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07-04-2021


Yogur y a la cama

 

Un relato inédito de Juan Galiñanes (*)



Bárbara había quedado en despertarlo. Julio había estado toda la noche preparando una reunión de las importantes, como todas las que tenía él, que concluiría con su jefe diciendo: “Muy bien, chavales, sigamos trabajando por ahí”. Algo que convertía la siguiente en otra igual de importante o más si cabe. Estaba convencido de que alguna de aquellas reuniones acabaría en el despacho del jefe, ofreciéndole ser jefe de área. Por eso siempre se las curraba tanto.

 

   Bárbara se había despertado con energía, iba a aprovechar el día libre para ordenar la casa, rollo tranqui. Pero se encontró con más de 50 mensajes en el chat de A vivir que son 2 días que amenazaban con “cenita rica”. Esto venía de cuando su amiga Carla estaba depre y le habían preparado una escapada sorpresa a la montaña para pasear, emborracharse y cargar las pilas. Desde entonces conservaban el grupo para improvisar quedadas de emergencia cuando alguna necesitaba liberarse y rajar un rato. Sabía que no tenía escapatoria, así que se puso manos a la obra y empezó por bajar al trastero las dichosas cajas que llevaban toda la semana bloqueando la entrada. En esto se dio cuenta de lo mal aprovechado que tenía aquel espacio y caja para un lado, caja para el otro…

 

   Aquello se convirtió en un campo de batalla, más aún cuando apareció Julio, acelerado y terminando de ajustarse la corbata. Bárbara miró la hora, el reloj le confirmó que la había cagado, pero se justificó argumentando que faltaba aún media hora para la reunión, así que no le parecía dramático, por mucho que a él le gustase “llegar con tiempo”. Él resumió su malestar con un “ya te vale” y un sonoro portazo.

 

   No era su primera discusión mañanera ni el primer despiste de Bárbara. En estos casos Julio solía pasarse el resto del día haciéndose el digno, ignorando las chorradas que ella le rebotaba de cualquier otro chat. Castigándose a sí mismo sin el café de media mañana para que algún compañero le preguntase si le pasaba algo, él levantaría el pulgar en señal de “OK”, pero con un punto afligido, y en función de la insistencia de su compañero y del grado de enfado con Bárbara, Julio establecería el tiempo que tardaría en sumarse al café diciendo: “Venga, uno rápido”. Si el día terminaba con una venta, reprimiría su entusiasmo, y antes de regresar a casa se daría unas cuantas vueltas a la manzana para llegar un poco más tarde de lo habitual y decir con aire misterioso: “Siento el retraso, tenía que pensar”.

 

   Tampoco se retrasaría de más, porque Bárbara habría hecho cena y no quería que se secase el pescado (casi siempre era pescado). A ninguno de los dos les gustaba cocinar, pero cuando ella metía la pata siempre lo esperaba con algo rico, un código para demostrar arrepentimiento sin tener que pedir perdón. Durante la cena le contaría alguna batallita, como que una señora le había preguntado si se encontraba bien al verla pensativa y absorta mientras se le pasaba el turno de la pescadería; que se habría quemado al sacar el asado o se habría hecho uno de esos cortes que molestan mucho, aunque sean pequeñitos. Para el postre, Julio habría borrado por completo la cara de culo y reconocería que él tampoco había estado bien. Harían el amor un par de veces y se abrazarían mientras bromeaban con lo bien que les quedarían las ojeras al día siguiente.

 

   Bárbara no le escribió nada en toda la mañana, lo que él entendió como un gesto de arrepentimiento máximo y dedujo que estaría preparando la cena del siglo. Lo cierto es que en los últimos meses había superado su récord de despistes y había cocinado tantas veces que ya tenía callo para presentarse al MasterChef de turno. Esto llevó a Julio a imaginarse en el sofá tomando un yogur natural mientras veía cómo su chica demostraba en la tele su amor por los fogones y derramaba alguna lágrima de cocodrilo por echar de menos a los suyos. Ganaría el concurso y se iría a hacer prácticas a un restaurante con cuatro o cinco estrellas Michelin (si es que se podía tener tantas); se enamoraría de un estudiante de cocina y se quedaría embarazada; llamaría a Julio por teléfono un martes para dejar la relación e invitarle de paso a la boda, que se celebraría el domingo siguiente. Él declinaría amablemente la invitación por tener algún plan importante, como quedar consigo mismo para tomarse otro yogur, quizás con nueces y arándanos para celebrar la noticia.

