LEONOR WATLING
“Todavía sigo dudando y cuestionándome”
Figura entre esas mujeres que parece hacerlo todo bien. Difícil determinar si es mejor actriz o cantante, imposible que pierda la sonrisa magnética y la locuacidad de chica-en-el-fondo-tímida durante todo nuestro encuentro. Pero no le gusta darse demasiada importancia (“se debería premiar más a los personajes que a los actores”) ni levantar la guardia. Se sabe, a los 44, en un momento dulce, pero avisa: “Esta profesión puede hacerte mucho daño”
EDUARDO VERDÚ
Enrique, el fotógrafo, y yo esperamos a Leonor Watling en la puerta del Café Gijón. Los dos hemos hecho más entrevistas juntos, pero esta vez nos notamos nerviosos. Entonces le confieso que Leonor Watling me impone y él me devuelve la misma confidencia.
Sin embargo, tensión y miedos se derriten en cuanto aparece por la acera una chica sonriente que empieza por besarnos (eran los días anteriores a la maldita pandemia del coronavirus). Leonor nos explica que tiene alguna décima de fiebre, así que no se hace responsable del contenido de la entrevista. Luego me pide que le sujete el bolso mientras Enrique la fotografía. Y todo es tan natural y cómodo que a los pocos segundos me he olvidado de que me encuentro en el Paseo de Recoletos sujetando el bolso de Leonor Watling.
– ¿Cómo es un martes de Leonor Watling?
– Depende de la semana y del mes.
– ¿No tiene rutinas?
– No.
– Alguna vez ha dicho que echa de menos rutinas que le ordenen la vida.
– Sí, pero ser freelance es lo que tiene: cuando te construyes una disciplina y tienes la suerte de que te llamen para trabajar, se va a tomar por culo esa rutina.
– Lo de ser actriz parece que no lo tuvo muy claro desde el primer momento.
– Siempre me ha dado mucha envidia esa gente que tiene una vocación muy clara. Yo nunca la he tenido y sigo todavía dudando y cuestionándome. Igual es la fantasía de lo que no tienes.
– Pero luego sí que le ha gustado la actuación, ¿verdad?
– Sí, muchísimo. Pero es un oficio muy duro. Por eso me daba mucho respeto hacer esta entrevista, porque les tengo también mucho respeto a los compañeros: siento que son marineros de verdad. Miro a los actores con los que he trabajado en la última serie, La templanza, y pienso: “¡Hostia, son marineros!”.
– ¿Y por qué siente que usted no lo es?
– Porque tienen un gran espíritu de sacrificio y menos miedo que yo.
– ¿A qué tiene miedo?
– En un proyecto te tienes que entregar, pero ¿a quién te entregas? ¿Qué va a pasar con ese proyecto? A veces terminas un rodaje y te tienen que recoger con una cucharilla. Tengo miedo al después, así que mido mucho más que otros compañeros. Y claro, si tienes miedo, hay cosas maravillosas en las que no te embarcas.
– Entonces, ¿ese miedo ha hecho que se pierda muchas cosas?
– Cuando sales de la escuela está esa teoría de que hay una manera de actuar correcta y otra que no es auténtica. Pero uno tiene que buscar la forma de que esto no le haga daño, porque esta es una profesión que puede hacerte mucho daño. Estás muy vulnerable y a la vez muy expuesto; y además no tienes autonomía, dependes de un equipo gigante. Hay que ser muy fuerte. Aunque a mí me gusta mucho esa maquinaria que va a ritmos desincronizados, una película o una serie es como una obra de artesanía, como construir un reloj, hay que intentar que funcione, y a veces surge el arte. ¿Por qué? No se sabe. Mi sensación es que hay un equipo corriendo la maratón y llevándote a hombros y que, en los últimos 100 metros, te deja solo. En la photo finish entras tú corriendo, el premio te lo dan a ti, pero la deshonra si llegas el último también es solo tuya. Ellos han hecho una maratón y tú, 100 metros, eso es lo desequilibrado de esta profesión. Es como ser el niño del castell: “¡Yo soy el niño del castell!”. Ya, pero es que tiene que haber 150 personas más para que te subas. Y luego, que te escoñes o no, eso ya...
– ¿Ha habido algún momento en que la dureza de la profesión le haya hecho querer dejarlo?
– Sí, he tenido momentos de mucho amor-odio. Porque a veces las cosas las encajas mal, porque tú tienes un margen de creación, pero solo un margen. Hasta que no encontré esa sensación de “En mi casa se juega así”, “El balón es mío y me lo llevo” [risas], lo pasaba muy mal.
– ¿Qué es lo que le ha terminado enganchando al oficio?
