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18-07-2017

 
María José Alfonso
 
“Esta profesión es dura, pero tiene pellizco, no te suelta”


Ha hecho de la versatilidad su sello como actriz a lo largo de una prolífica carrera en cine, televisión y teatro que aún no ha abandonado
 
 
PEDRO PÉREZ HINOJOS
Reportaje gráfico: Enrique Cidoncha
Dice que no es más que la actriz de su “pueblo”, aunque se trata de un pueblo muy peculiar. Abrazado a una alameda rematada por la rotunda fachada de una iglesia, se filtra hasta el acogedor salón de su casa un silencio roto por el rumoroso gorjeo de los pájaros. La estancia la decoran decenas de libros y fotos por las que se asoma una niña de golosa mirada clara. “Aquí vivo desde que me casé. Una vida entera. Todos los vecinos me conocen y están al tanto de mi labor en la tele, el cine o el teatro, pero entre ellos soy una más”, afirma María José Alfonso (Madrid, 1940), que maneja con castiza naturalidad esta doble condición: la de admirada actriz de solera, con medio siglo de trayectoria; y la de ciudadana rasa, atenta y con curiosidad. Todo ello borbotea durante una conversación torrencial en una casa que forma parte de una de las colmenas de su tranquilo e insólito “pueblo”, que es en realidad un populoso vecindario situado, como un oasis de calma, cerca del fragoroso centro financiero de Madrid.
 
 

 
 
– Usted continúa en activo, su currículum suma un nuevo rodaje. ¿De qué se trata?
– Hemos terminado la película La residencia y también he hecho un par de programas de televisión. Todavía trabajo cuando me dejan, porque sigo encontrándome muy bien. Y es un privilegio, tal y como están las cosas.
 
– También está muy pendiente de seguir formándose y aprendiendo en talleres y conferencias. ¿Es por obligación o ya solo por placer?
– Voy a todo a lo que puedo y me dejan. Como decía un personaje en una película de David Trueba: “Me da pereza morirme”. Pues a mí me pasa igual. Me gusta vivir y quiero hacer muchas cosas. Soy muy ansiosa.
 
– ¿Cómo alimentó su afán artístico procediendo de una familia sin vínculos con este mundo?
– Venía de una familia normal, sin tradición alguna. Solo tenía una prima que hacía algunas cosas de interpretación. Yo estudiaba muy cerca de la Escuela de Arte Dramático y me metí en ella. Empecé haciendo cuentos para niños en la radio, pequeñas funciones, doblaje… En un principio atrajo la idea de ser médico, pero solo pisé la universidad para hacer teatro. Nada más.
 
 

 
 
– ¿Encajaron bien sus padres ese cambio radical de camino?
– Me apoyaron absolutamente en todo y desde el primer momento. Y eso tenía muchísimo mérito: dedicarte en aquella época a este oficio se veía como echarte a la mala vida. Más de la mitad de mi carrera se la debo a la ayuda que en todo momento me prestaron mis padres. Y mi marido, claro. Me siento muy afortunada por ser hija de unas personas tan maravillosas, tan liberales, tan guapísimas… Todos los días les recuerdo.
 
   Tras los primeros trabajos en radio y en el teatro universitario, María José Alfonso dio un triple salto debutando con el programa musical Escala en hi-fi (1961), rodando las películas La gran familia (1962) y La niña de luto (1963), y actuando junto a Fernán Gómez en la obra La fierecilla domada. Fue el arranque de una andadura a la que ahora es incapaz de poner números. En el celuloide acumula más de medio centenar de cintas, que van desde títulos de prestigio como Con el viento solano (de Mario Camus, 1965) o El cielo abierto (Miguel Albaladejo, 2001) hasta comedias de éxito como Manolo la nuit (Mariano Ozores, 1973) o Por fin solos (Antonio del Real, 1994).
 
 
 

 
 
– ¿Cómo se apañó para hacer cine, televisión y teatro simultáneamente desde su debut?
– Se dio así, simplemente. Por entonces apenas había castings: te llamaban, hacías una pruebecita y te ponías a trabajar. De aquellos comienzos recuerdo con especial cariño mi papel en La niña de luto, de Summers, que rodamos en el pueblo onubense de La Palma del Condado. En La gran familia hice amigos para toda la vida. Fue maravilloso. Y luego estaba don José Isbert, un hombre absolutamente increíble, un cielo, cuánto nos divertimos con él. Lamento no haber tenido una grabadora para recoger todas las conversaciones y las cosas que nos decía a los actores más jóvenes. Era un maestro de este oficio y de la vida.
 
– ¿Cómo era eso de cantar en playback en Escala en HI-FI?
– Divertidísimo. Éramos muy lanzados. Hacíamos de todo. Y la gente me felicitaba en plena calle por lo bien que cantaba. No les cabía en la cabeza que solo moviéramos la boca. Así que al final, para no decepcionar, les daba la razón [risas].
 
