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Ilustración: Luis Frutos

Ilustración: Luis Frutos

 
El riesgo de actuar


LORENZO SILVA
Creo que éste es el lugar de confesarlo: me acuso de haber sido actor. Sólo una vez, y juro que hice lo imposible para evitarlo. O mejor dicho, y para ser más exactos, todo lo que estaba en mi mano para que fueran otros los que se subieran a las tablas. Llegué al extremo de escribir una obra de teatro de cerca de hora y media de duración, para tener el pretexto de dirigirla y poder pedirles a mis compañeros de la promoción de COU 1983-1984 del entonces IB (y hoy IES) García Morato de Cuatro Vientos que me eximieran a mí del trabajo interpretativo. No del todo, porque por falta de gente, si los planes se hubieran cumplido, habría tenido que representar un papel, marginal, eso sí: un personaje que sólo aparecía al final para decir un breve monólogo.

   Sin embargo el hombre propone, y también lo hace el adolescente astuto que yo era, pero son los dioses, por mucha experiencia que tenga el hombre o astucia exhiba el adolescente, los que finalmente disponen. Quiso mi mala ventura que el actor que había de encarnar al protagonista tuviera problemas de voz en vísperas de la representación. No había tiempo para que otro se aprendiera el papel, que era larguísimo, ya que estaba en casi todas las escenas y en todas largaba de lo lindo. Así que ahí me vi yo, durante aquella hora y media, defendiendo el texto y el personaje frente a un respetable entre el que se hallaban nuestras comprensivas madres pero también todos nuestros rivales del instituto y nuestros profesores, incluido el muy adusto catedrático de Matemáticas, que no entendía por qué yo, uno de sus mejores alumnos, perdía el tiempo con literaturas.

   Cómo llegué a odiar, durante esa hora y media, el texto que yo mismo había escrito. Cómo maldije la ocurrencia que me había llevado a buscar esa forma a la postre fallida de escurrir el bulto del escenario. Allí me tocó estar, declamando, tratando de moverme de un lado a otro sin parecer demasiado torpe, poniendo caras; aprendiendo, en fin, lo duro que es usar tu propia persona, tu cuerpo, tu voz y tu resuello, para contarles a los demás una historia y tratar de convencerles de que transporta alguna emoción, algún significado y es digna de ser atendida.

   Cuento esta anécdota porque es la que desde la temprana edad de diecisiete años tamiza mi percepción del oficio de actor, que no he vuelto a desempeñar (aunque de esto dudo a veces, porque he sido auditor de cuentas, asesor fiscal, abogado, soldado de reemplazo, escritor, gestor cultural, profesor, guionista de cine y televisión, entre algunas otras cosas, y habiendo pasado por todos esos sitios y examinando mi verdadera naturaleza, no descarto haber fingido alguna vez). Aquella involuntaria experiencia, iniciática y epifánica es la que me ha llevado a admirar, por encima de todos, a dos clases de actores: por un lado, esos que saben desaparecer dentro del personaje, ponerse tan por entero a su servicio que cuesta creer que sea la misma persona la que ha hecho de Macbeth y de Tartufo; por otro, esos que comparecen en el plano o sobre el tablado y ya no hace falta nada más, allí están ellos y harán creíble, con su carisma, cualquier cosa de que sea menester venderle al público. Eso que hacían Robert Mitchum o Lauren Bacall entre los yanquis, y que entre nosotros hicieron Pepe Sancho o Irene Gutiérrez Caba. En uno y otro caso es necesaria una mezcla de recorrido e instinto, de algo que sólo depara el camino y algo con lo que se nace o no.

   Tuve, muchos años después, la oportunidad de tener otra experiencia digamos perturbadora (quizá sea esa la palabra), como es la de ver encarnados por actores (de los de verdad, no los aficionados que hicimos aquella representación escolar) personajes salidos de tu propia imaginación. Mi relación con los proyectos, cinematográficos o televisivos, donde esta extraña circunstancia se produjo, llegó como mucho a la que corresponde al guionista, es decir, a razonable distancia del espacio donde se gesta y desenvuelve la interpretación, pero aun así pude percibir y apreciar el esfuerzo que esos actores y actrices hacían para consustanciarse con las criaturas ficticias que habían salido del magín de un escritor al que muchos de ellos no conocían.

   Tengo excelentes y sustanciosos recuerdos de todos ellos. No me cabe aquí una relación exhaustiva, pero es de justicia que refiera cómo Roberto Enríquez tenía subrayadas y trituradas las dos únicas novelas por aquel entonces publicadas de aquel a la sazón todavía sargento Bevilacqua al que le tocó interpretar en El alquimista impaciente (Patricia Ferreira, 2002). Ver a alguien tan concienzudo me hizo advertir hasta qué punto un ademán, una mirada, un gesto, pueden ser fruto de un análisis y un trabajo de comprensión del personaje que cala hasta sus últimos matices. No diré que Roberto plasmara ante mí, en la pantalla, al Bevilacqua que yo tengo en mente desde hace ya 20 años, entre otras cosas porque su físico es muy distinto del que yo le adjudico a mi personaje, pero tampoco es esto lo relevante. Lo que cuenta es que el actor acierte a sostener un personaje sólido y congruente con su propia visión y con la del director, y que ese personaje sea a su vez convincente para los espectadores.

   Lo mismo puedo decir de la entonces cabo Chamorro encarnada por Ingrid Rubio, con muchas diferencias, físicas y psicológicas, respecto de la que está en mi imaginación, pero a cambio impregnada del aura tan particular, y tan inmediatamente sugerente, que esa actriz imprime a todas sus interpretaciones. En otra dimensión se encuentran los fastuosos villanos Zaldívar y Ochaita interpretados por los grandes Miguel Ángel Solá y Jordi Dauder. Y digo en otra dimensión porque no sólo son secundarios, sino que apenas tienen unos minutos de la película y aun así aciertan a ser memorables para el espectador.

   Capítulo aparte merecen María Valverde y Luis Tosar, que cargaron con el peso de persuadir al espectador de creerse La flaqueza del bolchevique (Manuel Martín Cuenca, 2003). Una historia tan frágil que sólo su esfuerzo, y el del director, logran explicar el éxito de la cinta. Recordar que entonces María tenía sólo quince años, y que Luis afrontaba su segundo papel protagonista, me hace ser consciente del riesgo que corrieron.
Un riesgo que este que escribe quizá no vuelva a correr, como aquella tarde de sus diecisiete años. Pero lo recuerdo, y el recuerdo me transmite, para los restos, la belleza y la dificultad (no es raro que vayan de la mano) de este bendito oficio.




Lorenzo Silva (Madrid, 1966) es uno de los novelistas más leídos y alabados de la literatura actual en castellano. Ha obtenido los premios Primavera (con ‘Carta blanca’), Nadal (‘El alquimista impaciente’) y Planeta (‘La marca del meridiano’), estos dos últimos con sendas novelas protagonizadas por los guardias civiles Bevilacqua y Chamorro, sus personajes más populares

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