– Usted es natural de La Seu d’Urgell. No parece el rincón más arquetípico para apasionarse por la escena.
– ¡Y que lo diga! La mía no era casa de teatro, libros ni cine, pero mi hermano mayor es escultor y el mediano toca la guitarra. Quizás fuera mi abuelo, un acordeonista que amenizaba las verbenas de pueblo en pueblo, el que nos legó la vena artística. Y yo, en agradecimiento, conservo como oro en paño aquel acordeón.
– ¿Cuándo notó entonces, la vez primera, ese cosquilleo por habitar la piel de otros?
– En los primeros talleres de teatro en la escuela, cuando aún era un garbanzo. Lo típico. A los 15 entré en una compañía andorrana, Somhiteatre, y cinco años más tarde hice mi primera prueba de ingreso en el Institut del Teatre. Me tumbaron clamorosamente, desde luego, pero ya me quedé en el Col.legi del Teatre. Y al año siguiente sí logré plaza.
– ¿Cómo vivió aquel chavalín pirenaico su irrupción en la ciudad?
– Fue como un destape, una eclosión de emociones y de todo lo demás. Coincidió además con la eclosión del tecno y las raves, aquellas locas fiestas nocturnas. Me he acostado tarde, digamos, unas cuantas veces… Pero trabajaba mucho y aquel primer año logré el papel de El mar.