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Las cicatrices familiares de Jesús Carrasco
Tras ver cómo Benito Zambrano llevaba al cine 'Intemperie', el autor pacense aborda ahora los remordimientos íntimos y familiares
ANTONIO ROJAS (@mapadeutopias)
Si el Estado es, según nos insisten los politólogos, la forma más avanzada de organización de las colectividades, la familia, mientras no exista otra, es la de los individuos. Ambos modelos generan numerosos beneficios, pero tampoco podemos perder de vista los daños y heridas que producen. Esos dos planos, el colectivo y el individual, aparecen reflejados en Llévame a casa, esta tercera novela de Jesús Carrasco (Olivenza, Badajoz, 1972). Por un lado, una España de dolor, abnegación y mugre que muy lentamente se va transformando y modernizando. Por otro, un núcleo doméstico en cuyas interioridades quizá nos sintamos todos reconocidos, aunque las circunstancias concretas resulten muy distintas a las nuestras.
Juan Álvarez lleva cuatro años (mal)viviendo en Edimburgo, pero ha de regresar a su pueblo toledano para asistir al entierro de su padre, cuya muerte lo ha pillado voluntariamente fuera. A su vuelta tendrá que vérselas con su madre y su hermana. De ambas lo separa un abismo que la distancia y el tiempo no han hecho sino profundizar.
Él querría pasar de puntillas ese corto periodo de estancia que le espera en Cruces, la localidad donde vivió antes de marchar de España. Confía en volverse a Escocia transcurridos unos días, reincorporarse a su puesto de ayudante de jardinero y continuar la vida que había empezado a montarse a miles de kilómetros. Si estaba lejos era porque no quería estar aquí. Había decidido ser un apátrida familiar.
Pero sus planes se desmoronan cuando la hermana le anuncia que ella debe marcharse a Estados Unidos durante un año por asuntos de negocios y que su madre necesita atención permanente porque ha empezado a padecer los demoledores estragos del alzhéimer. De pronto, Juan está condenado a quedarse.
No hay escapatoria, no hay posibilidad de evasión. Nadie puede esconderse ni huir de sí mismo. Hasta ese momento, Juan ha dado pruebas de una tremenda incapacidad para pensar más allá de su piel y ponerse en la del otro; su empatía se encuentra bajo mínimos. Ahora empezará a chapotear en una ciénaga de recuerdos y tendrá que aprender a convivir con su mala conciencia y con los gestos repetidos, los olores cotidianos, los reproches, los silencios, la ausencia de espontaneidad, las ataduras, las cicatrices que aún supuran porque nadie puso nada de su parte para suturarlas.
Una memoria abierta en canal de la que van brotando vestigios infantiles, rencores acrecentados por el paso de los años, conversaciones arruinadas, imágenes voluntariamente olvidadas…El pasado, esa herida que supura, gotea y duele.
Una y otra vez se repite a sí mismo que su padre ha muerto y él ni siquiera se encontraba a su lado. ¿Por qué no estaba? Y, a medida que trata de responderse a esta pregunta, se precipita hacia el tiempo pretérito, hacia las verdaderas motivaciones que, en un momento, le hicieron decidirse por construir una nueva vida lejos del nido, a espaldas de lo vivido hasta entonces y de un destino que parecía marcado de antemano. Se obliga a mirar en su interior como no había hecho nunca. Y a, por fin, asumir una responsabilidad. Aunque tarde, aprende que la vida va en serio.
Poco a poco se reconcilia con esa memoria, con la que sustenta su carne, pero también con la que prende de las piedras y de los ladrillos. La que ha quedado impresa en todos esos objetos, por nimios que parezcan, que aún sobreviven. Al volver a observarlos, a tocarlos, le devuelven en toda su claridad (y crudeza) el pasado, la historia propia. Y ello le lleva a experimentar una transformación curativa, una catarsis.
Jesús Carrasco ha sabido sustraerse al enorme éxito de Intemperie, su sorprendente debut, trasladado al cine por Benito Zambrano en 2019, y al aldabonazo que también produjo en el panorama literario su segunda novela, La tierra que pisamos. Aquí dirige su mirada sagaz hacia cómo nos influyen la educación, las costumbres, el lugar en el que uno nace y se cría. E infiere que con demasiada frecuencia nos olvidamos de ser hijos; de comprender a una gente, nuestros padres, para la que el trabajo era la auténtica medida del tiempo y el sentido de la vida. Aunque no dispusieran de ese tiempo para vivirla.
‘Llévame a casa’ (Seix Barral, febrero de 2021). 320 páginas. 19,90 euros