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20-01-2017

 
Verónica Forqué


“Los antidepresivos
y mi trabajo me sacaron del hoyo”
 
 
La actriz inmortalizada por Almodóvar en ‘Kika’ triunfa hoy en las tablas con ‘La respiración’ gracias a una carambola y tras superar una fuerte depresión


 
EDUARDO VALLEJO (@eduardovallej01)
Reportaje gráfico: Alberto R. Roldán
Esta entrevista tuvo lugar el 17 de noviembre de 2016 y sirvió como tema central de portada en el número 49 de la revista AISGE ACTÚA. La recuperamos y actualizamos ahora como homenaje a esta querida actriz, socia número 191 de AISGE, cuyo cuerpo fue encontrado sin vida en su domicilio madrileño poco después del mediodía del lunes 13 de diciembre de 2021

Hay actores con arquetipo y arquetipos con actor. Queriendo o sin querer, Verónica Forqué ocupa en la historia de nuestra comedia un nicho de mercado, que dirían los expertos en marketing. Ese carácter  forjado entre el candor y la ingenuidad, ese personaje naíf capaz de los mayores tormentos y las más locas veleidades lo encarnaron otras actrices antes que ella (Gracita Morales y Laly Soldevilla que estáis en los cielos, este será siempre vuestro reino) y lo harán otras después, seguro, pero de momento es suyo.


La mañana ha sido un témpano, pero la tarde de este nuevo mundo con Trump (“¡cómo puede apoyarlo Clint Eastwood, es que no me entra en la cabeza!”, se indigna la actriz) se ha tornado tibia y aprovechamos para charlar paseando entre árboles, recordando dolorosas pérdidas y tomándole el pulso a este presente inevitable.


Para dedicarse a la interpretación, Forqué tuvo que hacer acopio de toda la tenacidad acaparable por una adolescente para convencer a su padre, el director José María Forqué. Él, como buen cineasta, sabía que lo de ahí dentro, al calor de los focos, es ficción; y lo de ahí fuera, al frío de la intemperie, la cruda realidad.


– Se crio en una familia de artistas, padre director, madre actriz y escritora, abuelo músico... ¿Lo suyo estaba escrito?

– Desde muy pequeña sabía que iba a ser actriz. Lo supe cuando vi por primera vez Mary Poppins; aquello me fascinó. Es un recuerdo aún vívido el de salir del cine cautivada y acostarme aquella noche imaginando que era la protagonista de la película, que podía volar con ayuda de un paraguas y guardar toda clase de cosas en mi bolso mediante magia. Con la misma determinación, mi padre nunca me hizo caso.

 
 
 

 
 
– No quería que tuviera nada que ver con el cine.
– Yo le preguntaba que cuándo me sacaría en una de sus películas y él siempre me daba largas. Me decía que sí, pero luego no me avisaba. Mis disgustos eran de marca mayor. En una película que rodó en Ibiza con la actriz sueca Ingrid Thullin [El diablo bajo la almohada, 1968] había un actor italiano que trajo a su hija. Estábamos juntas en el hotel, las dos ilusionadas por salir en la película. Una noche ella me dijo: “Yo mañana ruedo, ¿y tú?”. Yo no sabía nada, claro. Viví aquello como una gran traición. Pobrecito, él lo hacía para protegerme.
 
– Finalmente, siendo ya una mujer hecha y derecha, trabajó con él en la exitosa serie ‘Ramón y Cajal’ [1980].
– Creo que fue uno de los trabajos más bonitos de su última época. Yo era Silveria, la esposa de Cajal [Adolfo Marsillach]. Mi gran temor era interpretar todas las edades de esta mujer, hasta la vejez, pero mi padre insistió mucho y, afortunadamente, todo el mundo se lo creyó. Buena parte del mérito lo tuvo el magnífico trabajo del caracterizador Julian Ruiz “Julipi”, así conocido por toda la profesión. Su mujer Antoñita sigue siendo, con 93 años, la jefa de peluquería del Teatro Español de Madrid. Gente ejemplar.
 
