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28-10-2013

 
 
NORA NAVAS

 
 
“Me funciona mejor
el yoga que el diván”



La Florencia de ‘Pa negre’ se proclama mejor actriz en la Seminci de la mano de Mar Coll y ‘Todos queremos lo mejor para ella’. Visitamos a Navas en su domicilio barcelonés, con tiempo para hablar de lo humano (la interpretación) y lo divino (el dharma budista, por ejemplo). He aquí el resultado
 
 
FERNANDO NEIRA
Reportaje gráfico: Pau Fabregat 
La panorámica que se nos ofrece desde la terraza de Nora Navas junto al funicular de Vallvidrera casi parece una gigantesca maqueta en tres dimensiones de la ciudad. A nuestros pies, el Camp Nou y la cuadrícula perfecta del Eixample; más al fondo, la torre revirada de Montjuich y el trasiego constante de aviones que, como juguetes teledirigidos, dejan caer sus panzas junto al Llobregat. Nora mira al mar infinito mientras cuida un jardín en progresión imparable, retoma contra pronóstico sus clases de guitarra, programa una selección de música clásica en el reproductor digital, elige una modalidad de té entre una ristra interminable, se lía un cigarrillo y mira de reojo el reloj porque Luara (seis años, sonrisa muy probablemente heredada por vía materna) está jugando en el parque con unas amiguitas y debe de estar al caer.

   El Goya por Pa negre nos observa, imperturbable, desde el extremo de una estancia repleta de libros, películas, discos y ese detallismo en la decoración que delata a los moradores de buen gusto minucioso. Navas (Barcelona, 1975) tendrá que buscarle hueco ahora a la estatuilla de la Seminci, que la acaba de revalidad como mejor actriz por su papel en Todos queremos lo mejor para ella, la esperadísima segunda cinta de Mar Coll después de Tres días con la familia. Nora trasiega de aquí para allá, se muestra expresiva con la mirada y el aleteo de las manos, es tan buena anfitriona como conversadora: a veces se detiene unos segundos en seco para ordenar las ideas y, enseguida, retoma un discurso casi siempre torrencial. No se le advierte asomo de prisa: le gusta tanto el cara a cara que presume con sorna de su teléfono móvil, un modelo del pleistoceno tecnológico (“¡no tiene ni cámara!”) que nadie imaginaría en manos de una de las actrices más en auge de nuestra cinematografía.
 
 

 
 
   A Nora le cambió la vida aquella Florencia de Pa negre (Agustí Villaronga, 2010), una madre atormentada con la que saltó del circuito teatral independiente en Cataluña a la Concha de Plata y el Goya a la Mejor Actriz. Desde entonces la han llamado Antonio Chavarrías (Dictado), Imanol Uribe (Miel de naranjas), la mencionada Coll y, nuevamente, Villaronga para su miniserie televisiva Una carta para Evita. Pero ella sigue siendo una firme partidaria de las distancias cortas frente a las alfombras rojas y demás grandilocuencias. Su representante la había llamado (al zapatófono, sí) para convocarla a una fiesta privada en Barcelona junto a Samuel L. Jackson y otras luminarias de Hollywood, pero ella ha preferido recibir a ACTÚA y quedarse en casa para prepararle una tortilla a Luara, especialidad de la casa. Sus vecinos la conocen a pie de calle, participando en charlas en la escuela o el centro cívico, permanentemente dispuesta a no malgastar ni una bocanada de vida. Se azora cuando pronosticamos que acabará teniendo una plaza o un parque con su nombre en Vallvidrera, igual que Vázquez Montalbán, que vivía a un paso. Pero, sobre todo, nos preguntamos: ¿de dónde demonios saca tiempo para todo?
 
– Yo es que soy muy intensa. Luego procuro encontrar serenidad y meditación para mis actos, pero, de entrada, me guía el entusiasmo. En el último San Juan pasé media noche de fiesta con mi amiga Clara Segura, las dos bailando y haciendo las payasas, y la otra media estudiándome los papeles de Violeta [protagonista de la película Tres mentiras, de Ana Murugarren, que ha rodado en julio en Bilbao] y Doña Rosita [de Doña Rosita la soltera, que representará en febrero en el Teatre Nacional de Catalunya].

– Es decir: hedonista, pero metódica.
– Yo soy una curranta del ensayo, sí. Necesito sentirme muy segura para, a partir de ahí, tirarme de cabeza y romperme la crisma. Cuando has trabajado mucho hay margen para que surja la chispa, la inspiración. En Pa negre, por ejemplo, teníamos ensayado hasta cada movimiento de las manos.

