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25-11-2021


Manuel Martín Cuenca

“Me gusta ser un ignorante en lo que afronto, no repetir lo que ya he hecho”



 

La cura de humildad que le estampó su primer corto le empujó a formarse como ayudante de los mejores del momento. Gracias a eso, todo lo que ha hecho tiene el poso (y el peso) de la profesionalidad y la reflexión. En la lista de damnificados de 2020 figura 'La hija', su última película, cuyo estreno fue la semana pasada. Javier Gutiérrez vuelve a ser el protagonista 


JAVIER OLIVARES LEÓN

FOTOS: ENRIQUE CIDONCHA 

Dice disfrutar del anonimato como cuando aterrizó en Madrid desde su Almería natal en los años 80. Poca gente le reconoce por la calle como el director de Malas temporadas o Caníbal. “Estoy seguro de que, después de conocerme, la gente llega a casa y me busca en internet. Pero, como no cultivo mi imagen, tampoco lo echo de menos. Me gusta más dirigir que ser director” [sonríe]. Podría presumir de ser un cineasta de culto –pero no lo hace– como tampoco se jacta de ser el descubridor de María Valverde, Goya a la mejor actriz revelación por La flaqueza del bolchevique. De vez en cuando sí disfruta de hacer los proyectos que le gustan, eso que él llama “mis cositas”. A los 56 años, ha completado en la campiña y la ciudad de Jaén el rodaje más largo (por dilatado) de su vida: La hija, con Javier Gutiérrez e Irene Virgüez Filippidis, partido en dos (o tres) por este virus que nos ha cambiado el paso. Se inspira en un relato de Félix Vidal, como antes hizo en otros de Javier Cercas (El autor) o Lorenzo Silva (La flaqueza…). “Nada que ver”, puntualiza. “Este guion de Félix es únicamente una idea original. Alejandro Hernández, mi coguionista, hizo una revisión, y yo lo leí en la tercera o cuarta versión. Ha habido un viaje sustancial de la historia”. La hija cuenta la peripecia de Irene, una joven de 15 años que se escapa de un centro de menores y queda embarazada. Javier (Javier Gutiérrez), su tutor, entra en su vida y en la de la niña que trae.


– ¿El de La hija ha sido el período-rodaje más largo de su vida?

– Probablemente, sí. Ya la película en sí es larga, porque está rodada en tres tramos: otoño (noviembre de 2019) y primavera (previsto desde febrero hasta finales de abril de 2020, aunque finalmente se fue a junio). En realidad, siete semanas de rodaje: una, una y cinco. Teníamos cinco meses que se alargaron hasta siete y pico.

– ¿Cuadraron las agendas de actores y técnicos?

– Como todo el mundo estuvo en su casa esa primavera… Cuando el parón de la industria, fuimos la penúltima película en parar. Por sus propias características: estábamos en una sierra aislada y sin figuración. Y volvimos los primeros al rodaje, precisamente pensando en eso: “Cuando todo vuelva a arrancar habrá compromisos y existirán problemas de agenda”. Y lo que hubo fue una espada de Damocles: que algún actor o alguien del equipo se pusiera enfermo. O yo mismo. Un técnico se puede reemplazar, pero no un actor. En cuanto pudimos rodar, seguimos todos los protocolos de pruebas para saber si estábamos todos en condiciones de hacer un confinamiento en el propio rodaje. Fueron nueve días, dos semanas con la preparación.

– ¿Perjudica algo visualmente el salto entre abril y junio?

– No. En ese sentido tuvimos suerte. Buscábamos la primavera explosiva de abril, pero el parón no nos vino mal. Cuando volvimos a las localizaciones en junio contamos con una primavera más arrebatada en el Parque Natural de las Sierras de Cazorla, Segura y las Villas [Jaén], precisamente por haber estado la gente recluida por la pandemia. Fue una gran sorpresa. Y lo que se nos había quedado pendiente con pinta invernal, más pelado, lo pudimos solventar en sitios a mayor altitud y con otra vegetación.

– ¿Tuvo que cuidar aspectos como la longitud del cabello de la joven protagonista?

– La adolescente tiene varios looks, la producción estaba diseñada de esa manera. La incertidumbre es lo que dominaba en ese 20 por ciento pendiente. Hubo un momento en el que no se sabía si íbamos a volver en tres o en seis meses. Pero había que acabar la película en buenas condiciones, lograr que no nos condicionaran los nervios. Y en ese sentido, cuando se vea, nadie se acordará de si se hizo con coronavirus o no. Nuestra responsabilidad es que la película salga lo mejor posible. Independientemente de las circunstancias en las que se hizo.

