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23-06-2017

 
Susi Sánchez

“Nunca he sabido qué
es el talento. El trabajo
es la base de todo”


Con su hermano se enamoró de esta profesión y gracias a él esquivó la negativa de su progenitor. Su cenit cinematográfico le llegó sin esperarlo, quizá algo tarde, en un tiempo en que la imagen se ha vuelto decisiva para los actores. Muy a su pesar


TOÑO FRAGUAS (@antoniofraguas)
Reportaje gráfico: Enrique Cidoncha (@enriquecidoncha)
Aunque no lo pretenda, su presencia intimida. “Siempre fui muy alta. En mis comienzos no me ponían junto a ningún galán, así que solo me daban papeles de objetos inanimados. Si hacíamos El jardín de los cerezos, de Chéjov, yo era un cerezo”. Susi Sánchez ríe y posa con buen ánimo pese a que acaba de perder su teléfono móvil. Porque si de algo sabe esta descomunal actriz, es de control emocional. Todo con tal de cumplir con sus compromisos. Nacida en Valencia en 1955, se enfrentó a su padre, militar, para perseguir su sueño. En esa aventura pudo contar con la ayuda de su hermano, el también actor Ismael Sánchez, quien le abrió las puertas a un mundo que terminaría dándole la familia de artistas que nunca tuvo. Tanto la mujer de Susi, Consuelo Trujillo, como su sobrina, Ruth Gabriel, son reconocidas intérpretes. Nominada al Goya por 10.000 noches a ninguna parte (Ramón Salazar), a sus 62 años se considera una señora Almodóvar. Con el cineasta manchego ha participado en La piel que habito, Los amantes pasajeros y Julieta. Además de en decenas de series y montajes teatrales, también la hemos visto en La voz dormida (Benito Zambrano), La teta asustada (Claudia Llosa) o Piedras (del citado Salazar). A sus órdenes vuelve a trabajar en La enfermedad del domingo, esta vez junto a Bárbara Lennie.  
 
Quienes ya han podido ver La enfermedad del domingo hablan maravillas.
– Es que el guion es maravilloso. Lo leí tres años atrás, todavía sin secuenciar, y ya me dejó rendida de emoción. Luego Ramón lo ha cotejado conmigo durante todo este tiempo. Ha hecho una gran película. Es un cineasta muy moderno para el país en el que vivimos. Y tiene un nivel altísimo de exigencia: consigo mismo y con el trabajo de la gente.
 
 

 
 
En esta cinta comparte protagonismo con Bárbara Lennie. ¿Le piden consejo los jóvenes?
– Claro, igual que yo a ellos. No me consideran una maestra. Mi manera de trabajar se acerca más a la suya, la gente joven está muy preparada. Cuando empecé se llevaba aquello del actor intuitivo. Pero para mí el talento es una cosa relativa, nunca he sabido qué es. Creo que el trabajo es la base de todo.
 
¿No conoce a ningún actor que no necesite preparación?
Se puede dar el campanazo una vez o dos. Pero si no se estudia, es difícil tener una continuidad, seguir un recorrido. Cuando uno deja a un lado la preparación, se repite a sí mismo. A mí me pasó. Estudié en la RESAD, terminé, estuve trabajando… y llegó un momento en que sentí que había tocado techo. No avanzaba.
 
¿Fue entonces cuando acudió a Juan Carlos Corazza?
– Sí. Sería hacia 1992. Y recuerdo que me costó muchísimo porque podía ser la madre de todos mis compañeros.
 
En la RESAD vivió entre dos tradiciones, por así decirlo.
– Empezaron a llegar profesores nuevos en cada curso, así que fui repitiendo algunos años para poder aprender de todos: de los viejos, que casi no nos daban herramientas para trabajar, y de los nuevos. Me pasaba todo el día en la escuela. Cursé ocho años en lugar de los cuatro de rigor.
 
 

 
 
¿Y en su casa qué opinaban?
– Mi padre no quería. Podría ser actriz, en contra de su voluntad, solo cuando hubiera cumplido la mayoría de edad, fijada en los 21 años. Pero cuando le anuncié que había entrado en la Escuela de Arte Dramático estuvimos los dos emborrachándonos y llorando de emoción. Le dije que lo tenía que intentar. Después venía a las obras teatrales, y le gustaban, aunque no era un hombre expresivo.
 
