– ¿Coloca demasiado alto el listón de su autoexigencia?
– Tampoco lo creo así. Con mis seis películas solo he pretendido compartir un universo propio y robarle de vez en cuando la sonrisa a algún espectador. Lo más bonito que me ha sucedido fue en un vuelo a La Habana, cuando una vecina de asiento me dijo: “Tienes que ver Sexo por compasión, hacía tiempo que no lo pasaba tan bien en el cine”. Recuerdo que llevaba una semana de mierda, pero salí feliz de aquel avión. Regalar un momento de alegría a una persona es lo único que tiene sentido en este oficio. Soy una mujer extremadamente optimista y vitalista.
– En ‘San Hilario’, de hecho, imaginaba un pueblo que convertía los funerales en grandes fiestas. Eso sí que es optimismo…
– Pero lo pienso así y se lo digo a cuantos quieran escucharme: no desaproveches tu vida y haz cuanto tengas que hacer antes de morirte. No pretendo ser aleccionadora, pero sí vitalista. Y a mi marido [el actor francés Eric Bonicatto] se lo digo siempre: cuando lleguemos a los 75, nos vamos a Suiza y nos hacemos la eutanasia. Es un bonito último acto de amor.
– ¿Habla en serio?
– Sí. Me gusta la idea de morir en plenas facultades, aún felices, sin ser una carga para nadie, despidiéndote de la gente y cogiéndote de la mano. Aunque igual, llegado el momento, se toma la pastilla él y yo digo: “¡Uy, me lo he pensado mejor, y no!”.
Laura saluda su relato con una risotada y mira a los lados, por si alguien la escuchó. En realidad, ríe de continuo. “Yo es que en todas partes, en el gimnasio o en el colegio, no veo más que gente estupenda. Soy de las que aún piensa que la gente es buena por naturaleza”.