– ¿Cómo lo llevó el equipo?

– En esa situación tan especial cundieron los nervios. Por eso decidimos parar. Nadie quería renunciar, por supuesto. Al contrario: muchos acabaron quedándose con la espina clavada de que hubiéramos parado. De hecho, regresamos al trabajo con el 50 por ciento del equipo. Y no le ha venido mal a la película, porque a mí me gusta rodar con pocos elementos. Las situaciones existen en la vida para manejarlas. Si aciertas a hacerlo correctamente, no hay de qué quejarse. Está claro que el sufrimiento va por dentro, como sucedía y sucede en toda la sociedad, pero sacamos lo mejor de nosotros para terminar la peli en las mejores condiciones. Si tiene algún pero, no será por el coronavirus. 

– ¿En esos meses cambió en algo del guion?

– Las películas están vivas, forman parte de un proceso que se va adaptando. El hecho de parar nos permitió seguir avanzando cuando el montador y yo regresamos de Jaén a Madrid para teletrabajar. Y luego, montando en sala. Eso te da la ventaja de ver y revisar mucho el material rodado y de apreciar debilidades y fortalezas. Reescribí el guion para reajustar. Aunque el pasado no lo puedes cambiar.

– Parece usted frío, inalterable.

– Pero hay momentos en que lo pasas mal. Recuerdo el último Mundial de Baloncesto. España ganó la semifinal en los últimos segundos, tras perder durante todo el partido. A uno de los jugadores le metieron el micrófono, poniendo el acento en la épica: “Qué maravilla de remontada”. Y él dijo: “Yo habría preferido ir ganando por 20. Sin sufrir. Ahora es todo muy bonito porque somos los ganadores”. En las películas sucede lo mismo: sufrir por sufrir… Pero si hay que remontar, se hace.

– ¿Cómo se decidió por Irene Virgüez para el papel de La hija?

– Vimos a unas 2.000 chicas, entre Madrid, Sevilla, Jaén, Málaga y Barcelona. Irene tiene vena artística, desde pequeña se metió en la danza. Había hecho una incursión en un videoclip, y tenía ese deseo de dedicarse a algo relacionado con el arte. Desde las primeras pruebas me gustó mucho. Es madrileña, y la única duda era si, cumpliendo los 14 cuando arrancaba el rodaje, se nos iba a quedar muy joven. Pero el proceso fue a fuego lento, como a mí me gusta. Los permisos con las autoridades y los padres fueron muy bien. Irene contó incluso con un profesor particular para estudiar cierto número de horas. Pasó de curso.



– Como otras obras suyas, La hija tiene también inspiración bibliográfica. ¿Su vocación filológica le hace tirar de historias de otros?

– No creo. Hice tres cursos de Filología Hispánica. Pero Malas temporadas, La mitad de Óscar… buena parte de mi producción son historias originales. Solo hay dos adaptaciones. Bueno, Caníbal es también una adaptación muy libre de una historia que sucedía en Cuba. La literatura es una fuente, y si yo veo un relato que puedo canibalizar, lo hacemos. Es lo que me pasó con El autor o con La flaqueza… De alguna manera, al leer la novela tienes la sensación de que está hecha para ti. Y se lo he dicho a los autores, en broma. Hacer tuyo el material es inevitable después de dos lecturas. A partir de ahí trabajo.

– ¿Sus padres le perdonaron por abandonar la carrera de Filología?

– Se enfadaron. Se preocuparon mucho. “Irte a Madrid, a hacer cine, dejando la carrera a la mitad, y no la llevas mal”. Luego vieron que me funcionaba el asunto. Me instalé en una pensión de estudiantes de principios de los años ochenta. Tuve la suerte de empezar a trabajar en el cine antes de acabar la nueva carrera: de auxiliar, de script… Yo les decía: “Voy a hacer una película con Cuerda, o con Borau, o con Barroso, o con Bollain”. Y mi madre siempre me preguntaba: “¿En esta película te van a hacer fijo, hijo mío?” [sonríe]. “En esta tampoco me hacen fijo. Son tres meses, cinco meses”. Por suerte, cuando vieron que ya dirigía, se sintieron muy orgullosos.

– Un salto brusco, desde el mundo rural a Madrid, pasando por la carrera frustrada en Granada.

