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16-10-2015

Ilustración: Luis Frutos

Ilustración: Luis Frutos

 
Urgencias para perros



Un relato inédito de Jota Linares*



Víctor miró el gotelé de la pared y pensó que los moteles españoles eran muy decepcionantes, al menos en comparación con los de las películas americanas. De repente extrañó lo que tantas veces había visto en la pantalla pero nunca en la vida real: el papel pintado, la televisión vieja que solo funcionaba con monedas y una ventana que debería estar cubierta con una cortina apolillada desde donde se vería un parking lleno de coches con secretos y una máquina de hielo. Eso haría la escena más interesante, desde luego, pero él sólo podía contar con una habitación normal, insultantemente normal y vulgar, con una cama normal y vulgar, una televisión normal y vulgar y una pared blanca, normal, vulgar y hortera por culpa de un gotelé hecho con muy mala leche. Eso era lo que tenía, ni siquiera podía contar con un plan para huir a través de la Ruta 66, solo le quedaba la Nacional Córdoba-Madrid y su viejo Fiat Punto verde.

   El móvil vibró sobre la mesita de noche y se desplazó varios centímetros hacia Víctor para reclamar ruidosamente su atención con cinco letras: Jaime. Descolgó y esperó la voz infantil que al otro lado le gritó eufórico que Wendy había salido bien de la operación y se recuperaría pronto. “Le han puesto una embudo enorme alrededor del cuello, está muy graciosa, parece la Lady Gaga perruna”. Víctor sonrió tras la ocurrencia de su hermano pequeño delante del espejo normal y vulgar de la habitación, que le devolvió su propia imagen. Se dio cuenta de que su boca sonreía y dejaba una abertura entre sus labios lo suficientemente grande como para que se colaran sus lágrimas. Le supieron a sal y se acordó de las palomitas de microondas extrasaladas que su hermano y él devoraban en el sofá mientras veían una y otra vez Los Goonies. Jaime llegó a aprenderse los diálogos de memoria cuando tuvieron que mudarse a casa de la abuela Carmen, después de aquella visita de la policía a las cinco de la mañana.

   Víctor por entonces tenía 20 años, pero desde el momento en que abrió la puerta y vio cómo aquel hombretón de casi dos metros le retiraba la mirada supo que a sus padres les había pasado algo malo. Muy malo. Que se había acabado la fiesta para ellos. Lo primero que pensó fue: “Qué putada tener un trabajo donde debes ir a decirles a unos críos que sus padres están aplastados en alguna cuneta”. A veces el cerebro piensa cosas raras. Él sabía que le iban a decir algo terrible, pero primero pensó que hay trabajos, como el de ese policía, que son una puta mierda. Después llegaron las cajas de mudanza, la casa de la abuela con olor a vainilla y lejía y las noches en vela de Jaime, que solo se tranquilizaba viendo Los Goonies mientras notaba la respiración del pecho de Víctor debajo de su oreja. Y llegó también Wendy, la labradora mestiza de color negro que, milagrosamente, había sobrevivido al accidente en el coche de sus padres. Venían de recogerla en la perrera como regalo para el cumpleaños de Jaime y le habían atado al cuello una nota en papel verde –el color favorito del crío– que la policía encontró manchada con la sangre de la madre: “Feliz cumpleaños, mi vida. Prométeme que la cuidarás siempre, como yo a ti”. Siempre, siempre… Esa es una palabra rara cuando es lo último que escribe alguien en su vida.

   Víctor se levantó de la cama normal y vulgar del hotel y fue al baño normal y vulgar. La ropa que se había quitado esa mañana seguía tirada en el rincón, arrugada, con la camisa debajo de los pantalones en un inútil intento de que no se viera la sangre que la salpicaba. No había nadie más allí que la pudiera ver, pero se sentía mal si la notaba, e imitó a Wendy cuando quería esconderse después de mearse sobre la alfombra. La perra metía la cabeza en un lugar oscuro y hacía como que los demás no la veían. “Si tú no lo ves, los demás tampoco lo hacen”, puede que pensara el animal. “Si haces como que la camisa salpicada con la sangre de la cabeza del padre de Sandra no existe, nada malo ha pasado”, puede que pensara él. 