– Ese enganche superpoderoso para mí está en la mezcla de descansar de uno, que es alucinante, y formar parte de un equipo donde todo está entrelazado como un tapiz. El momento en que no solo dejas de ser tú, sino que eres otra cosa, es “una droga”, como dijo Denis Rafter. Yo tampoco soy Escohotado, no he probado todo, pero si te crees la fantasía… eso es alta poesía. A veces estás rodando a las cinco de la mañana descalzo, muerto de frío, rodeado de todo el equipo, de los figurantes, y piensas: “Pero si todo es mentira, da igual si no lo hacemos. Si lo dejamos, no pasa nada”. Pero estamos todos a muerte y entonces dices: “¡Hostia, qué bonito!”.
– Usted ha hecho terapia, pero… ¿no es actuar también una forma de hacerla?
– Aquí viene el titular: los premios por un personaje no nos hacen bien a los actores. Un premio a un actor por un año increíble o por una carrera me parece bien, pero un personaje no es un actor. Alguien me dice: “¡Qué bien estás en esa serie!”. Y yo pienso: “Si tú supieras la gente que ha hecho que yo estuviera así... Y además, ¡yo ni siquiera me gustaba!” [risas]. Yo creo que deberían nominar al personaje.
– Y si le hubieran concedido los dos Goyas a los que fue finalista, ¿qué habría pasado?
– ¡Hombre, que los hubiera recogido, por supuesto! [risas]. Si me hubieran dado el de la Unión de Actores, todo el rato pensaba en que debería ir a la gala con la gente de vestuario, peluquería y maquillaje que construyó al personaje, Berta. Habríamos tenido que subir los cuatro, y yo, transformada en Berta, limitarme a decir: “Gracias”.
– ¿Qué imagen cree que proyecta en la gente? Antes de que llegara, estábamos comentado que usted impone un poco.
– No te creo. Bueno, quizá puedo parecer seria por ser medio inglesa. A mi hermana también le pasa. La gente que no nos conoce mucho piensa que somos distantes.
– Y a eso se le añade un halo de sofisticación, potenciado aún más porque muchos también admiramos a su pareja.
– ¡Qué pereza, por favor! [risas]. Hay una parte de pereza en: “¡Wow, esa chica que está con Jorge Drexler!”. Yo creo que es un poco putada. Podríamos ser una pareja cuqui en vez de cool.
– Pero “cuqui” es un adjetivo que les se queda corto.
– No lo sé, pero hay una parte de eso que te aleja de la gente. Hay algo de: “No le vamos a ofrecer esto porque le va a parecer una tontería”. ¡Si me encantan las tonterías! ¿En qué momento alguien ha pensado que no me gustan las tonterías? Pero como entres ahí, te enfrentas a un festival de la neurosis. Antes de las redes, el agente y el artista pensaban tener el control sobre su imagen, pero eso ya es incontrolable incluso para Beyoncé. Y eso, por un lado, es bueno, porque piensas: “Ya está, ya te han sacado en 1.000 vídeos cantando borracho, 200 fotos con cara de orto… Es imposible controlar lo que pasa”.
– Y luego está esa otra faceta suya, la de mito.
– Perdón, ¡mito erótico inteligente! [risas].
– ¡Evidentemente!
– Yo creo que, una vez que entras en un lugar, ya es muy difícil salir de ahí. Sea cual sea ese lugar, casi todos los actores matamos por entrar en un lugar y luego matamos por salir. Los que son muy aclamados por personajes dramáticos matan por hacer comedia y los que hacen mucha comedia están desesperados porque alguien reconozca que son buenos actores dramáticos.
– ¿Pero reniega de esa condición, digamos, mítica?
– ¡No, qué va, mola todo! Pero creo que es completamente equivocada y que me ha tocado a mí como le podía haber tocado a 20 compañeras de mi generación. Y bueno, pues qué guay que no me haya tocado la borde y sí la sexy lista. Aunque es verdad que te pone muy complicada la vida personal. Hubo una época en que yo decía: “Nunca voy a estar a la altura de esa mirada que me están dando ahora”. Y eso no mola. Pero esa parte tiene que ver con el ego. También podría haberme reído y haber dicho: “Venga, vente p’acá, que te voy a enseñar que no es pa tanto”. Pero me pilló en un momento de mucha exposición pública, y yo soy muy tímida en el fondo. No supe tomármelo con humor. En aquella época, cuando tenía 26 o 27 años, era muy guay creérselo. Pero para creértelo no puedes contarle a la gente la verdad…
– ¿Y cuál es la verdad?
– Hay compañeros que preferían no salir de casa porque nunca iban a estar a la altura de lo que pensaba la gente de ellos; por ejemplo, de lo graciosos que eran. Y como tienes mucho ego, al final dices: “Prefiero no salir y que se queden pensando eso, que mola”. Pero tiene que ver con una edad, con un momento. Cuando la gente dice eso de “Se le ha subido a la cabeza”, tiene más que ver con cómo te miran que contigo mismo. Tú estás en shock y bloqueado. Yo he pasado por ahí, a mí se me fue la pinza muchísimo. Y si no te pasa, es que eres un marciano. Te despistas mucho, de pronto tienes mucha gente a tu alrededor. A rachas me dio por encerrarme y aislarme y luego por ser megaexpansiva.