No conocía a nadie ni en el mundillo del cine ni en clase: me fui solo a Madrid, con una maleta. Estaba en cuarto de carrera, había hecho algún corto, mis pinitos. Mi padre habló con mi tío, que había estudiado las oposiciones en la capital, y me mandó a la pensión El barco. “Pregunta por doña tal, que me alojó a mí durante la preparación de las oposiciones”. Aterrizo con mi maleta en la plaza del Callao, y en la famosa calle Barco solo había prostitutas. Eran los años ochenta. Por supuesto, ya no existía la pensión, así que acabé en otra de mala muerte en el mismo Callao.

– ¿Quién le abrió la puerta del gremio?

– El director Felipe Vega, en El mejor de los tiempos, por casualidad. Tuve la suerte de que rodaran una película en El Ejido cuando la explosión de los invernaderos. Contactaron con el ayuntamiento, donde trabajaban mi hermano y un amigo. Como Felipe Vega estaba localizando y necesitaba meritorios en los rodajes, le hablaron de mí. Mantuve un par de entrevistas con Nacho Gutiérrez-Solana, primer ayudante de dirección, y con el propio Vega, en las que estuve muy a gusto. Hablamos una hora sobre cine. Yo estaba muy al día porque iba mucho al cine en Madrid y antes en Granada. Les caí bien y me metieron de auxiliar de dirección en la película. Empalmé de meritorio de montaje con Iván Aledo [ganador de dos Goyas] y con Felipe.

– ¿De qué año hablamos?

– Corría 1989. Aquella fue mi verdadera escuela de cine. La facultad… no tanto. Me dejé llevar por la vida: sabía que aquello era una puerta a lo que me gustaba. Y así empecé una trayectoria profesional como técnico. Quedaban a gusto y te llamaban para otra película. La siguiente fue El hombre que perdió su sombra, de Alain Tanner, con José Luis López Linares como director de fotografía, que también se rodó en Almería. Yo siempre era “ese de Madrid que conoce bien Almería”. Como tenía casa allí, salía más barato. Mis primeras tres o cuatro películas fueron en mi tierra.

– ¿Recuerda la primera en Madrid?

– No sé si fue con Felipe Vega o con Cuerda. En la siguiente de Vega [Un paraguas para tres] fui scriptY realmente trabajé mucho, no renunciaba a nada. Ascendí rápido, llegué a ser primer ayudante de dirección en cinco o seis años.



– ¿Por qué le defraudó su debut en el corto con El día blanco (1990)? 

– Fue después de lo de Tanner. No es que me defraudase, es que no estaba preparado para asumir la crítica. Quien dirige quiere hacer una buena película. A mis 25 años, esperaba ser aclamado. Era un corto raro, sin voz. En un par de proyecciones comprobé que la gente estaba esperando otra cosa: las comedias que iban después. Aquello me golpeó mucho. “Necesito seguir aprendiendo”, pensé. Y me pasé siete u ocho años sin dirigir nada, solo trabajando como ayudante, curtiéndome.

– Volvió a la claqueta en 1998.

– Sí, Hombres sin mujeres, una especie de sátira, lo más parecido a El autor, quizá. En ese mismo 1998 ya había hecho algún intento de escribir. Está mal decirlo, pero llegué a ser un ayudante de dirección con prestigio, me seguían llamando directores como Mariano Barroso o Iciar Bollain. Si no cortaba con eso, nunca dirigiría. Decidí, de la noche a la mañana, decir que no a todo. Y ahí es donde Mariano Barroso se revela muy importante.

– ¿Le animó a seguir su camino solo?

– Es a quien le cuento que quiero dirigir tras haber pasado 10 años con otros. Me da buenos consejos, como que me meta en clases de interpretación para conocer bien el papel del actor. Me ayuda con pequeños trabajos: vídeos corporativos para BBVA, Bankinter, Prosegur… Por ejemplo, ejecutivos que van a hacer un congreso y promueven su presencia y la de los jefazos como actores, para reírse todos de todos. Y me ofrece ir como coordinador suyo a la escuela de cine de Cuba.

– ¿Cuánto tiempo estuvo en la isla?

– Casi dos años. Él y yo nos alternábamos en el control del curso. Allí conocí a Jaime Rosales, que fue alumno nuestro. Yo iba y venía para seguir con mis cortos en España. En esa etapa dirigí Nadie y se me ocurrió la idea de El juego de Cuba, mi primer largo, sobre béisbol. En una de las productoras donde trabajaba como director haciendo esas cositas, conté el proyecto y se decidieron a entrar y producir. Así arrancó mi periodo como director. De alguna manera, me hice director en Cuba. O terminé de hacerme.



