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25-10-2018

Manuel Morón

 

“Un personaje no es un pretexto para mostrar al mundo mi repertorio como intérprete”

 

Secundario, aunque no de lujo, según anota él mismo. En la carpeta, sus trabajos para Almodóvar, Bollaín o Mañas. A veces bastan unas horas para preparar una frase. En otras ocasiones, hacen falta semanas enteras

 

FRANCISCO PASTOR

REPORTAJE GRÁFICO: ENRIQUE CIDONCHA

A Manuel Morón, nacido en 1956, la muerte de Franco y las primeras elecciones democráticas le alcanzaron en la juventud. La eclosión artística que luego llegaría, también a su Cádiz natal, le pilló un poco más adulto. No es extraño que cuando llegó a la universidad dispuesto a estudiar Informática, los unos y ceros del código binario se le quedaran cortos ante al lenguaje del arte dramático. Porque allí, durante aproximadamente siete años, conoció los grupos de teatro, las giras, la creación independiente.

 

   También fue el azar, esta vez el del amor, el que llevó a un Morón cercano a la treintena hasta Sevilla. El objetivo era estudiar interpretación. Y la jugada le salió bien, pues conocería al argentino Carlos Gandolfo, que no dudó en llevárselo al otro lado del Atlántico. Allí le presentó al que todavía es su compañero de trabajo: Juan Carlos Corazza. Porque hoy Morón se dedica también a enseñar su oficio a los alumnos. Le avalan en su faceta como docente decenas de largometrajes, desde Todo sobre mi madre (1999) a Mataharis (2007) pasando por El bola (2000) o Salvador (2006).

 

   Y la pequeña pantalla. Aunque desde la retaguardia de los personajes secundarios, ha dejado su impronta en Crematorio, la primera apuesta de Canal+ por la ficción. O en 7 años, el primer largometraje producido por Netflix en España. Morón apura el desayuno en una cafetería madrileña en uno de esos pocos días que le quedan libres. Pronto tendrá que retomar su trabajo en La peste (Movistar+) y desplazarse de nuevo a esa Sevilla a la que confió su formación como intérprete. Entre idas y vueltas permanecerá hasta diciembre.


– No pocos profesionales del audiovisual sienten que, cada vez más, nuestra producción televisiva casi le pisa los talones a la industria del cine. ¿Lo comparte?

 – Muchos directores están llegando a la tele y a las nuevas plataformas. Sí hay un giro en la forma, pero no en el fondo. Somos unos costumbristas y contamos las historias de siempre: la infidelidad, el abandono, la familia. Tampoco siento que el despliegue del cine se contagie. Diría que vamos al revés: la gran industria crea largometrajes pensados para la proyección en las salas siguiendo los tiempos de la televisión. Se rueda mucho más rápido. Los actores encontramos por nuestra cuenta el momento de ensayar, de levantar el personaje, porque en el plató está todo decidido. Y los cachés son más bajos, así que muchos andamos en varios proyectos a la vez.

 

– Al realizar distintos trabajos al mismo tiempo, ¿cuesta más aquello de entrar y salir del personaje?

– Más que fácil o difícil, creo que no es recomendable. Por pequeño que sea el papel, cada uno tiene un tiempo de cocción. Antes nuestros contratos sí nos pedían, si no una exclusividad, al menos una disponibilidad que marcara claramente nuestras prioridades. Pero las remuneraciones ya no dan para eso. Y nadie espera de nosotros esa dedicación.



– En su carrera abundan discretos papeles en grandes producciones. ¿Qué reto afronta un intérprete cuando actúa para el mismísimo Almodóvar, pero en apenas cuatro diálogos?