– A lo mejor es como pedirle que se decante entre papá y mamá, pero ¿produce más satisfacción una Concha de Plata o un Goya?
– La Concha la disfruté más. Acabábamos de presentar la película, había un señor checo en el jurado, conocías a un director filipino en la Ciudad Vella. En San Sebastián me sentía como Bette Davis, pero sin que me conociera nadie. El día de la entrega de premios, mientras esperaba para bajar la escalinata, José Coronado anunció: “¡Con todos ustedes, Naaaara Nooovas!”. Y yo me tronchaba. En los Goya, en cambio, entre las cosas incómodas de elegir el vestido y lidiar con los egos, me notaba como un pez fuera del agua.
 
 

 
 
– Con la perspectiva del tiempo, ¿qué factores encajaron para que ‘Pa negre’ derivara en fenómeno?
– En esa película confluyeron ese universo particular y perverso de Agustí, a la altura de un Haneke para el espectador de culto, y una historia muy potente que había sido un éxito de ventas en las librerías catalanas. Alguna gente aún me dice: “No la he entendido del todo, pero me gustó”. Y eso es lo bonito de los melodramas: captas las energías y las emociones antes que el mismo discurso.

– ¿Les transmitió algún consejo a los actores jóvenes?
– Les avisé de que este oficio no es solo un juego, sino un largo camino. Cualquier actor de mi edad ya las ha visto de todos los colores. El presunto glamour consiste en desmaquillarte y tomarte un bocata de fuet entre función y función.

– Junto a los abrumadores elogios, se escucharon voces estruendosas que atribuían el éxito de ‘Pa negre’ “al ‘lobby’ catalán y el ‘lobby’ gay”. ¿Le hirieron estas palabras?
– No. Cada cual proyecta sus miserias y eso forma parte de la condición humana. Con el tiempo he aprendido que ni existen las verdades universales ni debes prestarle mucha atención a otros, digamos, niveles de conciencia. Cada vez soy más partidaria de opinar menos: pretender que tus palabras se escuchen más lejos que las de cualquier otro es perder el tiempo.

– Eso ha sonado muy nihilista. ¿Confía poco en el mundo que le espera a su hija?
– Ahora estamos en un momento jodido, porque hemos perdido no solo el equilibrio económico, sino nuestro pulso como seres humanos. Pero cuando Luara sea mayor de edad, habrá petado todo y el mundo será la hostia. En cualquier carretera de asfalto termina brotando una flor.

– ¿Incluso en el Sáhara?
– No lo sé. Estuve en los campamentos de refugiados y me siento muy involucrada, pero también muy impotente. Y escéptica. Terminas pensando que todas las grandes estructuras están enmerdadas, puede que hasta el Frente Polisario. Por eso cada vez pienso más en pequeño, en el compromiso desde la esfera barrial.
 
 

 
 
–¿Le agradaría que su hija terminara siendo actriz?
– Que sea lo que le pida el cuerpo, actriz o… ¡médico naturista! Yo apuesto mucho por la medicina china, soy muy de mis potingues. Me parece un mundo de sabiduría. Y además, si Luara se especializa en la materia, ¡me resultará muy práctico para mi vejez![risas].

– En una de sus obras teatrales recientes, ‘Ellos no pueden morir’, Dalí, Walt Disney y Lenin debaten sobre la inmortalidad. ¿El celuloide hace de alguna manera perennes a quienes quedan plasmados en él?
– No quiero caer en la tentación de pensarlo así. El dharma budista te hace meditar constantemente sobre la no permanencia, la posibilidad de que mañana no estés aquí. Eso te hace mirar distinto a tu alrededor. Somos una reencarnación permanente a partir de lo que vamos viendo o viajando, de los abrazos que damos. Por eso el presente ha de ser hermoso: para nutrir nuestro mañana.

– Florencia era una mujer paralizada por el miedo. ¿Cuándo fue la última vez que el miedo la paralizó a usted?
– [Larga pausa] Supongo que el miedo me atenazó cuando perdí a mi madre, ese miedo interno y poderoso de comprender que ya no eres hija, que has pasado definitivamente a la primera fila. Ahora, como madre, todo mi empeño es no ejercer de sufridora. Y a mí me funciona mejor el yoga que el diván para despegarme de los temores y los sentimientos. A veces el silencio propicia una mayor conexión entre cuerpo y mente que tanto hablar…
 
 

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