Calcula “por lo bajo” que debe haber hecho más de “1.000 trabajos” en la pequeña pantalla. Las series Doce lecciones de felicidad conyugal (1969), Los maniáticos (1974) o Platos Rotos (1985) son hitos de una trayectoria con infinidad de papeles en otros muchos espacios de ficción. La tele fue, además, un puente hacia el teatro gracias a los célebres Estudio 1. Entre los platós y los escenarios, Alfonso presume de una variadísima nómina de títulos donde los recios nombres de Valle-Inclán, Jardiel Poncela o Gala aparecen junto al más exitoso teatro comercial.
– ¿Qué significa para usted el teatro?
– Todo actor debe hacerlo. Es la madre del cordero. Uno de mis últimos trabajos es La cisma de Inglaterra, representado con la Compañía Nacional de Teatro Clásico en el Teatro Pavón. Fue espectacular. Absolutamente todo cuidado con detalle. Y allí vi a los chicos de la Joven Compañía, que son maravillosos, tienen una preparación y una vocación tremendas. Es en el teatro donde de verdad te mides como actor. Quien quiera dedicarse a esto ha de pasar por esa experiencia que curte y endurece. Sí o sí.
– ¿Sobre las tablas ha encontrado a sus mayores maestros?
– He aprendido de muchísima gente, incluso de la juventud. En este oficio vas aprendiendo cosas a diario, y podría enumerar cinco o seis nombres que han sido una referencia para mí, pero me callaré por respeto a aquellos de los que no me acuerdo en este momento. He tenido decenas de maestros, y no solo en el teatro.
– Fernando Chinarro se siente un privilegiado por formar parte de una especie en extinción: la de los intérpretes que pueden vivir de su trabajo. ¿Usted también se ve así?
– Yo he vivido siempre de mi trabajo. La situación de ahora es terrible. Poquísimos actores pueden ser profesionales al cien por cien. Pero sucede con cualquier trabajador en cualquier sector. Si la educación, la sanidad, la justicia y la investigación científica están como están, nosotros terminamos siendo casi un artículo de lujo. Y no deberíamos serlo...