Víctor Clavijo
“Funciono mejor como actor cuanto menos torturado soy”
Había empezado Derecho, pero su cinéfilo padre y su admiración por Juan Diego le hicieron decantarse finalmente por los escenarios. Fue actor de método y despuntó en ‘Al salir de clase’, pero en la actualidad se siente más intuitivo y le recuerdan más por su Lope de Vega en la celebrada ‘El Ministerio del Tiempo’. No se lo pierdan: después de tres décadas trabajando, a veces se siente un intruso
ANDREA G. BERMEJO
FOTOS: ENRIQUE CIDONCHA
Pico y pala. Al preguntarle a Víctor Clavijo (Algeciras, Cádiz, 1973) por su trayectoria, usa esa expresión. Hace aproximadamente tres décadas decidió que quería ser actor y se marchó a Madrid persiguiendo su vocación. Se ha labrado un currículum en el teatro, la televisión y el cine, pero lo ha hecho, según sus palabras, poco a poco –pico y pala–, a base de tesón. Ahora su agenda luce completísima. Continúa de gira junto a Pasión Vega con el espectáculo Lorca sonoro. Este verano ha rodado en Vizcaya Los Muértimer (Álvaro Fernández Armero) y hace unas semanas estrenaba en los cines La infiltrada (Arantxa Echevarría). Para el año que viene tiene programada una obra de teatro con Sergio Peris-Mencheta y, en un futuro próximo, el estreno de una serie que ha desarrollado para HBO México junto a su propio hermano, el guionista Carlos Clavijo.
– ¿Cómo descubrió que la actuación era su vocación?
– En mi casa gustaba muchísimo el cine. Mi padre, cinéfilo, hacía cortometrajes en Super 8 en los que actuaba un grupo de teatro de Algeciras. Yo me disfrazaba y hacía el payaso. Con 12 o 13 años descubrí las películas de James Dean y flipé. Algo ahí me llamó la atención, quizá la manera de comportarse delante de la cámara, no sé… Se salía de las estructuras de la actuación más rígida. Era una cosa más novedosa, más viva. A los 14 empecé a leer un libro sobre el método Stanislavski que encontré en la biblioteca de mi padre y me apunté al aula de teatro del instituto. También vi algunos documentales sobre el Actors Studio que ponían en La 2. Ese cóctel hizo que dijese: “A mí esto es lo que me gusta”.
– En su casa no pudieron enfadarse cuando contase su intención de ser actor…
– Aunque ya quería ser actor, mis padres me animaron a hacer una carrera. Había sacado muy buena nota en Selectividad. Caí en el error de elegir Derecho porque pensaba que era lo más parecido a la actuación. Había visto muchas películas americanas. Tras dos años estudiando Derecho en Granada, vi a Juan Diego en la obra No hay camino al paraíso, nena, de Bukowski, dirigida por Jesús Cracio. Al salir de aquella función, después de comprobar lo que hacía el maestro Juan Diego, me dije: “Se acabó. Esto es lo que quiero. Quiero actuar”. Hice los exámenes finales del segundo curso de Derecho, pero de una forma protocolaria. Y solté la bomba en mi casa. Le dije a mi padre: “La culpa de esto la tienes tú”.
– ¿Tiene la sensación de que estaba predestinado a este oficio, que la vida fue dirigiéndole poco a poco hacia él?
– No lo sé. Si no hubiese recuperado mi pasión por el teatro, la vida me habría llevado probablemente a otra disciplina artística: la escritura, la fotografía. Pero de ahí a predestinado… Llegar a ser actor me ha costado mucho trabajo, mucho esfuerzo. No ha venido rodado. Al cabo de los años noto que la cosa fluye de una manera un poco más fácil, pero no ha sido un camino de rosas.
– Además de Juan Diego, ¿qué otros actores le sirvieron como referentes?
– Juan Diego ha sido una inspiración para mí, sin duda. Como actor y también en lo personal, por lo que ha supuesto para el colectivo en cuanto a lucha por nuestros derechos. Aunque diría muchos otros nombres: Chaplin, Al Pacino, Hopkins, Eduard Fernández, Javier Bardem o Luis Tosar. Sigo flipando con la facilidad con la que parece que trabaja Luis y, al mismo tiempo, con el carisma, la intensidad y la verdad que siempre logra transmitir. También aprendí muchísimo de Sergio Peris-Mencheta en Al salir de clase. Confronté mi manera de trabajar con la suya. Yo me formé en la RESAD, donde tenían un método más racionalista, más cartesiano. Peris-Mencheta venía de Corazza, que para mí era algo más misterioso, más novedoso… Aprendí a trabajar con otras variables que tenían que ver con el corazón, el alma, el misterio.
– ¿En este oficio nunca se para de aprender?
– Nunca. Y si paras de aprender, estás jodido, pues empiezas a repetirte. Siempre estás confrontándote contigo mismo. O poniéndote a prueba.
– Todo actor es su propio instrumento.
– Eso me perturbaba al principio. He sido muy trabajador, muy aplicado. Quizá por haber estudiado música. Cuando terminé la escuela y estaba en casa, entre trabajo y trabajo, no dejaba de preguntarme: “¿Cómo sigo practicando?”. Sabía que alguien que estudia música tiene su instrumento para practicar. Pero, ¿con qué practica el actor en la soledad de su casa? Trataba de hacer ejercicios de memoria emocional y sensorial. Y mi concentración llegaba hasta donde llegaba... Al cabo de los años, uno comprende que el aprendizaje está en la observación de los demás. Y en la observación y el entendimiento de uno mismo está el crecimiento como actor. El instrumento es uno consigo mismo: no solo porque has de trabajar con tus emociones y con tu cuerpo, sino porque tienes que estudiarte. Solo de ese modo entiendes cómo funciona la psicología, el carácter, el alma, qué resortes te hacen ser de una manera u otra. Y eso puedes aplicárselo al personaje.