 

   Todo esto del yogur, el sofá, estar solito, mando en mano y tres o cuatro plataformas con sus respectivos algoritmos que le plantasen delante algún contenido de moda del que hablar al día siguiente en el curro… le sonó realmente bien. Así que decidió enfadar un poco a Bárbara y se fue a tomar una cerveza. Si se secaba el pescado, ¡que se secase! Pediría la segunda cuando le entrase un “dónde estás”, la tercera con el “tardas mucho” y se plantearía pedir la cuarta cuando leyese un “esto no va a haber quien lo coma”, acompañado de una foto currada del plato en la vajilla nueva.

 

   Pero se acabó la primera cerveza mirando el móvil y sin recibir ni un solo mensaje. Lo guardó airado en el bolsillo mientras pedía la segunda y devoraba los frutos secos rancios que le habían puesto. No hubo una tercera. Salió del bar escogiendo las palabras y escribió: “Me dejé el teléfono en el trabajo y he vuelto a por él”. Esperó unos minutos, pero Bárbara ni siquiera estaba en línea.

 

   Entonces pasó una ambulancia que giró hacia su calle. Fue algo irracional, se lanzó corriendo hacia casa. Estaba a solo dos manzanas, no compensaba mover el coche. A cada zancada aumentaba la presión en su garganta, y no era por el nudo de la corbata, ese lo había deshecho en el bar en un arrebato que él había vivido como un momento de liberación. Al doblar la esquina, respiró aliviado al ver que la ambulancia se había detenido cinco portales más allá de su edificio.

 

   Se sintió estúpido y se arrepintió de no haber pedido la tercera, más aún cuando una de las amigas de Bárbara le llamó para preguntarle si estaba con ella, porque la estaban esperando para cenar. ¿En serio se iba de cena después de lo que les había pasado? Nada más colgar, Julio llamó furioso y ofendido a Bárbara para decirle… No sabía qué iba a decirle, pero la llamó. En cualquier caso, el teléfono estaba apagado. Lo intentó de nuevo en el ascensor, algo bastante tonto teniendo en cuenta que ni allí ni en el garaje funcionaban los teléfonos con ninguna compañía.

 

   Entró en casa rabioso, sintiendo en los labios el sabor del yogur que se tomaría zapateado en el sofá, solito, a gusto… Mientras se duchaba se le ocurrió que podía ver la serie que tenían a medias. Con suerte, Bárbara se retrasaría lo bastante como para poder terminarla y, mientras ella se metía en cama, fingiría hablar en sueños para fastidiarle el final. Pero le pareció excesivo, y además no colaría, era un actor pésimo. Así que llamó a un colega que curraba en eso de las series y las películas y le pidió que le recomendase una buena, que lo enganchase y le hiciese no pensar. Su amigo le sugirió la que él mismo estaba viendo, le dijo que era una locura, muy dinámica y con giros que no te esperas.

 

   Julio tardó media hora y un yogur en darse cuenta de que no quería locuras, ni giros, ni mierdas… Prefería el pescado al horno, las reconciliaciones y las ojeras al día siguiente. Se dio cuenta de que también él metía la pata, que también tenía despistes. Recordó que Bárbara le había pedido mil veces que llevase el coche a cambiar el aceite, que cerrase el tubo de la pasta de dientes, que arreglase la puerta del trastero porque no se podía abrir desde dentro, que…

 

   Una imagen golpeó su cabeza, rápida y seca como la de un portazo, y pensó: “Joder, el trastero”.



(*) Guionista, director, montador. Juan Galiñanes participó en la escritura del ‘thriller’ Quien a hierro mata (Paco Plaza), en el que también fue director de segunda unidad. Su corto El bufón y la infanta y su salto al largometraje con Holy night! estuvieron nominados al Goya dentro del género de animación. Ahora prepara su segunda película mientras monta Live is life (Dani de la Torre). En televisión ha dirigido episodios de las series Serramoura y A estiba, mientras que en El desorden que dejas y la actual temporada de Hierro se ha encargado tanto de la dirección de segunda unidad como

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