Elogio del cine
LOURDES ORTIZ
Se habla ahora mucho de la gran revolución que ha supuesto Internet y las rápidas conexiones entre pueblos y gentes para explicar los rápidos cambios de los últimos años. Pero antes de Internet –y antes incluso de la televisión y su enorme influencia sobre modas y comportamientos– estaba el cine. Adoro el cine y sé lo que esta sociedad, la nuestra, le debe en los grandes cambios de mentalidad producidos incluso antes de la transición.
Mi generación, la de los nacidos en la inmediata postguerra, creció con el cine. Y el cine nos traía imágenes e ideas de otros mundos, otras formas de ver, de vestir, de peinarse, de amar. El cine nos educaba y nos hacía soñar con otros espacios, formas de vida diferentes. Pero también el cine fue el gran descubrimiento de la generación de mis padres, es decir de aquellos que todavía eran muy jóvenes antes de la guerra civil, fuera cual fuera el bando en el que lucharan después o en el que tuvieran que soportar las terribles consecuencias del conflicto. Y lo siguió siendo en la postguerra, porque fue casi el único entretenimiento para ricos y pobres, durante aquellos años oscuros de hambre, pobreza y reconstrucción y de tantas heridas sin cerrar.
Los grandes cambios producidos a partir de los años sesenta no pueden explicarse si no fuera porque toda una generación, la que después sería llamada generación del 68, venía formándose, a partir de una mirada sobre el mundo que poco tenía que ver con lo que curas, monjas o consignas oficiales intentaban transmitir desde el púlpito, la tribuna o en las clases.
Porque estaba el colegio, la casa y, sobre todo, estaba el cine. El cine traía el mundo de afuera a nuestros barrios y también a nuestras conciencias. Y si los chicos admiraban los héroes de diferentes batallas, para nosotras las mujeres era todo un cambio de mentalidad el que se nos ofrecía. En el cine podíamos contemplar a una mujer activa, dispuesta a pisar fuerte, con esa imagen rompedora de las grandes actrices de Hollywood y que podíamos beber, como nuestras madres antes, en las películas de Greta Garbo o Rita Hayworth, o de Katharine Hepburn, Joan Crawford o Barbara Stanwyck: una mujer independiente, fuerte y deseosa de encontrar su lugar en el mundo. Existía desde luego la España represiva y clerical, esa que ahora reaparece con el más virulento y cerril neocatolicismo, pero la fuerza del cine y de los nuevos modelos iba demoliendo las mentiras y la reclusión paticorta a la que se nos quería condenar: la mujer con la pierna quebrada y en casa.
Mucho cine americano en nuestra infancia. El buenismo generoso de las películas de Frank Capra, la ironía demoledora de Wilder, la apuesta –probablemente propagandística y no del todo desinteresada, tras la segunda guerra mundial– en la defensa de los valores de la justicia y la democracia. Conocemos ahora todos los chanchullos del machartysmo, la censura y el acoso que sufrieron, directores, actores y guionistas. Pero, a pesar de todo, el cine americano nos traía aquellas mujeres beligerantes, reivindicativas y aquellos personajes nobles, luchando por buenas causas y esas diatribas a favor de la libertad de expresión y de conciencia y la moral del héroe solitario, que defendía sus derechos o los de su comunidad; mensajes que desmoronaban la cerrazón de cualquier dictadura, de cualquier sociedad cerrada. Era el cine el que nos abría los ojos. Sus críticas al nazismo, al fascismo eran aldabonazos, que calaban en las cabezas infantiles o adolescentes y que irremediablemente tenían que poner en entredicho los manejos, tropelías y torpezas de una dictadura clerical y represiva.
Un mundo de cosas nuevas se abría más allá de las aulas, un mundo que el cine nos mostraba y que nos hacía creer en la bondad, la justicia y la libertad. Un mundo diferente por el que había que luchar. Y las imágenes de mujer que recibíamos eran siempre alentadoras: mujeres valientes, con criterio propio, mujeres de la resistencia francesa o polaca, convencidas de que el bien podía llegar con sólo proponérselo y luchar. En la vida privada y en la pública: periodistas que lo arriesgaban todo por una noticia, mujeres con voz propia, enfermeras, abogadas, capaces de enfrentarse a los más duros trabajos, mientras ellos combatían en el frente. Y ellos, combatientes por la libertad como Espartaco, tipos honestos, como Gregory Peck en Matar a un ruiseñor o ese bendito James Stewart, un tipo corriente, enfrentándose a la injusticia y al mal. O esa pareja inolvidable de Katharine y Spencer Tracy compitiendo en el estrado de igual a igual.
Y más tarde el neorrealismo italiano y los primeros intentos de un cine crítico en nuestro país. La vida como problema cotidiano, ladrón de bicicletas, la otra cara europea, más desolada, la reconstrucción de la postguerra, el racionamiento, la lucha de clases, el pisito, Rocco y sus hermanos, Plácido, el verdugo. Seguíamos creciendo. Jean Seberg con sus aires de chico travieso, sus modales todavía existencialistas. El cine político de Godard, la sensibilidad crítica de Truffaut, el gran cine europeo saboreado en los cines de Arte y ensayo, el cine inglés de una generación no perdida, en el que se tambaleaban todos los prejuicios sobre el amor, el sexo, la pareja y las mentiras de la escena pública. Y enseguida la complejidad desencantada de los dramas antonionianos: una clase burguesa desorientada de nuevos ricos y opulentas fiestas; los maravilloso delirios de Fellini o las películas llenas de contenido político de Visconti con su barroquismo esteticista o ese genio radical, Pasolini, de muerte prematura y terrible.
No. Nada vino de golpe. El cambio de mentalidad ya se había producido. Nosotros vivimos en la universidad y en las calles la revolución del 68 en Francia, luchando abiertamente contra la dictadura. Habíamos vivido al unísono con el resto de Occidente a través del cine y de las lecturas. No fuimos un país aislado, gracias al cine. Y este es mi homenaje.
Lourdes Ortiz es novelista, dramaturga y ensayista. Entre sus obras figuran ‘Las murallas de Jericó’, ‘La fuente de la vida’ o ‘Las manos de Velázquez’