– No era un papel menor.
– Silveria es inexistente para la sociedad y la historia, pero se encargó de la crianza de sus muchos hijos, vivió la muerte de alguno de ellos y ahorró sin descanso para que el genio pudiera comprar todo el instrumental que necesitaba.
 
Con su yugo y sus flechas
– ¿Qué era lo mejor y lo peor de trabajar con su padre?
No es fácil trabajar con la familia. Yo era muy joven y bastante impertinente y respondona. Hoy sería una malva. Le diría todas las cosas bonitas que no le dije por la insensatez de la juventud.
 
– ¿Lo extraña?
– Lo extraño mucho. Celebraba todo lo que yo hacía. Los actores, aparte de trabajo, necesitamos confianza; y él me la daba toda. Y me corregía; especialmente con la vocalización, porque tenía una voz muy fina. Yo no quería reconocerlo, pero era cierto: hablaba como una escopeta. Fui a clases de dicción y lo corregí. Todos los días lo echo de menos.
 
   El tono de la confesión es tan genuino como la mirada y la sonrisa beatíficas que ustedes ya le conocen a la actriz. Antes de Ramón y Cajal, había debutado en las tablas a mediados de los setenta con el montaje de Nuria Espert de Divinas palabras. Sin haber acabado aún sus estudios en la RESAD y sin entender muy bien qué quería decir Valle Inclán con todo aquello, encarnó a Simoniña y se vio rodeada de grandes figuras.
 
– Me impresionó conocer a Héctor Alterio, que hacía el papel de mi padre, el sacristán. Héctor se había refugiado en España huyendo de la Triple A, que lo tenía amenazado de muerte en Argentina. Nos hizo una prueba el genial y loquísimo Víctor García. “Desnudate”, me dijo. “Y vos también”, a Héctor. Era imposible no desnudarse en aquella época, y menos con Víctor García, que venía de hacer el famoso montaje de Yerma. Si no te desnudabas, eras una reaccionaria. Así que en pelota picada hicimos nuestra escena los dos. Aprendí muchísimo de gente como Héctor, Amparo Valle o Martín Galindo, el famoso Sr. Galindo de Crónicas marcianas. Comencé a trabajar con continuidad y no acabé el tercer curso en la Escuela, pero sí me dieron el carnet.
 
– ¿El del Sindicato del Espectáculo?
– Sí, con el yugo y las flechas. Aún lo conservo. Como entré de meritoria en la compañía, allí me lo hicieron.
 
 

 
 
– Alguien pensará que, como era “hija de”, nunca hizo usted una prueba.
– Ya ve que no. Hice aquella prueba y alguna otra, pero cuando yo empezaba no se hacían tantas. En cine, el concepto de casting era inexistente. 
 

Almodóvar desesperado
Verónica Forqué es de las pocas actrices, si no la única, que en un mismo año obtuvo dos Goyas, uno por su trabajo como actriz de reparto en Moros y cristianos, de Berlanga, y otro como protagonista en La vida alegre, de Colomo. Esto ocurrió en 1988, primer momento de verdadero apogeo de su carrera. “Fue un tanto absurdo, la verdad”, reconoce Forqué.
 
– Usted y Carmen Maura eran las reinas de la nueva comedia española.
– Se dice que esa nueva comedia la inauguró Trueba con Opera prima en 1980, pero yo creo que antes fueron Fernando Colomo y Carmen Maura con Tigres de papel. [En efecto, es tres años anterior]. Yo adoraba a Carmen Maura y la veía como un ejemplo de actriz. Ella ya me había contado que había rodado una comedia con un director nuevo que dejaba improvisar a los actores, como en el cine francés. Cuando Colomo me llamó para La vida alegre, fui muy feliz. Pero para mí había sido importante hacer unos años antes ¿Qué he hecho yo para merecer esto? con Almodóvar.
 
