo romántico. Un romanticismo capaz de dar el amor hasta la muerte, hasta el sacrificio en vida.
– ¿Qué poso dejará El árbol de la sangre?
– Pretendo que el espectador tenga una sensibilidad como la mía. Y que busque en el cine cierta afinidad en el lenguaje. Soy muy provocador en el lenguaje. A cierta gente le emociona cómo está contada la historia. Eso es el cine. Por un lado, cuento historias de amor, pero luego cuento también otras paralelas. En este caso ocurre mucho eso: a través de la historia de amor de Marc y Rebeca salen otros personajes. Es un mapa blanco, no político, pero salen los tipismos de muchas regiones de España. Lo vasco, lo catalán, lo sevillano… Se disfruta de una historia coral que lleva a un viaje emocional. Es una historia atrapadora, que engancha. Hay mucho lenguaje simbólico. El distribuidor hizo test de público, y dicen que gusta, que la verían otra vez.
– ¿Siempre tuvo claro el reparto?
– Me falló un varón. Pero en este momento no me puedo imaginar a nadie mejor que Álvaro Cervantes. En el casting no me dejó ninguna duda. Este casting, como el que le hice a Carmelo Gómez [repitió en Vacas, La ardilla roja, Tierra], son los mejores que hice en mi vida. Estaba viendo a un grandísimo actor que podía poner mucho del personaje de Marc.
– Se sabe que usted ensaya mucho con los actores.
– Mucho. Pero mucho. Y Álvaro iba creciendo con el ensayo. A muchos intérpretes no les gusta ensayar. Por ejemplo, Penélope Cruz, cuando hicimos Ma ma. Y yo lo respeto, claro, porque luego el resultado no podría ser mejor. Aunque estén escritos por mí, descubro más a los personajes en los ensayos con los actores. Cada intérprete tiene que exponer su alma, su propia materia, de lo que está hecho. Y a partir de ahí, “solo” (con todas las comillas) esa materia tiene que ser el otro personaje. No lo imites, pon lo tuyo. Pero esto es tan caprichoso como nuestra genética: se puede buscar al homo sapiens a partir de una célula desescamada de la piel. Se puede sacar un mapa genético desde que somos especie. En la mente nos contenemos todos a todos, y la bioquímica decide la forma de ser o estar. Si te sales de ahí… A mí me pasa eso cuando escribo: hay personajes que están dentro de mí. Sobre todo, los principales.
– ¿Hace usted primero el arquetipo de cada personaje y luego los enreda todos o va construyendo su perfil durante el desarrollo de la historia?
– Es una mezcla de todo. Parto de algo visual, que contiene una atmósfera fuerte. Tiene que ver con ese romanticismo en lo narrativo: la muerte, el amor, el sexo… están muy cerca. Y me encanta el humor, con él resto gravedad. Desde esa base dibujo los personajes, cada uno con su función, y los veo en principio desde fuera.
– ¿Siempre ha trabajado así?
– Por ejemplo, en Tierra, no. Y en Lucía y el sexo creo que tampoco. El personaje sale luego. En Lucía… yo había visto en Formentera el faro y el agujero. Tras el montaje de Los amantes del Círculo Polar quise traerme a la Ana de esa película. Y después resultó un personaje nuevo.
– Ya que habla de Tierra, ¿qué fue de Silke?
– No lo sé. Volvió a su mundo. Paco Pino [director de casting] le hizo una entrevista previa para el personaje de Mari y le gustó. Vimos a muchas jovencitas antes de la prueba con texto. Y al llegar ese momento dijo que no quería hacer el papel, que no quería ser actriz. “Pero, ¿te has leído el guion?”, le pregunté. “Sí, pero…”. Le propuse que tomara la decisión tras la prueba. La hizo muy bien, muy especial. Estaba verde como actriz, que no lo era. La elegí y se animó. Pero le costó, no se veía en esto. Le gustaba más la vida que hace en Ibiza, muy coherente. Y como yo estaba escribiendo Hola, ¿está sola? con Iciar Bollain, se la recomendé.
– ¿Qué le da Najwa Nimri, a la que tanto recurre en sus proyectos?
