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#MuchaVidaQueContar

Guillermo Montesinos

 

Ventajas de no ser alto ni tener los ojos azules

   

Su rostro aparece en varios momentos icónicos del cine español, y de todos el actor castellonense tiene una anécdota que contar: la idea de teñir de rubio platino al taxista de ‘Mujeres al borde…’ surgió muy de madrugada en un ‘after’ o Pilar Miró le eligió para ‘El crimen de Cuenca' porque el personaje real al que debía encarnar medía 1.50. Aquello le confirmó que para triunfar no hacía ser espigado, sino talentoso. Él empezó pronto: con ocho años se le quemó el bazar familiar tratando de imitar la danza del fuego de los apaches. Por hacer el indio, vamos

ASIA MARTÍN (Realización, vídeo y montaje)

JUAN ANTONIO CARBAJO (Guion y redacción)

Guillermo Montesinos (Castellón, enero de 1948) era quizá el niño que más teatro veía en España. Cada fin de semana acompañaba a sus padres a visitar  “al señor Pepe y la señora Tonica”, inseparables amigos que vivían en el teatro Principal de Castellón, donde Pepe Cerdá era el director técnico. Desde un estratégica atalaya en el tercer piso veía tanto las obras como a los actores entrar y salir del escenario. Por eso, cuando una compañía de zarzuela en gira pidió dos niños para La rosa del azafrán los candidatos estaban claros: “Guillermito”, que tenía ocho años, y su hermano Jorge. “Fue mi primer impacto con esta profesión, conocí a personas tan distintas a los adultos que habitualmente encontrabas por la calle… Dije mis frases, el público rio, y nos dieron 25 pesetas”, cuenta en el minidocumental #MuchaVidaQueContar, que le dedica la Fundación AISGE. La suerte estaba echada.

 

 

Para completar su incipiente vocación, iba a menudo al cine Rialto. Una de aquellas películas de indios y vaqueros estuvo a punto de acabar en tragedia. Guillermo salió del cine poseído por el cántico que los pieles rojas entonaban dando vueltas a una hoguera. Regresó a casa imitando la danza y así seguía al día siguiente en el bazar que la familia tenía en el mismo edifico donde vivían. “Se me ocurrió coger un plumero, pegarle fuego y hacer el ‘aaah chin bum bum’.  Aquello prendió de una forma tremenda. Salí corriendo y me escondí debajo de la cama hasta que, agobiado por el humo, decidí bajar a la calle. Me encontré con mis padres, pero no me dijeron nada. Nunca me lo recordaron. Pero no podía contar a sus amigos que por hacer el indio, o hacer de indio, había provocado aquel incendio”, relata en el vídeo.

 

La siguiente trastada estuvo a punto de ocurrir en una plaza de toros. Montesinos coqueteaba también con la idea de ser torero. En  la primera corrida de entidad, aún en la escuela taurina, “un toro que parecía un Talgo” le estaba comiendo el terreno tras cada pase. “A la cuarta verónica, el maestro me dijo que me fuera a la barrera. Que me iba a coger. Ahí acabó mi carrera dentro de la tauromaquia”, relata. No fue un drama. El actor participaba en grupos independientes, “escribiendo, actuando, organizando, dirigiendo…”. Se preparaban de forma autodidacta. “Conseguíamos los libros a través de Francia o Buenos Aires, Stanislavski, Meyerhold, Grotowski…, e íbamos enterándonos de qué iba eso de la interpretación”.

 

 

Con 23 años se lanzó a Madrid. Aprovechaba todas las oportunidades que le salían por lo que  se entregó a jornadas maratonianas de “teatro en los colegios por la mañana, en el María Guerrero por la tarde, y por la noche, cabaret en el Biombo Chino”. Además de estar activo en todos los movimientos laborales. “Había muchas cosas que mejorar y las fuimos mejorando, cosas que antes eran impensables”, relata.

 

Pilar Miró, que Montesinos define como “una directora de cine que iba al teatro a ver actores”, le descubrió actuando en el Bellas Artes, “Estaba preparando El crimen de Cuenca, y me llamó para hacer de José María Grimaldos El Cepa porque soy pequeñito. Él medía poco más de 1,50m y  mi estatura le venía muy bien”. Por eso certifica Montesinos en el arranque del minidocumental que no hace falta ser alto y tener los ojos azules para desarrollar una carrera en la que el teléfono no ha dejado de sonar. Sobre todo tras El crimen del Cuenca, la película que cambió su vida. “Mi popularidad subió muchísimo. En los ochenta no paré de trabajar”.

 

 

Una década que le depara sus papeles más emblemáticos, que repasa en el minidocumental. Recuerda cómo era Berlanga dirigiendo en La Vaquilla —“cuando la escena estaba bien decía: ‘soportable’.  Fue una escuela grandísima”— y Almodóvar en Mujeres al borde de un ataque de nervios, donde condujo de rubio platino el vehículo más kitsch que haya circulado nunca por el cine español, el mambo taxi.  Parte de aquel personaje nació “una noche, a las cuatro de la madrugada,  en un after hours… Lo normal”, justifica.

 

A Montesinos se le ha seguido viendo en series de televisión y en el teatro. Guarda gratos recuerdos de Lindsay Kemp, que le hizo volar en bicicleta por el escenario, o de Guillermo Heras, con el que llegó a hacer “algo inaudito” en el Español, miniobras sucesivas para pequeños grupos de espectadores en varios rincones del edificio. Entre tantos momentos superlativos, el actor hace un paréntesis para mostrar su disgusto por lo que considera un uso equivocado, por peyorativo, del adjetivo secundario. “Porque el actor secundario no existe, secundario es el papel. No he conocido a nadie que diga que quiere ser actor secundario”. Y ahí lo deja antes de irse a pasear con sus perros Bambino y Pilla por los bosques de Quijorna, un pueblecito al oeste de Madrid donde ha encontrado la tranquilidad.

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