Su hermano Ismael también era actor. ¿Eso no le parecía mal a su padre?
– No. Tenía una mentalidad de otro tiempo. Mi hermano me llevó a ver el ensayo de una compañía de teatro universitario, todavía en el franquismo. Los directores, César Gil y Rafael Herrero, que luego fue mi cuñado, crearon un grupo de expresión corporal para adolescentes. Yo tenía 16 años y viví una experiencia atómica en uno de esos ejercicios con los ojos cerrados. Jamás en mi vida había sentido una cosa así. Me llamó tanto la atención que me despertó muchísima curiosidad por saber qué pasaba allí. Qué había detrás de aquello.
 
Se hizo actriz no por el deseo de interpretar delante de nadie, sino por curiosidad.
– Si me hubiese pasado haciendo yoga, me habría dedicado al yoga. O a escalar, si me hubiera pasado con la escalada. Ese ejercicio fue la inyección que me inoculó el veneno del teatro.
 
– Sin embargo, son cada vez más los actores que viven en el extremo opuesto, en la exterioridad pura: siempre en los medios o en las redes sociales.
– Es cierto que en el mundo en que vivimos, por parte de un tipo de actores y actrices, existe el anhelo de sentir el reconocimiento de los medios. Supongo que es una necesidad de marketing. Antes había menos de eso; la gente solo trabajaba y ya. Quizá esa exposición ahora sea parte del trabajo
 
 

 
 
Resulta frecuente escuchar quejas de actrices que, a partir de cierta edad, dejan de estar presentes. ¿A usted le ha sucedido al revés?
– Pues sí.
 
¿Y cómo se lo explica?
– La verdad es que no me lo explico. Supongo que soy la excepción que confirma la regla. Es muy raro. Cuando llegas a determinada edad, cada vez haces menos personajes. Muchas compañeras se han quedado en la cuneta.
 
¿Se esperaba este éxito tardío?
– No me esperaba todo esto para nada. Ha sido muy poco a poco. Yo creí que siempre sería como una hormiguita, que van haciendo su tarea día a día. Nunca pensé que fuese a dar ese salto, pero cuando me llamó Pedro [Almodóvar] y, sobre todo, cuando me nominaron al Goya, tuve la sensación de que todo se empezaba a mover a otro ritmo. Ahora siento que estoy inmersa en papeles preciosos, aprendiendo y creciendo mucho. Es como una segunda forma de vivir la carrera de actriz.
 
El trabajo interpretativo requiere exponerse demasiado ante los compañeros. Eso crea unos lazos muy fuertes, ¿no?
– Cuando se dice que el teatro es una gran familia, tiene que ver con esto. En el trabajo escénico has de tener una confianza absoluta en el compañero. Hay entrega, constituye un acto de amor. Es una muestra de generosidad tan grande que se asemeja al amor fraternal o filial. Y para que ese vínculo íntimo pueda darse, tiene que haber apertura interna. Es difícil que eso pase en otros trabajos. Hay que ser muy valiente para ser actor.
 
 

 
 
– Queda claro que, para usted, la interpretación es un hecho colectivo.
– El trabajo en equipo es lo que más me interesa. Me gusta hacer bloque con los compañeros y sentir que todos contamos la misma historia. Haciendo piña con la gente se consigue una energía diferente.
 
Cuando uno se entrega mucho en los ensayos y sobre el escenario, ¿cómo logra que ese estado anímico no invada la vida cotidiana?
– Hay que aprender a quitarse ciertos personajes de encima. Algunos no me los llevo a casa porque me pongo mala y empiezo a somatizar. Pero a otros me los quedo un ratito porque me dan buena energía.
 
Perdóneme, pero habla un poco como una médium...
– Algo de eso hay [risas]. Los actores somos canales. Cuando un personaje está bien escrito, tiene su propia personalidad. Al finalizar cada función, esa energía suya se tiene que cortar, aunque a veces se queda. Pero es muy raro que ocurra lo de Johnny Weissmuller, que murió creyéndose Tarzán.
 
¿Ese nivel de exigencia es el mismo con un papel protagónico y con otro secundario?
– No en cuanto a memorización, claro, pero el personaje lo debes construir igualmente. Los actores tenemos que llevar una propuesta de personaje, aunque solo vaya a aparecer cinco minutos.
 
¿Es una especie de negociación con el director?
– Yo no lo negocio. Lo hago. Llevo mi propuesta, pero hay que ser flexible, tener oído para poder interactuar con el director.
 
¿Esa flexibilidad es imprescindible para cualquier actor?
– Diría que es imprescindible para la vida.
 

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