Nacida en el seno de una familia con precedentes artísticos (su abuelo Manuel Penella fue el compositor de El gato montés y su tía Teresita Silva, actriz cómica de renombre) y arropada por una madre liberal y enamorada del arte, ella y sus hermanas mayores Emma [Penella] y Elisa [Montés] tomaron el camino de las artes escénicas. Pávez, concretamente, quiso ser bailarina y estudió para ello. De hecho, la segunda vez que se subió a las tablas fue en el cuerpo de baile de la comedia musical El pleito del último cuplé (1958), con Mary Santpere a la cabeza, en el teatro Goya de Madrid. Unos meses antes, en ese mismo año, había debutado con un pequeño papel en el estreno de la obra póstuma de Jacinto Benavente El bufón de Hamlet. Tenía 18 años.
Una joven “marionetilla”
Ella se recordaba a sí misma como “una marionetilla que iba de acá para allá”, y añadía que nunca había tenido la sensación de ser una artista. “Aún hoy, lo primero que pienso si la gente me mira es que voy despeinada; o si alguien es particularmente amable conmigo en el súper es que me conoce del barrio, no pienso que lo hagan porque soy actriz”. Así se tomaba su notoriedad.
Terele adquirió su reputación de intérprete briosa y temperamental en el teatro. Se le atribuye su primer papel de importancia en La camisa, de Lauro Olmo, estrenada en 1962, al que siguieron interpretaciones cada vez más notables, como la de ¿Quién quiere una copla del arcipreste de Hita? (J. Martín Recuerda, 1965), en la que actuaba en compañía de grandes pesos pesados del momento dirigidos por el niño terrible del teatro de los sesenta, Adolfo Marsillach. “Ni Mari Carrillo, ni Nuria Torray, ni José María Rodero son actores ‘alegres’. Terele Pávez fue, en verdad, la única encarnadura convincente”, apuntaba tras el estreno el crítico Enrique Llovet en el ABC. La crítica la salvaba, pero los contratos no venían aparejados. “Me he pasado la vida haciendo papeles importantes y, a renglón seguido, parada”, llegó a lamentar la actriz.
No obstante, en la temporada 1968/69 llegó el personaje que la consagraría. Se trataba de la Petra de La casa de las chivas, de Jaime Salom, un drama rural ambientado en la guerra civil con el que la actriz dio un sonoro zapatazo. Los críticos se deshicieron en elogios y la premiaron en Barcelona, ciudad donde se produjo el estreno. En su libro Historia y antología del teatro español de posguerra, Víctor García Ruiz y Gregorio Torres Nebrera calibraban así la importancia de este papel en su carrera: “Es comprensible que [...] el sobreesfuerzo físico de una menuda Amparo Baró y la variedad de registros de Terele Pávez aumentasen su prestigio profesional, sobre todo en el caso de esta última, ya para siempre convertida en los escenarios en mujer de carácter y desgarro psicológico”.