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Ilustración: Luis Frutos

Ilustración: Luis Frutos


Raquel Welch que nunca estarás en los cielos


 
SERGI PÀMIES
En mi adolescencia y juventud fui razonablemente mitómano. Entonces no se consideraba ni un defecto ni una virtud. Cada palo aguantaba su vela y la iconografía del momento, tan espectacular como popular, permitía levantar pequeños altares domésticos a base de fotografías recortadas y programas de mano de salas de reestreno. Quizá porque nací en una familia enfáticamente atea, practiqué una idolatría caótica destinada a compensar mis carencias religiosas. Por ejemplo: tenía diez años y, sin ser ni dejar de ser prematuramente homosexual, me gustaban actores tan dispares como Richard Burton, Lino Ventura, Alain Delon, Lee Marvin y Louis de Funès. Cuando digo que me gustaban me refiero a que, al salir de ver sus películas, siempre deseaba ser como ellos. Durante unas horas vivía un proceso de emulación que me llevaba a imitarlos o, mejor dicho, a intentarlo. Por fortuna, nadie reparaba en mis esfuerzos mutantes y, aunque yo intentaba hacerme el misterioso como Delon, fruncir el ceño como Ventura o mostrarme psicopáticamente impaciente como De Funes, el éxito de mis muecas era perfectamente descriptible.
 
   Cuando es invisible, el fracaso no duele tanto. Quizá por eso, no tardé en abandonar mis frustradas veleidades de imitador, sin rencores, y me concentré en el lado más tópico de la mitomanía cinematográfica: el factor libidinoso. Entonces no lo llamábamos así y justificábamos nuestras pasiones con vulnerables declaraciones de amor al cine y otras patrañas celuloídicas. No teman: no les aburriré con la enésima revisión de la nostalgia masturbadora de la fila de los mancos ni con las secuelas de una mala educación que nunca tuve. El engaño bien entendido empieza por uno mismo. Y si de repente empezaba a coleccionar fotografías de Sofía Loren y Brigitte Bardot, siempre podía echarle la culpa a la belleza de un encuadre o al homenaje a algún director de pomposo renombre.
 
   Por razones biográficas y de contexto histórico, mi inoxidable cinefilia infantil, basada en la generosa e indiscriminada heterodoxia de los programas dobles de salas de reestreno, se vio alterada por una adolescencia marcada por la llegada y el esplendor del cine de arte y ensayo. Para no perder comba entre mis amigos y poder subirme al tren militante e histriónicamente progresista de la época, tuve que modificar algunos de mis principios mitómanos y eso conllevó algunos cambios de gusto. Eran, por supuesto, cambios forzados, consecuencia de ese infructuoso pero desesperado esfuerzo por no desentonar y por sumarme al gregario rebaño del inconformismo. Ahora puedo decirlo sin que se me rompa la voz: el cambio fue traumático. De vivir la asidua felicidad de películas de vaqueros y esgrimas de mosqueteros, de abordajes piratas y trincheras bélicas, de espías irresistibles y comedias vodevilescas, tuve que vérmelas con la oscura selva del blanco y negro, la parquedad expresiva subtitulada y un conflicto interior en crisis existencial que parecía no tener límites.
 
   El contraste fue brutal y tuvo dolorosas consecuencias. La más evidente: me salieron granos en la cara y pelos en rincones insospechados de mi anatomía. Aunque el médico insistió en diagnosticar un vulgar acné juvenil y una no menos previsible edad del pavo, siempre sospeché que la culpa la tuvo cambiar Louis de Funes por Miklos Jankso, Errol Flynn por Pasolini, los hermanos Marx por los hermanos Tavianni. El sacrificio del cinéfilo de arte y ensayo deja secuelas y vi cómo muchos de mis coetáneos se perdían en el intento, incapaces de controlar su adicción. Perdieron sus referencias y cayeron en profundos abismos de experimentación y muermo. Por no llevarles la contraria y porque siempre fui más cobarde que intrépido, yo también afirmé haber disfrutado con un ciclo dedicado a Fassbinder o viendo, en una de las noches berlinesas más tristes de mi vida, el Solaris de Tarkovsky en versión original subtitulada al alemán.
 
   La impostura, sin embargo, nunca fue ni absoluta ni verosímil y, a escondidas, llevé una sistemática y liberadora doble vida. Con furor bulímico, consumí todo el cine experimental y de arte y ensayo que requerían aquellos tiempos pero, clandestinamente, nunca abandoné el cine comercial y de entretenimiento. Y tuve que afinar mi diapasón mitómano y fingir unos gustos que, en realidad, no eran los míos. A mí me seguía gustando Louis de Funès pero siempre presumí de admirar a Pierre Clementi o a cualquier otro de esos pálidos y depresivos jinetes de la excentricidad maldita.
 
   Pero llegó un momento en el que la impostura se estrelló contra el muro de los principios. Cada vez más, observaba que entre los amantes del arte y ensayo de mi época los gustos eran, cuanto menos, discutibles. Las actrices que gozaban de mayor éxito y ante las cuales mis amigos se reclinaban con humillante sumisión no seguían ninguno de los cánones inequívocos de mi bendita infancia. Así que cuando empecé a observar que mi entorno se inclinaba, de un modo alarmante y contra natura, por elogiar a baba suelta la supuesta de belleza de actrices como Hannah Schlygulla o la esquelética Charlotte Rampling, opté por, de un modo preventivo, doblar mi actividad clandestina. Hasta ahí podíamos llegar. Sí, defendía en tertulias y debates improvisados la transgresión estilística y política del cine de Liliana Cavani y de sus escuálidos y algo desaliñados actores. Pero, cual Zorro disfrazado ávido de justicia, salía por las noches y, enarbolando mis más inconfesables principios, me dejaba seducir por la imponente y brutal presencia de Rachel Welch. Sabía que no podía defenderla ante nadie. Que mis amigas la consideraban el colmo de la vulgaridad pechugona. Que mis amigos más brillantes la veían como una muestra de debilidad estética facilona, decadente, hiperbólica y antifeminista. Pero cuando Raquel Welch aparecía en la pantalla yo abandonaba toda esperanza de redención intelectual. Me dejaba llevar por aquella magnética y volcánica presencia. Y volvía a experimentar el placer de quien ya no se resiste a los encantos, tan felices como peligrosos, del opio del pueblo.
 
 
Sergi Pàmies es escritor y columnista del diario ‘La Vanguardia’. Su más reciente libro es la colección de cuentos ‘Cançons d’amor i de pluja’ (Quaderns Crema, 2013)
 

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