– Es una geniecilla maravillosa. El suyo es el único personaje de esta película que escribí para ella. Ya hace años. No me salía, porque quise hacer una trilogía, aunque se metió por medio Habitación en Roma [2009]… Pero Najwa siempre ha sido La Maca de El árbol de la sangre.
– Dicen que es usted muy serio en los rodajes. Y sin dar un grito.
– No suelo levantar la voz nunca. No es necesario. También por una cuestión de respeto al equipo. Me limito a pedir a cada uno que haga lo que sepa, y en los departamentos por lo general saben más que yo. Me toca estimularles bien. “Lo veo así, pero hazlo tú”, suelo decir. No es que sea un blando, es que soy muy sincero. Elijo a los actores, y sería una burrada luego imponerles nada. En el rodaje estoy en un estado de excitación permanente, me emociono mucho. Y eso genera también un contagio positivo.
– ¿Alguna vez ha chocado tanto con alguien como para acabar cambiando el reparto?
– Ya lo hice dos veces en los ensayos. No crecía bien el asunto, y si hay problemas de comunicación, digo: “Se acabó”.
– ¿No ha trabajado de nuevo con esas personas?
– No. Aunque podría. A veces pasa en el equipo. El rodaje es muy complejo, hay un gallinero de egos. Y todos tienen derecho a su ego, soy respetuoso con eso. He coincidido con ayudantes de dirección que gritan mucho y les he pedido que no lo hagan. Se puede gritar ‘bien’, que no haya una sinfonía de gritos. He tenido muy grandes equipos.
El encuentro con Medem tiene lugar pocas horas antes de la ceremonia de entrega de los Premios Princesa de Asturias en Oviedo. El cineasta no recordaba que en su ámbito se lo daban a Martin Scorsese. De él opina que “es seguramente el que mejor pulsión tiene rodando. Me gusta más que Ridley Scott, otro que rueda que te mueres. Con esa forma de contar la historia dices: ‘Qué barbaridad. ¿Cómo puede estar todo a ese nivelazo?’. Es algo que hablaría con algunos críticos. Deberíamos criticar si una película consigue lo que se propone. A veces te acusan de hacer algo que no te has propuesto. En fin…”. La conversación regresa a Scorsese: “De acuerdo que se rodea de monstruos como Robert de Niro, pero es que él trata bien y dirige mejor a los actores. Desde Malas calles ha tenido interpretaciones fascinantes. Se ve que de cabeza está muy bien pese a los 76 años. Esta profesión te mantiene activo mentalmente. De los que no están vivos, Stanley Kubrick era de ese nivel”.
– ¿Diría que la mejor década de Julio Medem fue la de los noventa?
– Y un poquito más… Dese luego, esa época fue para mí fascinante. En lo personal también: por entonces me convierto en director de cine y me doy cuenta de que trasciendo fronteras y gusto fuera. Vacas y La ardilla roja no fueron tan bien en salas como Tierra. Pero fueron bien en festivales… Diría que Lucía y el sexo, ya en el nuevo milenio, tuvo su eco. Los últimos 15 años están siendo más duros. Para mí, y para los cineastas de España en general, conseguir un productor es tarea ardua. Por entonces yo contaba con Sogecine, que me producía lo último que escribía. Y les encantaba con aparente sinceridad. Pero desde 2005 o 2006 ha sido difícil.
– ¿Más o menos desde Caótica Ana [2007]?
– Sí, por ahí. Pero no paro de escribir, de imaginarme y buscar posibilidades a mi ritmo de supervivencia.
– ¿Cuál es ese ritmo?
– Tremendo. Tengo muchos guiones y varias series, algunas en estado de Biblia, con tres temporadas. Una de ellas se basa en mi novela Aspasia, amante de Atenas, pero también perfilo Muerte en Jai Alai [sobre cesta punta, una modalidad de pelota vasca], que suscita cierto interés en EEUU. Y alguna otra cosa sobre la guerra de Cuba…
– ¿Cuándo cree que verán la luz?