– ¿Qué le ha enseñado la televisión?
– Mucho. A memorizar, a ponerme rápido en situación, a acelerar, a convivir con mucha gente… Todos hacíamos de todo: de pronto te echaba una mano un cámara, un electricista, el que pasara por allí. Compartíamos la ropa y nos prestábamos cualquier cosa. Fue una etapa preciosa.
 
 

 
 
   Calcula “por lo bajo” que debe haber hecho más de “1.000 trabajos” en la pequeña pantalla. Las series Doce lecciones de felicidad conyugal (1969), Los maniáticos (1974) o Platos Rotos (1985) son hitos de una trayectoria con infinidad de papeles en otros muchos espacios de ficción. La tele fue, además, un puente hacia el teatro gracias a los célebres Estudio 1. Entre los platós y los escenarios, Alfonso presume de una variadísima nómina de títulos donde los recios nombres de Valle-Inclán, Jardiel Poncela o Gala aparecen junto al más exitoso teatro comercial.
 
– ¿Qué significa para usted el teatro?
– Todo actor debe hacerlo. Es la madre del cordero. Uno de mis últimos trabajos es La cisma de Inglaterra, representado con la Compañía Nacional de Teatro Clásico en el Teatro Pavón. Fue espectacular. Absolutamente todo cuidado con detalle. Y allí vi a los chicos de la Joven Compañía, que son maravillosos, tienen una preparación y una vocación tremendas. Es en el teatro donde de verdad te mides como actor. Quien quiera dedicarse a esto ha de pasar por esa experiencia que curte y endurece. Sí o sí.
 
– ¿Sobre las tablas ha encontrado a sus mayores maestros?
– He aprendido de muchísima gente, incluso de la juventud. En este oficio vas aprendiendo cosas a diario, y podría enumerar cinco o seis nombres que han sido una referencia para mí, pero me callaré por respeto a aquellos de los que no me acuerdo en este momento. He tenido decenas de maestros, y no solo en el teatro.
 
– Fernando Chinarro se siente un privilegiado por formar parte de una especie en extinción: la de los intérpretes que pueden vivir de su trabajo. ¿Usted también se ve así?
– Yo he vivido siempre de mi trabajo. La situación de ahora es terrible. Poquísimos actores pueden ser profesionales al cien por cien. Pero sucede con cualquier trabajador en cualquier sector. Si la educación, la sanidad, la justicia y la investigación científica están como están, nosotros terminamos siendo casi un artículo de lujo. Y no deberíamos serlo...
 
 

 
 
– Sus hijos no han seguido sus pasos, pero… ¿qué haría si su nieta un día le confiesa su vocación interpretativa?
– Lo primero que le diría es que no debe ser como yo ni como nadie: debe ser ella misma. Después le pediría que se preparara bien. Y si siguiera convencida, pues adelante. Esta profesión es dura, no es el camino de rosas que la gente cree, pero tiene pellizco. Y cuando te pilla, no te suelta.
 
– Y de vuelta al comienzo: ¿trabajará hasta morir con las botas puestas?
– En absoluto [risas]. Pretendo trabajar hasta que tenga fuerzas y esto [se señala la frente] funcione. Pero no me quiero morir sobre el escenario; quiero morir en mi casa, tranquila, cerca de los míos. Eso sí, de retirada, nada.
 
 

 
 
En brazos de Alfredo Landa y Gary Cooper
 
– Una película, una serie y una obra de teatro que le hubiera gustado para su currículum.
– Estar al lado de Gary Cooper en El manantial, haciendo el papel de Patricia Neal. Es increíble el erotismo que desprende ese filme. Hay unas miradas, una electricidad… ¿Series? Una de esas inglesas de época. Y función teatral, la próxima.
 
– Un trabajo al que tenga especial cariño.
Las cintas La niña de luto o Con el viento solano. Me marcó mucho el montaje de Raíces con doña Eugenia Zuffoli, que era una señora estupenda. Y en televisión, me quedo con lo que hacíamos en el Paseo de la Habana, tan loco, tan disparatado…
 
– Sus actores y actrices jóvenes favoritos.
– Me gustaba el elenco de la serie Seis hermanas. Y en Velvet había dos o tres chicos que estaban de lujo.
 
– Una mala experiencia.
Actué con un compañero que no me miraba a los ojos. Y tenía miedo cada vez que nos tocaba beso. Lo pasé fatal. Una agonía. Ese actor vive todavía.
 
– Un buen momento.
– Con Paco Valladares cuando representamos El caballo: ¡lo pasamos como enanos! También me he divertido muchísimo con Alfredo Landa. Siempre he tenido empatía con esos dos actores, funcionábamos a la perfección. Y hemos hecho tantas cosas juntos… Les llevo en mi corazón.
 
 

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