Mariola Fuentes
“Nada como la edad
para curar los complejos”
Llegó a Madrid entre amigos y con lo puesto. Nunca ha pisado una clase de interpretación. La última palabra es siempre del director
FRANCISCO PASTOR
Mariola Fuentes no había cumplido los 20 años cuando se presentó en Madrid para hacer cabaré. Casi 600 kilómetros la separarían a partir de entonces de su Marbella natal. Pero llegaba bien acompañada: viajaba junto a su amigo David Delfín, que se integraría con ella en la compañía de artes escénicas Productos Lola. Aunque la artista no hubiera dado nunca una clase de interpretación. Hoy, a los 49 años, tampoco lo ha hecho. “Cuando tengo trabajo, no puedo por falta de tiempo. Y si estoy en paro, lo que me falta es dinero”, cuenta.
Pero no ha necesitado ese aprendizaje. Después de aquel periplo sobre las tablas acabó actuando para Luis García Berlanga en la serie Villarriba y Villabajo. Allí coincidió con Álex Angulo y Kiti Mánver. “Era como una esponja. Aprendía todo lo que podía. Vivo los rodajes como en un curso intensivo”, reflexiona. Y de ahí, a trabajar con el mismísimo Almodóvar en Hable con ella (2002) o Los abrazos rotos (2009). Félix Sabroso o Santiago Segura son otras de las firmas que confiaron en Fuentes para sus trabajos. Y Paco León no solo la reclamó en Kiki, el amor se hace (2006), sino también en la ficción por capítulos Arde Madrid, donde encarnó nada menos que a Lola Flores.
Sueña con un papel en la tercera temporada de La peste, pues está rodada en Andalucía. Y eso que las nuevas plataformas han recibido a esta actriz con alfombra roja. Instinto y la citada Arde Madrid son algunas de las series en las que verla. Y muy pronto la encontraremos en el Festival de San Sebastián con motivo de la proyección de Adiós, su último trabajo para el cine, un largometraje “violento y crudo, pero elegante”.
— Su carrera le lanzó a la fama ya en los tiempos de Médico de familia.
— Sí. Aunque nunca dejé de hacer mi vida. No tuve que dejar de salir a la calle ni de ir al mercado. Y eso que llegué cuando la serie estaba encumbrada. Yo era la novia de Marcial, de Jorge Roelas. Cuando me fui para trabajar en otros proyectos, los guionistas decidieron que en la ficción le dejaría por otro, por un italiano. Ahí sí que noté la fama: los taxistas me decían que cómo podía haber hecho algo así.
— La televisión ha cambiado mucho desde entonces.
— ¡Desde luego! Han pasado los tiempos en los que se veía que todo era un decorado. Ahora rodamos de otra forma, más cuidada. Y yo me hago a todo encantada, como lo hacía entonces. Si hubiera empezado en los setenta, seguramente me habría tocado el destape. Pues igual: esta profesión es empezar una y otra vez. De cero. Nos subimos al tren cuando nos dejan, y ya veremos en qué parada nos toca bajarnos.
— Ese tren, a juzgar por su trabajo, parece estar en marcha.
— Sí. Y cuando me he visto en el paro, tampoco me ha costado reconocerlo. Como actriz, me veo exactamente en el mismo momento en el que estoy como persona: madura. Me siento mucho más segura de mí misma. Se marcharon muchos fantasmas y me noto fuerte. Nada como la edad para curar los complejos. En lo estrictamente profesional, respiro y medito más cada personaje.
— ¿Jamás ha temido el paso del tiempo?
— No, no. Alguna crisis he tenido, pero por los vaivenes del trabajo, nunca por la edad. Cada año que cumplo, pues mejor para mí. Hasta los 90 y más allá. Yo quiero actuar en el papel de vieja. Me provoca curiosidad. Me pregunto cómo serán mis manos, o las arrugas de mi cara, y qué aportarán a la cámara.
— De momento, puede decir que actuó con Terele Pávez en su último largometraje antes de morir, ¡Ay, mi madre!
