Urgencias para perros
Un relato inédito de Jota Linares*
Víctor miró el gotelé de la pared y pensó que los moteles españoles eran muy decepcionantes, al menos en comparación con los de las películas americanas. De repente extrañó lo que tantas veces había visto en la pantalla pero nunca en la vida real: el papel pintado, la televisión vieja que solo funcionaba con monedas y una ventana que debería estar cubierta con una cortina apolillada desde donde se vería un parking lleno de coches con secretos y una máquina de hielo. Eso haría la escena más interesante, desde luego, pero él sólo podía contar con una habitación normal, insultantemente normal y vulgar, con una cama normal y vulgar, una televisión normal y vulgar y una pared blanca, normal, vulgar y hortera por culpa de un gotelé hecho con muy mala leche. Eso era lo que tenía, ni siquiera podía contar con un plan para huir a través de la Ruta 66, solo le quedaba la Nacional Córdoba-Madrid y su viejo Fiat Punto verde.
El móvil vibró sobre la mesita de noche y se desplazó varios centímetros hacia Víctor para reclamar ruidosamente su atención con cinco letras: Jaime. Descolgó y esperó la voz infantil que al otro lado le gritó eufórico que Wendy había salido bien de la operación y se recuperaría pronto. “Le han puesto una embudo enorme alrededor del cuello, está muy graciosa, parece la Lady Gaga perruna”. Víctor sonrió tras la ocurrencia de su hermano pequeño delante del espejo normal y vulgar de la habitación, que le devolvió su propia imagen. Se dio cuenta de que su boca sonreía y dejaba una abertura entre sus labios lo suficientemente grande como para que se colaran sus lágrimas. Le supieron a sal y se acordó de las palomitas de microondas extrasaladas que su hermano y él devoraban en el sofá mientras veían una y otra vez Los Goonies. Jaime llegó a aprenderse los diálogos de memoria cuando tuvieron que mudarse a casa de la abuela Carmen, después de aquella visita de la policía a las cinco de la mañana.
Víctor por entonces tenía 20 años, pero desde el momento en que abrió la puerta y vio cómo aquel hombretón de casi dos metros le retiraba la mirada supo que a sus padres les había pasado algo malo. Muy malo. Que se había acabado la fiesta para ellos. Lo primero que pensó fue: “Qué putada tener un trabajo donde debes ir a decirles a unos críos que sus padres están aplastados en alguna cuneta”. A veces el cerebro piensa cosas raras. Él sabía que le iban a decir algo terrible, pero primero pensó que hay trabajos, como el de ese policía, que son una puta mierda. Después llegaron las cajas de mudanza, la casa de la abuela con olor a vainilla y lejía y las noches en vela de Jaime, que solo se tranquilizaba viendo Los Goonies mientras notaba la respiración del pecho de Víctor debajo de su oreja. Y llegó también Wendy, la labradora mestiza de color negro que, milagrosamente, había sobrevivido al accidente en el coche de sus padres. Venían de recogerla en la perrera como regalo para el cumpleaños de Jaime y le habían atado al cuello una nota en papel verde –el color favorito del crío– que la policía encontró manchada con la sangre de la madre: “Feliz cumpleaños, mi vida. Prométeme que la cuidarás siempre, como yo a ti”. Siempre, siempre… Esa es una palabra rara cuando es lo último que escribe alguien en su vida.
Víctor se levantó de la cama normal y vulgar del hotel y fue al baño normal y vulgar. La ropa que se había quitado esa mañana seguía tirada en el rincón, arrugada, con la camisa debajo de los pantalones en un inútil intento de que no se viera la sangre que la salpicaba. No había nadie más allí que la pudiera ver, pero se sentía mal si la notaba, e imitó a Wendy cuando quería esconderse después de mearse sobre la alfombra. La perra metía la cabeza en un lugar oscuro y hacía como que los demás no la veían. “Si tú no lo ves, los demás tampoco lo hacen”, puede que pensara el animal. “Si haces como que la camisa salpicada con la sangre de la cabeza del padre de Sandra no existe, nada malo ha pasado”, puede que pensara él.