SIN MEDIAS TINTAS
Albores de ETA
“A veces es bueno recordar cómo empieza una tragedia. En qué momento nos equivocamos o enloquecimos...”. Así comienza La línea invisible, la serie dirigida por Mariano Barroso que cuenta los inicios sangrientos de ETA en 1968. La potencia de la serie, basada en la idea de Abel García Roure, pivota sobre el enfoque íntimo del primer líder de la banda armada, Txabi Etxebarrieta, y del comisario Melitón Manzanas, legendario torturador franquista y primera víctima premeditada de la organización.
A Barroso no le tiembla el pulso. Acierta completamente al atrapar el clima emocional de un tránsito diabólico y místico: ese momento titilante en el que un universitario brillante y sensible –azuzado por la poesía y las anfetaminas– materializa la fantasía nacionalista y aprieta el gatillo. Ese calambrazo sentimental arrastró a miles de personas hacia la ruina moral durante 50 años. Como ha sucedido con otros movimientos políticos, la pureza fue su trampa y su disección quizá sea la única esperanza para que la tragedia no se vuelva a repetir. Decía Jorge Semprún que la Historia siempre se entiende mejor a través de la ficción.
Aquí va un gran ejemplo sobre el peligro de las ideologías puras, movimientos que aprovechan el desconcierto reinante y se suben a lomos de un líder carismático: “Hay quienes dicen que Euskadi es una entelequia. Yo creo firmemente en la entidad de nuestro pueblo, nuestra cultura y nuestra lengua. El problema real de esta organización es decidir entre bombas o huelgas. El amor a la patria no es al amor ridículo a las hierbas que pisamos: es el odio invencible a quien la oprime. Es el rencor eterno a quien la ataca”, dijo el personaje de Etxebarrieta en la casa de los jesuitas en Getaria en 1967 durante la V Asamblea, en la que se proclamó líder de la causa armada. Al margen quedaron los miembros que concebían ETA como un instrumento de lucha obrera y antifranquista.
Lo mejor de La línea invisible es la ausencia de pretenciosidad. Contada desde una seca sobriedad y sin florituras visuales, lo emocional es la médula narrativa. Algo tan tierno e inocente como una habitación de familia de clase media bilbaína de los años 60, con dos hermanos universitarios fumando sobre las camas con colchas de tela escocesa, resultó ser el nido de la serpiente. En esas aburridas cenas de sopa de fideos y pescadilla rebozada, con una madre viuda y sensata presidiendo la mesa, nació la semilla de una fascinación colectiva que asesinó a casi 40 personas antes de la muerte de Franco y a 850 en democracia. En este punto es donde creo que la audiencia de la serie se bifurca. A los espectadores más veteranos, los que crecieron con los telediarios repletos de atentados como rutina informativa, les escucho decir que les da pereza acercarse a las pulsiones idealistas de los primeros etarras y no quieren saber más del asunto. Sin embargo, para los veinteañeros del siglo XXI, para quienes ETA es solo un epígrafe, esta serie supone una posibilidad para reflexionar sobre el pasado y poner en contexto el peligro de los extremismos de hoy.
Recrear historias reales siempre genera suspicacias. Muchos dirán que es equidistante. No lo es, pero su foco tampoco está en ese debate. Lo que sí equipara de verdad La línea invisible es la humanidad de los antagonistas. Barroso no se ha dejado amedrentar con la literalidad y ha apostado por la ficción con todas sus consecuencias: empezando por los actores, no necesariamente vascos, pero excelentes en sus interpretaciones. Àlex Monner y Enric Auquer construyen un milagro de complicidad en la recreación de los hermanos Etxebarrieta: despliegan todos los matices de la ternura, la culpabilidad, la ira antifranquista y la ensoñación nacionalista de Euskadi, a pesar de que ninguno de los dos hablaba euskera.
También Antonio de la Torre saca toda su artillería interpretativa para hacer aflorar la humanidad de Melitón Manzanas: un torturador implacable al servicio del franquismo y anteriormente cómplice de la Gestapo en Francia. Pero también fue un padre tierno, amante rijoso, vasco de txapela y devoto de los pelotaris. Una dualidad que no enaltece ni justifica sus crímenes. Los seres humanos, victimas y verdugos, quedan equiparados en su capacidad de amar a los que aman. La línea invisible rezuma fragilidad, dolor y contradicciones. Ese es su triunfo.