– No lo sé. Aunque no paro de pensar. Me siento mentalmente ejercitado. No soy el mismo, tampoco en lo creativo. No podría hacer las películas que ya hice ni ser el joven que hacía cosas hace veintitantos años. Cuando Los amantes del Círculo Polar, en 1998, no había problema para conseguir productor. Fue una época maravillosa. El cine español tenía un público cinéfilo, entendido, que sabía lo que quería, que apreciaba un cine variado, plural y libre. Fui un privilegiado. Había interés por lenguajes y formas de contar. Y yo pude expresarme como quise.
– Mencionaba antes a los críticos. ¿Le molestó el pinchazo de Caótica Ana?
– Fue mi primer fracaso. Aunque no quiera llamarlo así. Ocurre algo curioso: ahora empieza a haber chicas jóvenes a las que le gusta Caótica Ana, como amigas mayores de mi hija. Chicas de 20 o 22 años que captan el mensaje. Estuve en festivales de Roma y Kerala [India] y allí entendieron bien lo que es la reencarnación, la memoria profunda [la película estaba dedicada a su hermana Ana, fallecida en un accidente], desde lo femenino. Y hay quien entiende bien lo que es ser la madre de los hombres buenos. Existe un público… Pero nadie esperaba la acogida que tuvo: ni la productora ni el equipo. Hay opinadores que pueden hacer mucho daño.
– ¿Sigue pensando que La pelota vasca tuvo una mirada limpia? ¿Se imagina lo que habría sido en tiempos de redes sociales?
– ¡Habría resultado imposible! La polifonía que yo planteaba, pues entrevisté a ciento y pico personas de las que en la película salieron 72, quedó toda registrada en la serie de siete horas para ETB. Fue un trabajo intensivo de dos años para el que fui imparcial y objetivo. Derroché esfuerzo y entusiasmo. El hilo conductor era la no violencia, el diálogo, las opiniones… dentro de un tema traumático. Hacer un diálogo simulado entre todas las voces fue muy delicado y respetuoso. No hay manipulación, no lo hice para que pareciera otra cosa, pero era el momento difícil del final del gobierno de Aznar. Tuve apoyos del otro lado. Entre otros, el de Zapatero, que me llamó personalmente.
– En el País Vasco, ¿cómo ven esa obra?
– Noto que me respetan. Por eso digo que hubo una mirada limpia. Pretendí que las opiniones tuvieran sentido, como un diálogo. Pero en Madrid se creó un pensamiento único muy injusto que hacía de casi todo vasco un filoetarra. Y eso que había solo un 7 por ciento de gente que apoyaba a ETA. Me llamaron de todo. Tuve muchos apoyos, pero el altavoz se ponía desde el Gobierno. Fuera de España gustó mucho.
– ¿Cómo surgió?
– Tenía un guion con Aitor González, La piel contra la piedra, el cual quizá materialice algún día con modificaciones. Y precisamente de ahí surgió la idea de hacer un documental.
– ¿Continúa siendo el documental en castellano más visto en salas de España?
– [Sonrisa complaciente]. Sí, claro. Pero no es un mérito del lenguaje, sino de la que me cayó encima: la gente se acercaba por curiosidad. Me dieron caña, pero al ver la secuencia de entrevistas, muchos decían: “Es como Informe Semanal”.
– ¿Alguna vez se planteó cómo sería su vida si hubiera ejercido de médico?
– Lo pensé al principio, cuando mi exmujer, Lola Barrera, ejercía de médico. Habíamos estudiado la carrera juntos. Ella me animó muchísimo a que me dedicara a esto, a que escribiera, y se puso a trabajar como médico de familia, como hicieron otros compañeros en San Sebastián. A mí me quedaba especializarme. Me habría gustado ser psiquiatra, y para eso estudié Medicina, pero significaba coger una especialidad. Sé que he crecido mucho psicológicamente.
– Con razón alguien llamó ‘filmosofía’ a su cine.
– Sí. Es cierto que he crecido. Mi percepción de la psicología se relaciona con escribir personajes e historias. Con tratar con personas. Tiene algo de terapéutico, de investigación, de descubrir la psique, los comportamientos. Creo que se me ha dado mejor esta faceta, pero nunca se puede saber. Abrí esta puerta, y la que dejé está en otra vía.
– ¿Aprecia los cambios psicológicos de la gente con el paso del tiempo?