– En 1984.
– Eso es. Pedro estaba desesperado buscando una actriz que le hiciera el papel de la prostituta Cristal. Ninguna quería, ni Ángela Molina, ni Victoria Abril... Carmen le habló de mí, porque ya me había visto haciendo comedia con Paco Valladares en el teatro, pero Pedro me conocía por papeles dramáticos como el de Ramón y Cajal. No pensaba que pudiera hacer con gracia a la cándida Cristal.
 
– Es curioso, porque hoy se la conoce más por sus papeles cómicos.
– Entonces no. Todo cambió a raíz de ese papel en la película de Pedro. Me tuvo que contratar a la desesperada, porque no tenía otra opción. Tuve mucha suerte y todo salió bien; él quedó muy contento, hasta el punto de que volvió a llamarme para Kika, y la película funcionó de maravilla. Desde entonces empecé a hacer cine sin parar, y mucha comedia.
 
– ¿Le molesta que se la vea como la personificación del candor en lugar de tener un perfil con más aristas?
– He hecho muchas cosas distintas, sobre todo en teatro. Doña Rosita la soltera, ¡Ay, Carmela!... Esta la hicimos Santiago Ramos y yo con dirección de Narros justo antes de la crisis, entre 2006 y 2008. Aún me parece estar viendo a Santiago sentado en el asiento delantero del coche leyendo el periódico y comentando: “Se está liando una gorda en Estados Unidos. Ha quebrado Lehman Brothers, un banco importantísimo”. Quién lo iba a imaginar; mire cómo estamos... A lo que iba, yo siempre he tenido una suerte inmensa y, por otra parte, soy como soy, no me puedo cambiar. Podrás mejorar, pero estás condicionado por tus ideas, tu físico, tu voz, tu historia, tu familia. Y yo no puedo estar más que agradecida por todo lo que he vivido en la profesión.
 
– Vamos, que no reniega de esa imagen de ingenua.
– Cómo voy a renegar. Yo sé de sobra que es así. No me van a dar el papel de Lady Macbeth, eso ya se lo digo yo.
 
– En 1995 triunfaba con la serie ‘Pepa y Pepe’, con su exmarido Manuel Iborra como director y Tito Valverde en el papel de Pepe. ¿Por qué dejaron de hacerla?
– Por la ignorancia de la juventud. Si me pilla hoy, le aseguro que no la hubiéramos soltado así como así. La hicimos, tuvo éxito y, en lugar de plantearnos seguir, como quería la cadena, pensamos “a otra cosa mariposa, ya haremos una nueva”.
 
– Pero no le faltó el trabajo. ¿Para usted no hubo esa barrera de cristal con que se topan las actrices cuando cumplen años?
– Sí, claro [enfática]. Pero eso me está ocurriendo ahora. Cuando llegamos a mi edad [61], las mujeres dejamos de ser interesantes, pero no solo para el cine o la televisión, sino para la sociedad en general. No hay papeles importantes para nosotras. Siempre ha sido así, y no solo en este país, aunque al tener una industria pequeña, se nos ven más las costuras. Me lo decía mi madre cuando hacía tanto cine: “Disfruta ahora de las películas, que luego se acaban. Pero verás cómo el teatro no te abandonará nunca”. Y así ha sido. Llevo diez años enganchando montajes en los escenarios: ¡Ay, Carmela!; Doña Rosita la soltera; La abeja reina... Esto a los hombres no les afecta tanto.
 
– Dice que es un problema de la sociedad en general.
– Sí, claro. No interesamos. En cuanto dejamos de desprender sensualidad o de ser objeto de deseo, en cuanto pasamos a ser abuelas, somos invisibles. La vejez y la muerte son temas que evitamos como sociedad.
 