– Reconozco que no me impresionó mucho. Él fue muy cercano. Supo crear lugares en los que fuera realmente fácil trabajar. Aproveché para ver cómo rodaba y cómo dirigía. Observé al equipo. Solo iba a tener tres días de rodaje, así que quise empaparme de todo. Y no quise dar a mi trabajo más proyección de la cuenta: hay que tratar cada texto dependiendo de lo que este signifique. De lo que suponga el personaje en la historia. Debemos estar siempre al servicio de la obra. Hay frases que llevan semanas de preparación. Y otras, en cambio, apenas horas. Es lo que les digo a mis alumnos: un personaje no es un pretexto para mostrar al mundo mi repertorio como intérprete.

 

– ¿Sueña con cómo será el papel protagonista cuando llegue?

– Sí y no. Me gusta que me den buenas historias. Y que den tiempo a mi personaje para aflorar. Eso no depende tanto de la cantidad de diálogos que me toque, sino de que la obra consiga levantar un contexto, una situación. Esta mañana, pensando en mi Arquímedes para La peste, le andaba dando vueltas a cómo contar más sobre quién es él, porque de una temporada a otra le han ocurrido cosas que deben verse. Pero siempre sin dejar de respetar el texto. Es bueno que nos permitan ese recorrido: por breve que sea, contemos el personaje.

 

– Le suelen confiar papeles contenidos, misteriosos. ¿Entraña mayor dificultad llevar la magia del actor a lugares como esos?

Me tocan papeles oscuros, poco emocionales, más intelectuales. Nunca se ve a las claras quién soy. Por eso trato de darles siempre una cierta humanidad. Se trate de un energúmeno o un tipo muy bondadoso, quiero concederle esa complejidad. Pero siempre busco que mi toque personal y mi historia se queden en el camerino. Que no lleguen a la ficción. El actor debe quitarse de en medio y dejar salir al personaje.

 

– ¿Hace falta experiencia, una cierta madurez, para entender así el trabajo? ¿Para no tratar de brillar todo el rato?

– El entusiasmo de la juventud a veces nubla el papel. Eso es cierto. Pero la madurez se conquista: hay mentes clarividentes de 20 años y gente inmadura de 50. Esta cultura por la que todos queremos ser estrellas del fútbol es abrumadora, y a mí aquello de los secundarios de lujo me queda grande. Somos estudiosos del comportamiento humano, ¡pero esto es solo un oficio! Creo que la templanza me vino de mis padres, que me ayudaron a conservar siempre los dos pies en la tierra. Nunca soñé con encarnar un galán. ¡Sería un antigalán, como mucho! Un personaje de otra suerte habría ido en contra de la propia historia. Siempre lo tuve claro, y no por ello perdí amor hacia el oficio ni vocación. A mí me gustaba subirme al escenario: verme allí, encarnando a otras personas, hablando a la platea sobre cómo somos los humanos. Me gustaba sobre todo el teatro, aunque luego la vida me puso ante una cámara.



– En Smoking room (2002) ha ocurrido al revés: actuó en la película y, hace poco, la llevó a las tablas.

– Sí. Aunque no me tocó el mismo papel. Quizá podría haberlo afrontado con cierto peso por ser el único miembro del reparto que había estado también en el largometraje. Pero no soy buen espectador de mis trabajos, así que dejamos la película en un cajón… y nos pusimos manos a la obra.

 

– Es una pieza que habla de la insolidaridad entre compañeros. No sé hasta qué punto reconoce a su gremio en ella o no.

– Lo hago… Y eso me pone triste. Mi gente luchó por conquistar unos derechos que han sido vapuleados y arrollados. Nos rodean la insensatez y el desconocimiento. Solo hablamos del mercado y nos acogemos a él. Redes sociales y móviles tenemos todos. Pero cultura, poca. A los insolidarios les pondría a leer a Shakespeare. En él está todo.

 

– ¿Ha rechazo algún papel en favor de la dignidad del oficio?

– Solo aceptaría unas malas condiciones económicas si me gustara mucho una historia. O si me ofrecen poco dinero porque, realmente, no hay fondos. Ahora bien, no entiendo que nos quieran remunerar mal en producciones que cuentan con presupuesto. Esto trata de respetarse a uno mismo: valgo esto, y quien lo quiera, tendrá que pagarlo.

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