– Sí. Por ejemplo, he visto a Najwa evolucionar psicológicamente desde que rodamos Los amantes… A raíz de su Salto al vacío [Daniel Calparsoro, 1995]. Luego ya rodó Lucía y el sexo. Hablamos mucho cuando trabajamos. Y aunque no nos veamos, hablamos mucho. Ella también es madre de adolescente, y ese tema nos ocupa bastante. Es una artistaza: única y especialísima. Y como tal hay que cuidarla.
– ¿Cómo se lleva eso de trabajar con la esposa en el equipo? [Medem se casó con Montse Sanz, directora artística de muchas de sus películas]
– Nos llevamos bien, pero tampoco trabajamos todo el día. En casa se evita. Hacemos una película juntos cada tres años. En el montaje tampoco está. Son cuatro o cinco meses intensos, pero luego ella trabaja con su departamento.
– ¿La luna de miel en Cuba estaba prevista desde el proyecto coral de 7 días en la Habana? [Medem firmó La tentación de Cecilia]
– Montse no lo conocía. Cuba es otra vida. El gran pasmo que te llevas es la dignidad de sus ciudadanos con tan poco. En lo esencial tienen lo básico. El bloqueo de Trump es trágico, pero cuentan con algo maravilloso: cómo se toman la vida. No es conformismo. Manejan un margen de felicidad que, si se pudiese medir… y son muy cultos. Están los chavales en las puertas de los hoteles pillando wifi. Es normal. Como padre de adolescente abducida por el wifi, casi agradeces imaginar un mundo así [risas].
– ¿Tiene con alguien del equipo una relación tan afín?
– Tiendo mucho a juntarme con personas con las que me llevo bien. Gente que me quiere y a la que quiero, que conozco y me conoce. Carlos Díez, en vestuario, es una figura imprescindible, como en su momento lo fue la figurinista Estíbaliz Markiegi.
– Fue usted pionero con la cámara digital HD en Lucía y el sexo.
– Veníamos de Los amantes del Círculo Polar, donde cada personaje tenía tres edades. Y eso requería pruebas, mucho ensayo. Con el productor firmabas una cantidad de metraje de negativo. El revelado y el positivado eran tiempo y dinero. Disponía de entre 30.000 y 45.000 metros. A mitad de rodaje me contuve porque llevaba ya 30.000 metros. Me quedaba siempre con la cosa de recortar. Y entonces salió una cámara digital que cabía en una mano. Me fui a Formentera a investigar con ella. “Con esta camarita, cuatro amigos y tres actores, me hago la película”, pensé. Y con esa intención empecé a escribir. Luego salió un guion que requería un equipo grande. La película se llamaría Lucía, un rayo de sol, pero al final fue Lucía y el sexo. En cualquier caso, era la continuación de Ana, el personaje que moría en Los amantes... Lo único que sabía con seguridad es que quería tener una cámara digital. Seguí pese a las pegas. Incluso Kiko de la Rica [director de fotografía] me sugirió hacerlo en Super 16 mm. Y yo insistí: sería en digital con sobreexposición, como había probado con mi cámara, para luego enfriarlo a tonos azules.
– ¿Ese cine pierde algo respecto al anterior?
– Para mí, nada. Tiene una foto forzada, pero funcionó bien. Teníamos toda una experiencia por buscar.
– ¿Que llegará antes, la adaptación de su novela Aspasia o Lucía y el sexo II?
– A saber… Tengo otra futurista, de ciencia ficción cercana, cuyo contexto es hacia 2040-2070. Y tengo Muerte en Jai Alai, una serie sobre un pelotari que se fue a Miami en los años sesenta o setenta. En la costa este de EEUU llegó a haber 17 frontones de cesta punta. Furor, canteras, escuelas de pelota vasca. Y los partidos no eran a treintaytantos puntos, sino que mandaban las apuestas, las quinielas. Tenían una belleza y una plasticidad únicas. La pelota cogía más velocidad que en cualquier otra especialidad. Mezclaba danza y fuerza.