 

 
 
– ¿Cómo lleva usted ese asunto?
Pienso mucho en la muerte, y desde hace tiempo. Jamás pensé que tendría que hacerme a la idea de que tengo más de sesenta años. Veo a alguna amiga y me difo: “Jolín, qué mayor está”. Y luego pienso: “¡Pero, coño, si tú estás igual!”. El envejecimiento en la mujer es algo casi de mal gusto; en cambio un hombre con arrugas es atractivo. Es lamentable. Las mujeres sostienen la sociedad: crían a los hijos, cuidan a las personas enfermas de la familia, se encargan de la casa y, además, cuando se lo permitimos, trabajan. Son pluriempleadas. Eso tiene que cambiar, y está cambiando de hecho, pero muy lentamente. De momento es todo muy injusto.
 
La reencarnación de Poppins
– Aquellos Pepa y Pepe eran currantes con apuros. ¿Alguna vez lo ha pasado mal por falta de trabajo?
– Afortunadamente no. He tenido suerte. Tampoco he tenido grandes necesidades materiales, ni coches, ni yates, ni nada por el estilo, y he sido siempre bastante organizada.
 
   De nuevo la huella familiar asoma en la conversación. “Mi padre siempre me advirtió de la fugacidad del éxito en nuestro oficio. Recuerdo que de niña se hablaba en casa de algunos casos desesperados de compañeros de profesión que pasaban por horas bajas después de haber vivido momentos de gloria”. Aquello marcó a la actriz y la convirtió en una mujer prudente. “Soy más hormiga que cigarra. Hay muchas arenas movedizas en el sendero del actor”.
 
– Hablando de cigarras. ¿Qué tal se le da cantar?
– Mal, tirando a fatal. Solo he tenido que cantar a diario en escena con ¡Ay, Carmela!, pero se supone que la protagonista no pasa de cantante voluntariosa, así que yo puse toda la entrega posible para suplir mi falta de talento.
 
En 2001 rodó con Joaquín Oristrell una película sobre actores, Sin vergüenza, por la que recibió la Biznaga de Plata en Málaga. En ella encarnaba a una profesora de interpretación rodeada de jóvenes actores. Quince años después, de todo ese reparto, solo Marta Etura es un nombre, digamos, de primera división. ¿Es hoy más difícil llegar a la cima? “Siempre es difícil llegar. Desde luego hoy hay mucha más competencia. Florecen las academias de interpretación y los actores jóvenes están tremendamente formados. Es difícilmente comparable con la época en que yo empezaba porque entonces solo teníamos la RESAD, alguna academia de canto o de expresión corporal y para de contar... El laboratorio del señor Layton. Poco más”.
 
– En ‘La respiración’ ayuda a su hija (Nuria Mencía) a salir del hoyo sentimental. ¿Qué rol tiene en este texto de Alfredo Sanzol?
– Mi personaje es Mayte, la madre de aire hippie que viene a espabilar a su hija y a sacarla de una depresión a base de muchos ánimos y nada de compasión. Le hace relativizar su pena. Cuando hablé con Alfredo de este personaje, me dijo: “Mayte es como Mary Poppins”. No me lo podía creer.
 
– Como si se cerrase un círculo.
– Era una coincidencia increíble. De hecho, Mayte aparece con un paraguas y un bolso en escena, y hace magia. Justo como yo me imaginaba de niña.
 
– Usted no estaba en el reparto original. ¿Cómo le llegó el papel?
– Este personaje lo hacía, y muy bien, Gloria Muñoz. Yo ya había visto la obra con ella y estaba soberbia. Pero pensaba para mis adentros: “Qué bien haría yo a esta Mayte”. Al cabo de un mes o así, estaba en el cumpleaños de Susi Sánchez, con Pilar Castro y más gente. Susi me dijo que Gloria iba a dejar la obra y que Sanzol le había ofrecido el papel. Ella no podía por un compromiso y le insistió a Alfredo en que me llamara, pero a él le daba vergüenza, por aquello de que era una sustitución. Yo, que me había tomado tres vinos en la fiesta de cumpleaños y que con la edad he perdido viejas timideces, decidí tomar la iniciativa y le llamé.  
 
