- ¿Hay un momento en el que se dice: ya está, ya soy actor, ya puedo vivir de esto?
- Son cosas distintas. Que este oficio es mi vida lo sé desde que sentí lo que sentí la primera vez que hice teatro. Que puedo vivir de esto es algo que nunca sé con seguridad. Hasta hace cuatro días, mi madre me decía que me sacara las dos asignaturas que me faltan para terminar Derecho. Hace poco, cuando nació mi hijo, me acojoné y pensé: ‘Mira que si ahora no me llaman...’. Lo bueno de esta profesión es puedes trabajar hasta que te mueras. Yo sueño con estar a punto de palmarla y que me llamen para hacer de alguien que la está palmando.
- ¿Ocurriría en un teatro, en un set de rodaje, en un plató de televisión?
- Con el teatro mantengo una relación de amor y odio. Es lo más duro, pero tiene algo que engancha, algo relacionado con sentir miedo y vencerlo. Y mira que me lo he currado. Cuando salí de la Resad monté con Javier Veiga, compañero de la escuela, una compañía que llamamos Teatro Impar. Llevábamos escenografías enormes por toda España. Aquello se parecía más a trabajar en mudanzas que como actor. Pero nunca falla: siempre salgo de hacer una obra mejor que como entré, al margen de cómo haya quedado la función. El teatro te pone en tu sitio, te dice la verdad. En el fondo, si hago teatro no es por amor al oficio, sino por egoísmo.
- ¿Por eso tiene un grupo de teatro?
- Esa fue otra bendita casualidad. Un día, hace seis años, me llamó mi amigo Nacho Marraco para decirme que necesitaba un actor para hacer unos bolos. Me sonó a marronazo, pero fui a verles y me quedé flipado. Reí, lloré, me emocioné, y me uní al grupo. Se llama Teatro del Barro y no da para vivir, pero me permite tener cerca el teatro para cargar las pilas.
- ¿Para descargarlas después en el cine?
- Mi plan perfecto sería hacer películas, un poco de teatro con mi compañía sin pretensiones comerciales y de vez en cuando alguna sitcom en la tele. Del cine, lo que me apasiona es el primer plano. Me gustan los directores que te aprietan las tuercas hasta que llegan al detalle. Por eso me encantó trabajar con Fernando León de Aranoa en Princesas. Nos hacía repetir hasta la extenuación. Yo estaba encantado. Le decía: “Fernando, lo que quieras, como si hay que repetir mil veces la escena’.