– ¿Teme que algunos puedan tacharle de previsible?
– ¿No es original que un negro dirija una de skin heads? ¿O una ópera prima con actores sin experiencia y un protagonista que tiene minusvalía física? ¿O viajar a África casi sin guion y levantar un largometraje solo mirando a mi padre a los ojos? Tengo un universo propio en el que no caben los aspavientos ni las payasadas. Tarantino o Almodóvar también tienen el suyo y jamás aburren.
– ¿Cuál ha sido el momento más duro de su carrera?
– Empezar. No lo volvería hacer porque me pasé llorando todo el primer curso en el CECC: no había visto demasiadas películas y me vi metido en un mundo lleno de imágenes, autores, épocas… ¡No me enteraba de nada! Había llegado hasta allí, más que por vocación, por necesidad de expresar la rabia que tenía dentro. Me puse al día gracias a mi trabajo como portero de un aparcamiento, pues me llevaba el vídeo y una pequeña tele para devorar cine. ¡Hasta que me pillaron y me despidieron! [risas].
– “Las cosas son más interesantes cuando se ponen difíciles”, suele decir ¿Cómo encara las nuevas medidas que amenazan al sector?
– Estoy triste porque suben el IVA justo cuando voy a estrenar mi primer título con grandes nombres, aunque espero que sea lo suficientemente bueno como para superar el reto. Es una decisión equivocada, pero ayudará a saber cuántos aman la cultura y cuántos no: yo he comprado entradas incluso sin tener un puto duro. La gente debería apoyar más que nunca al celuloide español. Me dolería pertenecer a la generación que provoque el fin de las salas.
– Entre esos grandes nombres destaca el de Javier Bardem. Tras trabajar con tantos principiantes, ¿fue una responsabilidad dirigirle?
– La noche antes de conocerle dormí poco. Me lo puso fácil porque le gustaba la historia, pese a que no podíamos aspirar al nivelazo de sus últimos filmes españoles. Se fue del rodaje con ganas de seguir, y ahora quiero repetir con él en un papel principal.
– Aún guarda en la recámara el guion de ‘Singuerlín’. ¿Sobre qué trata?
– Empecé a escribirlo con 24 años y, aunque quería que fuese mi debut en la gran pantalla, lo acabé después de grabar El truco del manco. Cuando vivía en El Raval conocí a señoras que habían sido prostitutas en su juventud y ya no podían ganarse la vida ni vendiendo su cuerpo en este mundo de plástico. El paso del tiempo las había condenado al olvido, igual que a muchas actrices maduras, pese a que acumulan una experiencia preciosa. El cine no debería ser de guapos ni feos, sino de emociones.