– ¿Escribe todos sus guiones?
– Todos. De las 32 solo hay dos que no he escrito: Rosita, please y Amic, amat [basado en el Testamento de Josep M. Benet y Jornet].
– Esa es la típica película que, o la produce uno mismo… Y eso que Josep María Pou y Sardà están rotundos.
– Era complicada, sí. Pero la relación con Benet fue perfecta. Ya habíamos trabajado juntos en Actrices. Ahora hace como diez años que no adapto ninguna película.
– ¿La última fue El virus del miedo, de Josep Maria Miró?
– Sí, pero muy diferente de la pieza original. Le añadí un primer acto, La arcadia feliz, desconstruí más la linealidad narrativa y acabo con un final más categórico.
– Con lo que usted vio de cine americano, de joven, y ahora reniega de él.
– Es que la tradición del cine americano se acaba en los años 70. Yo he aprendido a amar el cine con ella. Y me voy a morir, dentro de muchos años [risas] cagándome en el cine de las majors. Antes sabías si la película era de la Fox, de la Warner o de la Paramount. Ahora, todas parecen iguales. Volviendo de Chile vía Buenos Aires, leí en Clarín una entrevista de 1970 en la que Martin Scorsese decía lo que le había costado montar Taxi driver. Pero otro cine es posible.
– Como el cine digital, doméstico.
– Con ese formato, hay millones de películas al año. Pero no creo que sea intrusismo. Hay de todo.
– En Cataluña se hacen cosas de calidad.
– Sobre todo las chicas jóvenes. Como productor he apostado por Cine al fin, de Merixell Soler, rodada entre Barcelona y Usuhaia, en Argentina. Cuando una mujer llega a un puesto de poder, seguro que vale 50 veces más que el hombre. Convencido.
– En el cine documental, que también ha trabajado mucho, se inspira en amigos.
– He hecho cinco, todas de amigos, es verdad: Ocaña, Colita, Ignasi...
– En Cola, Colita, Colassa se contaban las noches del Boccaccio como templo intelectual.
– Era un lugar fantástico. Gabriel García Márquez, Gabo, cuando vivía en la calle Caponata de Barcelona, citaba a los maestros de las escuelas de sus hijos en Boccaccio. Allí incluso se preparó el encierro de Montserrat [intelectuales en repulsa por el proceso de Burgos, en diciembre de 1970]. Se bailaba, se ligaba y se conspiraba. Los secretas andaban locos.
La Gauche divine tiene su sitio en las hemerotecas precisamente gracias a la discoteca Boccaccio. “Había mesas para seis en las que se sentaban veinte”, contaba García Márquez, que vivió en Barcelona desde 1967 a 1975. Salvador Dalí, José Luis de Vilallonga, Juan Marsé o Manuel Vázquez Montalbán brindaron allí. Era lo más parecido en España a la palpitante Studio 54 de Nueva York. Estaba en la calle Muntaner 505, y fue el lugar elegido para presentar la rompedora revista Interviú. En la planta de arriba estaban los intelectuales. Y la planta de abajo, por algunos llamada la húmeda, destilaba libertad. “Esa efervescencia de los finales del franquismo tenía muchas fisuras por las que nos colábamos. Antes incluso de la movida madrileña, que llega en 1980”.