– ¿Ha sufrido mucho por motivos afectivos?
– Lo suficiente. Creo que más habría sido demasiado; y menos, una vida muy pobre. Hay muchas pelis, libros o canciones que solo puedes entender si has sufrido.
– Antes hemos hablado de que no tuvo una temprana vocación de actriz. ¿Y de madre?
– No. Básicamente, ¡yo no tenía claro nada! [risas]. Pero sí mantenía esa sensación de “Ser padre molaría...”, esa visión patriarcal: ser mayor, tener hijos a los que darles besos por las noches y reafirmarlos. Pero la cosa maternal del cuidado…
– O sea, que le apetecía más ser padre que madre…
– Sí.
– Sobre todo, el padre de antes, porque ahora hay menos diferencia.
– Claro, ahora da igual, gracias a Dios, o al menos lo intentamos. No quiero hacer apología ni proselitismo de la maternidad, pero a mí me encanta y me ha salvado. Cualquiera que se dedique a crear cosas es muy egocéntrico, y tener hijos te obliga a comprender que no todo gira alrededor de ti. Eso nos viene muy bien. Como padre, tienes que gestionar las cosas que necesitan tus hijos: necesitan amigos, pero no que tú seas su amigo; necesitan educación, pero tú no eres su maestro. De eso se trata. Y luego, de estar, de estar siempre.
– Su padre falleció cuando usted tenía 18 años. ¿Cómo le marcó?
– Marcó mucho a la familia. Yo he tenido una familia muy feliz, pero con un progenitor enfermo desde que nací. En casa había mucha alegría porque por debajo había un ruido blanco. Las familias, cuando les falta una pieza tan importante, o se descomponen o se reajustan: se rehace el casting [risas]. Hasta entonces todo el mundo tenía superclaro su papel, pero de repente uno no sabe si quiere ser Alfa o si quiere ser pequeño, si quiere ser mayor, si quiere ocuparse, si quiere desentenderse…
– ¿Cómo es usted de famosa? Ahora acaba de pedirle al camarero que ponga la calefacción de la terraza. ¿Está pensando en que quizá él sepa quién es usted?
– No tengo un tipo de reconocimiento agresivo ni invasivo. A veces me sorprende cuando miran a mis hijos; eso me da como grima. Pero tengo mucha suerte porque… ¡no me parezco mucho a mí misma! Mucha gente me suele decir: “Hay una actriz, que ahora no me sale el nombre, a la que te pareces mogollón”. Y la gente que sí me conoce me saluda con normalidad y me habla con normalidad. Y el camarero me pone la calefacción cuando se lo pido. Es muy guay, porque tiene lo bueno y lo malo de un pueblo: te saluda la gente como si fuera un pueblo y opina de ti como si fuera un pueblo. “Que te vi el otro día con muy mala cara”, pero a la vez: “¿Estás bien? ¿Quieres que te traiga algo?”. La verdad es que me siento muy, muy… Me encanta una palabra que usa mi hijo: “Acariñada”.
– La verdad es que, entre unas cosas y otras, lleva mucho tiempo por el pueblo…
– Pues veintitantos años. Qué fuerte, ¡que somos muy mayores! [risas]. He tenido la suerte de que mis 40, esa edad a partir de la que las mujeres no trabajan tanto, coincidió con mi maternidad y con mucho Marlango, mi grupo de música, así que no noté el vacío. Y ahora resulta que en la ficción quieren mujeres de mi edad, que tengo 44. Así que… ¡Jo, qué puta suerte! Si esto me pasa hace 10 años es una cagada, pero ahora vuelvo a tener suerte.
– Y desde una perspectiva más personal, ¿cómo lleva la edad?
– ¡Fatal! En la música mejor, en el cine es durísimo. Te ves todo el rato. No me extraña que estemos un poquitín neuróticas, porque ya una mujer normalmente tiene esta cosa de las patas de gallo y eso, aunque seas enfermera o traumatóloga. Pero si además tienes un espejo delante durante hora y media todos los días, mientras te peinan y te maquillan, y luego también ves un plano corto… ¡uf! Estoy en ello, en cuidarme un poco más. Leí una frase de Charlotte Gainsbourg que me encantó: “Ya quiero ser mayor”. Y es que ese punto, cuando tienes cuarenta y alguno, en el que aguantas pero lo notas… es muy cansado. Hay que aprender a verse y a quererse con otra cara, porque va cambiando y de repente te pareces más a tu madre. Hay un punto en que ya no eres esa cara que conocías de los 26 a los 37, y tienes que volver a conocerte. Es como las parejas cuando llevan mucho tiempo, como rehacer los votos de matrimonio: esta eres tú ahora. Pero supongo que esa reconciliación dura como unos 10 años y luego vuelves a decir: “¿Quién es esa?” [risas].