— Había quien me decía que tuviera cuidado con ella. Que solía tener mal genio y demás. Pero yo sabía que nos llevaríamos bien. Eso sí, han pasado cinco años desde aquel rodaje y se me hace raro verla ahora [se ha estrenado este marzo]. Tuvimos que doblar mucho metraje cuando la producción había acabado. Y reconozco que a mí me gusta más el sonido en directo: creo que se pierden demasiados matices al aportarlo después. Yo trabajo mucho en teatro, y si algo me gusta de las tablas, es que no hay dos funciones iguales.
— Dicen que el teatro es la mejor escuela. Sobre todo, cuando se trata de provocar carcajadas.
— Desde luego. Si alargo un silencio dos segundos más de la cuenta, puedo perder el chiste. Ese tempo es muy concreto. O si el público se ríe demasiado, me toca esperar un poco, hasta que veo que los aplausos no van a tapar el diálogo. Eso se mide cada noche, se aprende trabajando, claro. Y tengo el culo pelao de trabajar. Pero diría que también hay algo innato en esto de la comedia.
— ¿Y si toca drama?
— Pues hago lo mismo, actuar desde la verdad. Siempre hay que trabajar así, a no ser que hagamos algo muy concreto, de máscara. Yo escucho mucho al director: entiendo lo que quiere y procuro darlo. La película es suya, es él quien tiene la última palabra, aunque yo haga propuestas. Los actores somos meros instrumentos. Y no soporto perder el respeto a quien está dirigiendo. Si veo al realizador desorientado, me entra el pánico. Y eso no tiene que ver con la edad ni con la experiencia. He trabajado con Eduardo Casanova, que es jovencísimo, y mire: lo que él me pida, yo lo hago.
— También trabajó para Almodóvar.
— Es curioso: pasé un tiempo trabajando en Melbourne, al otro lado del mundo, e incluso allí me han preguntado por Pedro. Cuando se supo que había actuado con Almodóvar encontré estudiantes que me querían entrevistar para sus trabajos sobre él.
— ¿Cómo llegó hasta Australia?
— La directora del teatro Malthouse estaba buscando una mujer española para sus Bodas de sangre, de Lorca. Y vino a España a buscarla. Yo me presenté como a cualquier prueba y me eligieron. Dejé claro que hablaba poco inglés, pero el caso es que les dio igual. Solo un mes antes de volar allí me llegó un guion en el que apenas tres o cuatro palabras estaban en castellano. “Madre mía…”, pensé. Pero nada: tiré para adelante. A mí el miedo no me para. ¡Eran los tiempos del 15-M, además!
— ¿Le ilusionó aquello, el 15-M?
—Lo viví con mucha esperanza. Y ahora trato de no perderla. Pero veo que los poderes económicos no están por la labor de dejarnos hacer. Y no creo que eso cambie.
— En sus redes sociales sigue mostrando una indignación que a muchos se nos está pasando.
— Porque no me acostumbro. Tampoco al tono en el que hemos vivido las últimas campañas electorales: es desagradable. Nos enredamos hablando de la corrección política, cuando los políticos son ellos y son más incorrectos que nadie. Veo lo que ocurre a mi alrededor y, por una parte, me sale aquello de decir que disfruten de lo que votaron. Pero no, no nos merecemos esto: el nepotismo, los tráficos de influencias. Malversar fondos públicos es sucio. Y mire que, como actriz, tengo empatía. Trato de entender al ladrón o a otro delincuente si actúa así para comer. O quizá si alguien robase a una gran empresa. ¿Pero llevarse a casa el dinero de todos? ¡El de la salud y la educación! Eso debería ser imperdonable. Creo que no digo ninguna locura: en el resto de Europa sí lo es.
Ni rastro
En 2014, cuando Fuentes estaba rodando la segunda temporada de Vivo cantando, el médico le detectó un bulto en el pecho durante una revisión rutinaria. La actriz entonces alternaba las grabaciones con las tablas. Al salir de la consulta avisó en el teatro en el que actuaba para que encontraran una sustituta. Solo dos semanas después estaba en el quirófano. Todo salió bien, así que la respuesta fue seguir trabajando, volver al teatro y acabar de rodar aquella serie. “Dicen que lo que no mata, nos hace más fuertes. Y yo me llevé un susto, claro, y lo que me salió fue aferrarme al trabajo”, recuerda. Acabado el tratamiento, le tocan las mismas revisiones que a cualquier otra persona. Ni rastro de aquel cáncer.