El autor de este relato, junto a la actriz Maggie Civantos (foto: Sergio Lardiez)

El autor de este relato, junto a la actriz Maggie Civantos (foto: Sergio Lardiez)


   El móvil vibró de nuevo, ahora con el nombre de Sandra en la pantalla, pero Víctor no contestó. Ella tenía un iPhone 6 de 128 gigas, con conexión 4G, pagado al contado y con una batería que cargaba tres veces al día, cinco si era fin de semana. Él aún conservaba el Alcatel One Touch Easy que la abuela Carmen le compró cuando se mudaron con ella para tenerle localizado y no darle disgustos. La tapa de la batería se aguantaba con un trozo de celo y la cargaba una vez cada dos días. Pero a pesar de las diferencias entre ellos, tal y como sus teléfonos móviles se encargaban de gritar a los cuatro vientos, Sandra y Víctor se querían. Mucho, muchísimo, a veces casi con ansiedad porque les dolía pensar qué pasaría si un día uno de los dos dejaba de sentir eso tan raro, tan especial, tan único, tan poco normal y vulgar. Una vez incluso Sandra le preguntó si estaba bien querer a alguien más que a sus padres. En aquel momento se rieron de la pregunta.

   El viejo Alcatel volvió a iluminarse con el nombre de Sandra, pero Víctor ya estaba desnudo en la ducha, esperando a que el agua fría se calentara y fuera así más fácil frotarse los restos de sangre seca sobre el cuerpo. Fue Sandra quien le dijo dónde escondía su padre el dinero, en aquella lata vieja de Cola Cao sobre la estantería de su despacho. Y fue ella también la que le dijo que lo cogiera cuando Víctor se echó a llorar sobre su vientre tres días atrás, después de un polvo en el que ella no entendió la desesperación de él y los embistes casi rabiosos con los que intentó descargar la rabia. Rabia por encontrarse a Wendy sangrando por la boca en la cocina el día anterior, casi sin poder respirar, con Jaime a su lado llorando y abrazándola. Rabia por esa promesa hecha a su hermano en las urgencias para perros 24 horas de la calle Piedra: “No dejaré que a Wendy le pase nada malo como a papá y a mamá. Te lo prometo”.

   Dejó que el agua saliera tan caliente que le produjo quemaduras donde minutos antes estaba la sangre del padre de Sandra. Aunque le dolía, no se apartó del chorro. Esas punzadas de dolor le permitían dejar de pensar en la voz del hombre cuando le sorprendió con la caja de Cola Cao en la mano, en sus gritos, en el empujón para salir corriendo, en esa puta mesa de roble tan cara y en el ruido de la cabeza, como de un martillo rompiendo una nuez, al chocarse contra una de las esquinas. Cerró los ojos bajo el agua caliente de la ducha y pensó que lo único que no había sido vulgar en su vida era el nivel de las promesas que le había tocado mantener, como cuidar a Jaime o salvar a Wendy. También pensó que todo era muy diferente a las películas que veía con su hermano: allí la gente roba dinero para empezar una nueva vida y no para poder salvar a una perra. “La Lady Gaga perruna”, recordó. Y se rió a carcajadas, todo lo fuerte que pudo, para no escuchar la sirena de policía que se acercaba por la carretera, esta vez sí que igual que en una peli americana.


*Jota Linares (Cádiz, 1982) firma los cortometrajes sentimentales ‘Placer’ y ‘3,2 (lo que hacen las novias)’, el sangriento ‘Ratas’, ‘Dead Celebrities’ y ese particular homenaje a Marilyn Monroe titulado ‘Rubita’. Para el cine nació también ‘¿A quién te llevarías a una isla desierta?’, aunque transformó el guion en una obra teatral que él mismo dirige desde 2012 en distintas salas alternativas de la capital, donde paralelamente ha estrenado los montajes ‘Mejor dirección novel’ y ‘Lo esencial es invisible a los ojos’ 

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