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#MuchaVidaQueContar

 

Jesús Cracio

El arte de remover barrigas y corazones

 

Lo ficharon para las tablas porque ya cuando jugaba al fútbol en la playa de Gijón hacía mucho ‘teatro’. Y a la dirección se vio abocado porque un extraño “mal”, que solo una bruja mexicana supo diagnosticar: enfermaba cuando subía al escenario. Aprendió así un oficio cuya esencia, dice, es “evitar la catástrofe”. Le han tildado de “director maldito” debido a su admitida pasión por el “teatro de callejones meados, borrachos y marginados”, ese que tantas noches ha iluminado las tablas del Alfil

 

ASIA MARTÍN (Realización, vídeo, montaje y fotografías)

JUAN ANTONIO CARBAJO (Guion y redacción)

La biografía profesional y sentimental de Jesús Cracio (Gijón, 1946) está íntimamente ligada al teatro Alfil, una pequeña sala madrileña que ha pasado por mil peripecias hasta convertirse en un espacio escénico de referencia. El director asturiano estrenó allí buena parte de sus más de 50 montajes, “unos buenos y otros muy buenos”, según describe con la socarronería de la que echa mano para contrarrestar la nostalgia que le provoca recorrer de nuevo su patio de butacas. Desde esa “trinchera” de la popular calle del Pez compitió con los gigantes de la dramaturgia para atraer a un público dispuesto a permitir que sus conciencias fueran removidas.

 

Fue en ese escenario, que Cracio acaricia al comienzo del videodocumental #MuchaVidaQueContar, donde una vez todos sus sueños se desmoronaron. Actuar le producía un malestar corporal que los médicos trataron de remediar sin éxito extirpándole la vesícula. Lo que tenía era “mal de escenario”, le explicó una chamana mexicana. “Yo no podía pisar el escenario, luego tenía que estar fuera. Y eso me empujó a la dirección”. Una labor que consiste, según sus palabras, en poner en pie los sueños de otros.

 

 

Cracio (Jesús Pancracio Palacio, según el DNI) nació y creció a unos pasos de la playa de Gijón. Era un tipo canilludo que destacaba en los partidos de fútbol en la arena, especialmente cuando le derribaba un contrario. Uno de ellos le propuso un día ir a hacer teatro de verdad. Tenía 17 años. “Fue mi primer contacto con la interpretación. Luego me enteré de que el grupo en el que estaba, que se llamaba Gesto, más que un grupo de teatro era una célula comunista”, relata. Y se declara culpable de haber conseguido que por los altavoces del Ateneo gijonés llamaran al teléfono a Dolores Ibarruri ante el estupor de la “derechona asturiana”.

 

Con 24 años, Cracio decide mudarse a Madrid “para poder vivir por y para el teatro”. Pronto descubre las argucias para encontrar trabajo: ser asiduo del café Dorín, donde las noticias de los nuevos montajes volaban, o asaltar a los directores a la salida de los teatros. Así consiguió que Luis Escobar le pusiera una lanza en la mano para debutar en su Tenorio en el teatro Español. Y ya todo fue encadenar trabajos, hasta que tres años después –en el estreno de De la buena crianza del gusano, una parodia sobre Franco, que consumía sus últimos meses de vida– se presentó el mal que habría de dejarle sin vesícula y sin escenario.

 

“Como no sabía hacer otra cosa”, Cracio decidió pasar a la dirección. “Empecé a trabajar de ayudante, la única manera de aprender; porque el teatro no se enseña, es imposible, es la práctica lo que te lleva a saber actuar y a saber dirigir”. Cinco años después, ya se sintió capacitado para enfrentarse a autores (“lo importante es clarificar desde un comienzo quién eres tú, quién soy yo”) y actores (“trabajo mucho la relación humana con ellos, me interesa su peripecia vital”). A lo largo del vídeo, el director comparte algunas de las enseñanzas que le han dejado 40 años de dirección. Como esta: “La primera labor del director de escena es evitar la catástrofe, es decir, llegar a estrenar sanos, vivos, con buenas relaciones, amándose y queriéndose”. Le escucha atento su gato, Agustín, que protagoniza un cameo en el vídeo.

 

 

Cracio montó una compañía para hacer los espectáculos que le apetecían: carnales, viscerales… “Siempre que leía a Bukowski me decía: aquí hay teatro, el que me gusta a mí. A partir de sus libros y su vida escribí No hay camino al paraíso, nena y se lo ofrecí a Juan Diego. Cuando lo leyó, me dijo: ‘Cracín, ¿por qué has escrito mi vida? ¿Cuándo empezamos?’. Toda la profesión y la no profesión, con tendencia a un teatro nuevo, fue a verlo”.

 

El de Gijón repasa durante el vídeo algunos de sus montajes más queridos, aquellos que nacieron “para emocionar y plantear al espectador cosas nuevas, que no han pasado por su vida”. Todos se estrenaron en el Alfil, que para Jesús no solo era su lugar favorito para estrenar: en cierta ocasión incluso llegó a avalar al local con su casa, que se encuentra a apenas 100 metros de la sala.

 

El Alfil ha sido el centro de su vida, desplazando así al que ocupó en su infancia y juventud la playa de San Lorenzo de Gijón, un lugar al que vuelve al final del documental a la par que hace pública su pasión por el Sporting. “Le preguntaron al filósofo qué era la felicidad y dijo: un niño jugando con una pelota de colores en la playa”. Un lugar del que solo salió para hacer teatro.

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