– Siempre ha tenido buenísimos repartos. No es fácil concebir una película suya sin Antonio de la Torre, Javier Cámara, Luis Tosar, Javier Gutiérrez –también en la flamante La hija–, Nathalie Poza o Leonor Watling.

– Pero ninguna es fácil de levantar. En España solo hay dos o tres directores que hacen películas a su gusto… Con Antonio de la Torre hice Hombres sin mujeres porque le había visto en otro corto y me antojé. A Luis Tosar le conocía porque, a finales de mi trabajo como ayudante, empecé de director de casting. Y Flores de otro mundo, de Iciar Bollain, salió de esa faceta mía. Yo ya había sido ayudante de dirección con ella en Hola, ¿estás sola? E hice Plenilunio con Imanol Uribe, La niña de tus sueños con Chus Delgado… Dicho período como director de casting, también de transición y aprendizaje, me sirvió para conocer muchos actores. A Luis Tosar le vi por primera vez en el corto El origen del problema, con Nancho Novo, en 1997. Ahí me di cuenta de su valía. Le mostré el corto a Iciar. Era más joven que el personaje que buscábamos para Flores de otro mundo, que debía tener más de 40. 

– Y en la prueba Tosar ‘se salió, claro.

– Lo hizo fantástico. En un primer momento se le descartó por joven. Pero volví a sacar su prueba e Iciar coincidía en que era bueno, el ideal para el personaje. Así que cuando le llamé para La flaqueza del bolchevique, Tosar ya sabía cómo trabajaba yo. Hizo muchos papeles desde esa época, pero sus primeros protagonismos los tuvo en La flaqueza… y Te doy mis ojos. Se rodaron casi en paralelo. Mi relación con el resto de actores y actrices es más o menos así.

– ¿Quién le falta en ese top five?

– Hay actores y actrices estupendos en este país. Ojalá pudiera trabajar con todos. Insisto, uno hace las películas que puede. Pero a mí me gustaría trabajar con Javier Bardem, Javier Rey, Raúl Arévalo. O con Candela Peña, una actriz maravillosa. Y repetir con varios de ellos.

– ¿Piensa en algún intérprete cuando escribe un personaje?

– A veces sí, a veces no. En el caso de El autor, por ejemplo, Alejandro [Hernández, su coguionista] y yo ya pensamos en Javier Gutiérrez. Lo conocíamos un poco y había interés en trabajar juntos. Cuando leí la novela El móvil, de Javier Cercas, y lo hablé con Alejandro, coincidimos en que el guion debería ir por aquí o por allá, pero con Gutiérrez como protagonista. Y en La hija también estaba claro que el papel era para él.

– ¿Todos los cotizados entran en tarifa?

– [Sonríe]. Es una negociación. Eso hay que preguntárselo a ellos. He tenido mucha suerte con ellas y con ellos. En un 99 por ciento de los casos han podido y han querido. 

– Eso es ‘culpa’ de usted, de su trayectoria.

– Habrá de todo. Procuro llamar a profesionales con los que creo que me entenderé. Mi forma de trabajar no encaja necesariamente con todos. El casting se hace en dos direcciones: del director al actor o la actriz, y viceversa. Ellos te hacen casting a ti para saber en manos de quién van a estar. Si deciden que sí, son los más maravillosos del mundo y vuelan. Si deciden que no, empiezan a tratar de trabajar ellos por su cuenta y es un problema. Para mí es fundamental que sea una relación entre iguales, de querer y poder. Aquí no hemos venido a sufrir.

– O sea, que usted no sufre trabajando.

– No hay actriz ni actor que me haya generado problemas. Es un proceso de doble adaptación. Solo he tenido buena relación, no tengo malas palabras para nadie. Yo necesito a los intérpretes. La magia la ponen ellos, por muy bueno que sea el guion. Deben ser aliados: yo puedo exigirles y darles todo lo que pueda, pero que ellos también tienen que dar. Les escucho cuando tiene sentido lo que dicen, por supuesto. Deben trabajar con un pequeño margen de libertad, lo que no significa que puedan hacer lo que les dé la gana y que puedan intelectualizar.

– ¿A qué se refiere con “intelectualización”?