 
 

 
 
Hablando claro
– En los últimos dos años ha pasado una mala racha personal: depresión, muerte de su hermano, separación de su pareja. ¿Cómo le afectó todo esto profesionalmente?
– 2014 fue muy difícil. Comencé el año con una depresión severa. No podía ni quería vivir. Era como si me hubiesen desenchufado. No tenía fuerzas para desplazarme unos metros ni hablar por teléfono. La vida se me hacía un mundo. Manolo [Iborra] me ayudó muchísimo y fui a terapia. Me costó un imperio salir. La salida empezó con los antidepresivos y gracias a que no me falló el trabajo. No podía afrontar mi oficio, pero mi psiquiatra insistió en que no dejara de trabajar. Me llamó Andrea D’Odorico, a quien adoraba y que luego murió quince días después que mi hermano, y me ofreció una función de teatro leído.
 
– ¿Él lo sabía?
­– Yo no me atrevía a contar nada a nadie. Los actores nunca queremos que se sepa que estamos enfermos porque entonces no nos llaman. Es así. Hice los ensayos y el día del estreno empecé a tomar antidepresivos. Cuento esto porque creo que es mi obligación hacerlo.
 
– ¿En qué sentido se siente obligada?
– Porque he pasado por ahí y, en la medida de mis posibilidades, debo abrir las ventanas que pueda a los que estén sufriendo el problema. La depresión es una enfermedad de la que no se habla mucho.
 
– ¿Por qué es un tabú la depresión?
– Es un tabú porque el enfermo teme las reacciones más normales en el entorno, que, o bien le restan importancia (“es que no tiene voluntad”), o bien caen en el simplismo más abrumador (“anímate”). No es cuestión de animarse. Yo misma he podido caer en ese simplismo estando al otro lado. Seguro. No es nada fácil, se lo garantizo.
 
– ¿Y la medicación?
– Es otro tabú. He tenido médicos que me prohibían los antidepresivos o me recomendaban tomar plátanos para estimular la serotonina. En fin, para qué contarle. Mire, lo diré bien claro: hay que tomar antidepresivos para la depresión, de la misma manera que se toman antigripales cuando se tiene fiebre. Yo la superé gracias a mis medicinas –que tomé durante seis meses–, gracias a una terapia en la que descubrí la razón de mi tristeza –cosa en la que no pienso entrar–, y gracias a mi trabajo. Ya hablé en su momento de todo esto, pero no me importa repetirlo. Muchas mujeres y algunos hombres me han agradecido que fuera tan clara después de escucharme hablar del tema en la radio, porque sufren esa incomprensión en su entorno.
 
 

 
 
– ¿El trabajo ayuda a salir del pozo o puede ser una piedra atada con una soga al pie?
– A mí me sacó a flote. Primero el trabajo con D’Odorico en Así es, así fue, después en La que se avecina y luego en las funciones con David Serrano. Para mí el trabajo es imprescindible para vivir. Y la medicación, como digo, fue clave. Yo pensaba que mi vida se había acabado y, sin embargo, salí. Y después me separé.
 
– ¿En eso influyó el trabajo?
– La separación vino después de la depresión. Era algo que yo necesitaba. Fue una decisión mía. Yo quiero mucho a Manolo. Tengo hermosos recuerdos y una hija maravillosa en común con él, pero después de 34 años, necesitaba estar sola.
 
– ¿Qué proyectos tiene entre manos?
– Estoy feliz en el escenario con las funciones de La respiración. Tengo la suerte de tener algunas ofertas de teatro.
 
– Hablando de escenarios y dejando a un lado las grandes ciudades, ¿cuál es su pequeño teatro predilecto?
– Hay hermosos teatros en nuestro país. En Miranda de Ebro hay un teatro a la italiana con unas luces rosadas precioso. En Arnedo hay otro de nueva construcción también maravilloso. Otros muy bonitos son el Principal de Santiago de Compostela y el Palacio Valdés de Avilés.
 
– Ahora que es una actriz veterana, ¿con qué le gustaría sorprender a sus seguidores?
Prefiero sorprenderme a mí misma viviendo el presente. No me quedan muchos años de vivir, así que cada día es un regalo.
 
 

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