Goya de Honor
Pepa Flores
La felicidad que viaja
en un rayo de luz
PEDRO PÉREZ HINOJOS (@pedrophinojos)
Pocas veces una ausencia ha estado más llena de alegría y de presencia que con la entrega del Goya de Honor a Pepa Flores (Málaga, 1948). Y no solo por las amorosas palabras que le dedicaron sus hijas, María, Tamara y Celia, encargadas de recoger el cabezón por ella. El alud de retrospectivas y recordatorios de su vida y de su obra desde que la Academia anunció su elección han hecho, al fin, justicia a su legado y su memoria. Y entre el reencuentro y el descubrimiento, el público y la crítica se han rendido a los pies de una artista absoluta. Es de lo que se trataba, y no de polemizar.
Porque, por si había alguna duda, Pepa Flores está “emocionada, contenta y superagradecida” con el premio, según aseguraron sus hijas. Pero desea disfrutar de él en ese “lugar tranquilo y en calma” donde la actriz y cantante malagueña protege su vida y agranda su leyenda desde hace 30 años.
Más que merecido tiene el derecho a esa vida apartada de los focos tras el exceso de exposición y explotación que le arrebató su infancia allá por los años sesenta, cuando fue convertida en mucho más que una niña prodigio de la música y el cine españoles. Aquella cría nacida en el modesto barrio malagueño de Capuchinos, rebautizada como Marisol, ejerció de perfecta aunque involuntaria embajadora de una España que trataba de abrirse al mundo.
Su marcado acento andaluz y su querencia por la copla y el flamenco contrastaban con sus ojos celestes y su cabello claro –sus pigmaliones no dudaron en teñirlo para aclararlo aún más. Se trataba, en fin, de una perfecta mezcla para estimular el orgullo patrio en pleno desarrollismo y persuadir a los europeos de que, al menos, podíamos llegar a ser tan rubios y pálidos como ellos. Un rayo de luz, Ha llegado un ángel, Tómbola, Rumbo a Río o Las cuatro bodas de Marisol fueron algunas de las películas con las que la cría arrasó en taquilla y se transformó en todo un fenómeno social.
Con el cambio de década, y tras ser obligada a estirar todo lo posible su niñez y adolescencia, Marisol desapareció y en su lugar se hizo carne mortal Pepa Flores, una mujer deseosa de tomar las riendas de su destino vital y profesional. Pero no todo el mundo supo o quiso entender este cambio inevitable, en el que también dejó huella su segundo marido y padre de sus hijas, Antonio Gades.
A finales de los setenta y comienzos de los ochenta, Pepa Flores cuajó sus mejores papeles en cine. Los días pasados (1978), a las órdenes de Mario Camus, y Bodas de sangre (1981) y Carmen (1983), dirigidas por Carlos Saura, así como su papel protagonista en la serie Proceso a Mariano Pineda (1984) fueron sus trabajos más distinguidos. Pero justamente al acabar ese ciclo, que parecía preludiar uno más prolongado y triunfal en su madurez, Pepa Flores decidió abandonar su carrera y la vida pública.
Y así, hasta que sus tres hijas acudieron en su nombre a recoger su Goya, entregado a su vez en su querida Málaga. Aunque el premio mayor para Pepa Flores fue el que le recordaron María, Tamara y Celia: “Aunque no te lo creas, has hecho feliz a muchísima gente”. Imposible aspirar a ser responsable de algo mejor.