– Huyo de ella, sobre todo en el trabajo interpretativo. El análisis es necesario, hasta un punto en el que trabajas en el inconsciente y te dejas llevar por lo que pasa en ese momento. Eso es lo más difícil de la interpretación, como decía Vanessa Redgrave. Si un actor viene a hacer de coguionista, me siento con él o ella y lo hablamos. Opinar sobre otros personajes no viene al caso. Tú, a lo tuyo. Pero al margen de eso… el arte no lo puedes controlar. Lo que un actor hace en un momento, en un punto de inspiración, no lo va a hacer otra vez. No se puede repetir una toma dos veces.

– ¿Cada interpretación y cada toma son únicas?

– Por supuesto, y ahí está el cine para captarlo. Trato de hacer todo ese proceso en el que las personas que hay debajo de los personajes aporten su hilo, la encarnación de la persona en el personaje. No basta con ponerle la técnica, la voz, hay que ponerle más cosas. No necesitas ser un asesino para interpretar a un asesino, pero la complejidad del ser humano lleva contradicciones, luces y sombras, y hay que hacer una especie de puente entre el intérprete y el personaje. A mí no me interesa la interpretación realizada desde la conciencia de “esto iría mejor así”. Me interesa la del actor que, tras hacer un proceso de entrenamiento y ensayo, se deja llevar, a ver lo que pasa. De hecho, me paso todo el rato cambiando y removiendo para que el actor no se quede en la trinchera, sino para empujarle al otro lado. Eso es lo que me interesa. Si no estás dispuesto a jugar a ese juego, ni a ti te interesa trabajar conmigo ni a mí me interesa que lo hagas.   

– ¿Eso requiere mucho café?

– Sí. Y muchas pruebas. A veces le pido al intérprete que haga lo contrario de lo que ha hecho. No porque sea mejor, sino porque si alguien viene con una idea, necesito ver que tiene flexibilidad para cambiarla. “Pero eso no tiene ningún sentido”, me puede decir. “Ya, pero... ¿lo vas a hacer o no?”. Así mido la capacidad para entenderse conmigo. Quizá me equivoque, pero en las pruebas ya lo ves. Si sales de una prueba, si te sientes bien, si yo he disfrutado con lo que has hecho, si ha habido esa flexibilidad y no esa conciencia intelectual del guion… El guion ya está escrito. Nuestro trabajo tiene que ver con lo que está por debajo de las palabras. Ese es el juego, esos son mis ensayos. Yo no ensayo las escenas, ensayo personajes, personas.

– ¿Y hay tiempo para eso?

– Me gusta que los actores acudan a la localización, que nos tomemos una cerveza, paseemos... Que haya un conocimiento. Yo llevaría al actor que va a hacer de médico rural seis meses a formatearlo en ese cliché. Lo intento en solo tres semanas, y no es fácil. Lo que pido es un compromiso. Quien quiera, bienvenido; quien no, que no se suba al barco. Si tengo la fortuna de hacer una película cada tres o cuatro años, quiero que se haga de una forma determinada. Si solo puedes estar dos días, no me interesa. Por ejemplo, en el rodaje de La hija en Jaén, todo empezaba por comer chorizo. Por pasear. Y a partir de ahí, a explorar. A mí no me interesa la estrella que viene a ensayar y funcionar. Eso es para las series. En una película personal tienes que adaptarte a mí.



– Hablando de series... ¿cómo le fue en el universo Netflix, donde trabajó con Criminal?

– Fue un reto como guionista. Y bien pagado. Era una experiencia de varios países. He hecho más guiones, me parece que es una buena salida como guionista. De todo lo que he firmado me siento orgulloso. He dirigido también tres capítulos 14 de abril, la República. Vas a lo que vas, a hacer un producto que funcionará de determinada manera. Doy lo mejor de mí en lo que me piden. Pero eso no sustituye al cine. Ni creativa ni laboralmente. Te sentirás satisfecho por otras razones: porque hay una industria creciente. Bienvenidas las plataformas, pero no sustituyen la profundidad del cine ni de la pantalla.

– ¿Por qué?

– Por lo que tienen las series, más próximas a la televisión. Las películas tienen un discurso autoconcluyente, un principio y un final. Cuentan un relato que te lleva a una reflexión. Pueden ser un aburrimiento, o no, pero consiguen dar mayor profundidad a la conclusión. En cambio, la mayoría de las series pretenden la adicción, muchas veces estirar el chicle. A algo brillante le pueden sobrar cinco temporadas. 

– ¿El objetivo del consumo rápido rompe incluso con el rito?