Biología privilegiada
La presencia apolínea de Julio Medem obliga a indagar en su secreto físico. Insiste en que hace mucho que dejó el deporte pero que tuvo madera. “Corrí mucho desde los 10 años. Sin saber por qué”, recuerda. “Hice mucho atletismo, pruebas combinadas. Llegué a lograr 15.4 como juvenil en 110 metros vallas. Y luego entrené con Enrique Pascua [un preparador de prestigio]”. Se barajó incluso la posibilidad de dotar a Medem con una beca para acudir los Juegos Olímpicos de Montreal 76, algo incompatible con sus estudios de Medicina. “Yo era un tipo muy tímido, que escribía, muy metido en mis cosas. Con el tiempo me he dado cuenta de que ser deportista es un don… genético. Me toco el brazo y aún lo tengo duro [bromea y se tienta el bíceps derecho]. ¡Y no hago deporte! Antes de un rodaje trato de hacer durante un mes estiramientos, bicicleta… algo aeróbico, cardio. Eso sí, llevo una dieta sana, pero no de ensaladas. ¡La vasca!: legumbre, chuletón y pescado”.
Lecciones de Down
La segunda hija del cineasta, Alicia, tiene 26 años. Nació con síndrome de Down. Su nombre bautizó a la productora de su padre: Alicia Produce. “Es tronchante, me río mucho con ella”, cuenta Medem. “Tiene una sabiduría que parte de lo emocional. Psicológicamente es un lince: me atisba enseguida. Sabe cómo soy y cómo estoy. Me pone la mano en el corazón para que yo me proteja. Es amorosa como nadie en el mundo. Todo es amor: yo te quiero y tú me quieres. Es la base de todo, sin ningún freno. Te abraza, está pendiente de ti. Es una óptica que conozco bien y desde la que puedo ver la vida. Me manda mensajes por WhatsApp que solo entiendo yo. Sigue con su escenificación mental de la vida, y tiene sus amores y sus angustias amorosas con los chicos. Me las cuenta todas. ‘¡Qué barbaridad!’, pienso. Ni yo mismo sería capaz de contar tanto y con tanta transparencia. Es algo muy bello”. Entre otros filmes, la productora puso en marcha Yo también, protagonizado por Pablo Pineda. Sí, el multipremiado actor con síndrome de Down. “Es un superdotado. Tiene dos carreras, una inteligencia superior. Sabe más de cine que yo: te habla de la vida y obra de Fritz Lang. Se ha visto todos los clásicos. Regala lecciones de todo”.
Aquella llamada de Hollywood
Stanley Kubrick se quedó prendado en Cannes de La ardilla roja, la segunda cinta de Medem, hasta el punto de hablar de ella con Steven Spielberg en alguna tertulia. Y este incluso pensó en el donostiarra como posible director de La máscara de El Zorro.
– ¿Imagina qué habría sido de usted de hacer caso a Spielberg?
– Nunca se puede hacer eso. Una decisión de esa índole requiere tino. Prefiero pensar que tomé bien la decisión. La hago buena porque es mía, he tomado una vía.
– El episodio le provocaría insomnio…
– Claro, claro. Estábamos encarrilando el guion de Los amantes…, y yo recién llegado a Madrid, recién separado. El ofrecimiento fue bien recibido, por supuesto, pero estuve 10 días muy perdido, dudando. Tenía argumentos a favor y en contra. Mi experiencia en EEUU había sido estupenda. “¿Por qué no?”, pensaba.
– ¿Podía intervenir en el guion?
– No, era por encargo. Solo sabía que respondía a la fórmula de aventuras. Pero lo que les había gustado como autor en La ardilla roja no podría tener esa mirada en El Zorro. No sé qué podría aportar yo… Y estaban Antonio Banderas y Emma Suárez como candidatos a los papeles principales. La propia Emma me llamó: “Julio, decídete”.
– Y lo hizo, aun a riesgo de que no le entendieran.
– Tomé esa decisión una mañana después de la ducha. Y después de días cambiando de opinión cada hora. “Ahora, sí”. “Ahora, no”. Es que no tenía nada que ver con mi cine. Y no me habrían dejado hacer mucho porque aquello estaba escrito y preconcebido. Les comenté que se habían equivocado, que había gente que podía hacerlo mucho mejor que yo.