– Sin duda. El rito de salir, pasear, entrar en el cine, reflexionar si han merecido la pena los euros de la entrada. Todo eso ya merece una reflexión. Pero masticas menos si te sientas en un sofá y empiezas a consumir capítulos como comida rápida. Son productos audiovisuales. Yo veo de todo. Puedo ir al cine dos veces al día, pero también he visto The Mandalorian, por poner un ejemplo, y está bien. Harán 40 temporadas. Pero prefiero una película buena. Y el universo de las series está fenomenal, hay técnicas de rodaje curiosas. No es lo mismo intentar crear adicción que construir un relato con su propia conclusión, que te haga pensar.

– ¿Pueden convivir?

– Yo estoy seguro de que sí. A mí me gustaría, porque no son lenguajes contradictorios. 

– ¿Le haría ilusión rodar en inglés?

– Me hacen ilusión los retos, más que nada. Me gusta ser un ignorante en lo que afronto, no repetir lo que ya he hecho. Me gusta intentar hacer lo que sé que no sé hacer. Es bueno ser un aprendizCaníbal tuvo mucha repercusión en ciertos ambientes de Estados Unidos. Y me llamaron para castings para dirigir episodios. Ahí surgió la posibilidad, pero no me obsesiona. Allí se mueve todo mucho, pero el 99 por ciento no llega a ningún sitio. Desarrollo, Hollywood… Me parece la leche la carrera de Juan Antonio Bayona, por ejemplo, algo dificilísimo. Hay miles y miles de actores, actrices, directores, proyectos… Yo tengo un guion sobre la historia de un español allí, y sería en spanglish. Me meto en historias sin red. Sucedió en El autor, en Caníbal. Doy a leer esos guiones a amigos míos... y se acaban sorprendiendo. “¿Cómo que Caníbal es una historia de amor?”, me dicen. Se trata de hacer historias perturbadoras, de asumir nuevos retos.

– ¿Cómo se lleva usted con los productores?

– Muy bien. Los últimos con los que he coincidido pueden considerarse los grandes de este país: La Zona (Gonzalo Salazar-Simpson), con los que sigo, y con Mod Producciones. Nos respetamos, nos entendemos. Son tipos listos, que entienden la película, aquí nadie se llama a engaño. También tuve buena relación con el de Malas temporadas. Los problemas surgen si el director y el productor se sientan y cada uno quiere hacer una película distinta. Y si uno de ellos no es claro y por detrás piensa: “Se la colaré y le llevaré a mi terreno”. Eso es fuente de problemas. Habría que poner esas cosas en los contratos. En mi caso no es ambición de más medios, más decorados o más días. Los de La Zona saben qué tipo de director soy, nos conocemos y respetamos los acuerdos. Cuando propusimos Caníbal sabían bien qué íbamos a hacer. Son inteligentes, y no te van a pedir de repente un thriller de susto, por ejemplo. Si hay respeto, el binomio director-productor funciona. Si te contratan de plataformas para hacer esto o lo otro, perfecto. Sucedió con la serie Criminal. Lo firmo y lo hago. Me pongo a su servicio.

– Siempre habrá un margen de eventualidades y de caprichos.

– Sí, claro. Pero al llegar a ese acuerdo, sé que estoy trabajando por encargo. Sería idiota por mi parte ponerme a intentar colársela a una plataforma.



El corredor de la muerte cojea

Martín Cuenca admira el género documental. Rubricó dos de los que se siente orgulloso: Últimos testigos, Carrillo comunista (“tres años de entrevistas y documentación, con nueve años de montaje”) y Los juegos de Cuba (sobre el béisbol en ese país). Ahora ha trabajado durante más de tres años en un documental sobre el viacrucis del español Pablo Ibar en el corredor de la muerte, en Florida, por tres presuntos asesinatos. Pero el barco no va a tocar puerto porque el director se ha bajado. “Tuvimos desencuentros con el productor, un andaluz de cuyo nombre no puedo acordarme”, bromea. “Cobré lo que tocaba y llegamos a un acuerdo por el que yo me quedé con una versión cinematográfica para montarla y él se quedó con la serie. Cuando vea cómo ha hecho la serie decidiré si hago versión en cine”. El director alaba las bondades del género: “Si un documental de verdad te importa, acabas llorando, siempre”. Sin embargo, en su opinión, no se puede vivir de él. “Es imposible con 30.000 euros. Un largometraje documental supone de dos a cinco años de trabajo. Es un equipo pequeño, pero requiere mucho tiempo de entrevistas, rodaje, permisos, montaje. Dinero. Americanos y británicos no hacen uno por menos de un millón de dólares”.

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