– ¿Cómo recuerda sus años de estudiante en la RESAD?
– Llenos de ilusión, sin duda. Venía de estudiar Derecho en clases de 200 personas y pasé de pronto a unas aulas en las que no llegábamos a 12. Pasaba con mis compañeros ocho horas diarias y estudiaba asignaturas de mi agrado: historia del teatro, historia de la literatura, de interpretación en general… En la RESAD también actuábamos y los profesores eran grandes profesionales del medio. Además, teníamos un carnet que nos permitía ir al teatro las veces que quisiéramos. Yo iba todos los días después de las clases. Hoy digo que fueron los mejores años de mi vida. No había ambición profesional ni en mí ni en casi ninguno de mis compañeros. Había ambición artística. Estábamos ahí para convertirnos en buenos actores.
– ¿Considera que la formación es importante para un actor?
– Soy un defensor de la formación académica. Eso sí, también llega el momento en que el actor debe soltar las riendas del método que haya aprendido y volar. Así podrá encontrar su propia técnica. No soy talibán ni feligrés de ningún método. Por cuantas más escuelas pases, será mejor. La formación ha de ser completa y variada para poder descubrir qué tipo de actor eres y qué te funciona.
– ¿Cómo recuerda sus inicios en la industria, los primeros trabajos?
– Entendí rápidamente cómo funcionaba esto. Ya en la RESAD empecé a buscar trabajo. Quería que mis padres dejasen de pagarme los estudios y demostrarles que podía valerme por mí mismo. Me apuntaba a agencias de figuración, a lo que fuese. Me fueron llamando de una agencia de representación artística para castings, con la suerte de conseguir los primeros trabajitos con papeles episódicos en algunas series cuando aún estaba en el tercer curso de mis estudios. Mi primer personaje fijo en televisión lo compaginé con el cuarto curso y con la obra teatral que representaba en la sala Cuarta Pared. Me vino bien ir saliendo de la burbuja artística que suponía la escuela, entender que había que dejar de ser tan purista. Porque la escuela te va generando ese sentimiento de “somos los elegidos para mantener viva la llama del arte”. Me parece que eso está muy bien, aunque hubo alumnos a los que les costó mucho encontrar trabajo porque se mantuvieron en un circuito muy marginal. Consideraban que hacer otra cosa era prostituirse artísticamente. Yo entendí muy pronto que debía hacer de todo y que en cualquier ámbito aprendería.
– ¿En qué momento concreto pensó que ya era actor?
– Uf. Recuerdo bien que mi madre, después de Al salir de clase, todavía me preguntaba: “¿No quieres acabar los estudios de Derecho?”. Y yo hasta los 30 años no me paré a decir: “Llevo tiempo viviendo de esto, me puedo considerar ya un profesional”. Incluso ahora me cuesta decirlo. Hoy trabajo con compañeros a los que he admirado de joven y me corto. Aún me siento un intruso.
– ¿Qué es lo mejor y lo peor de participar en un éxito juvenil? Usted lo experimentó con Al salir de clase.
– Tiene muchísimas cosas buenas. Empezando por lo más práctico, de repente te da seguridad económica. Si eres ahorrador y tienes cabeza, como era mi caso, ahorras y vives algún tiempo con ese dinero. Tuve claro desde el principio que esta profesión está sujeta a altibajos. Por eso no se me fue la cabeza. No me compré una gran casa ni tampoco un gran coche. Si ganaba 10, ahorraba ocho. Esto se lo aconsejo siempre a la gente joven con la que trabajo. Yo me tomé Al salir de clase como un gimnasio. Diariamente veía en casa el capítulo que había grabado tres semanas atrás y analizaba todo lo que había hecho. Lo interesante fue que mi personaje creció durante dos años. Cuando sentí que ya lo conocía mucho y que no me iba a sorprender, decidí dejarlo. En esa serie aprendí casi todo lo que sé de mí como actor.
– ¿Y qué fue lo peor?
– Que la veía un público juvenil. Por decir algo negativo, para la gente de la calle me quedé durante muchos años con ese personaje. Ya no. ¡Ahora la gente me llama Lope de Vega! [en alusión a su papel en El Ministerio del Tiempo].
– El Ministerio del Tiempo, la serie en la que interpretaba al insigne dramaturgo, ¿es otro hito de su trayectoria?
– Sí. Me permitió participar en un producto con gran éxito de crítica y público. Y me lo pasé muy bien con el personaje. Entendí cosas de mí como actor. Una de ellas es que funciono mejor cuanto menos torturado soy. Perdí la intuición durante algún tiempo por el hecho de ser un actor de método, del Actors Studio. Perdí algo de juego, de libertad, de seguridad incluso. Con los años he aprendido a confiar en el actor que uno lleva dentro.
– ¿Le costó dar el salto de la televisión al cine?
– No mucho. Mientras salía en Al salir de clase hice un personaje de reparto en Los lobos de Washington (Mariano Barroso) y luego en Las razones de mis amigos (Gerardo Herrero). Esa fue mi entrada en el cine, nada a lo grande. Nunca he tenido una entrada a lo grande en ningún sitio. Mis entradas han sido discretas, de poco a poco. He encarnado pequeños personajes con continuidad a lo largo de muchos años, he participado en algunas buenas películas, pero no he hecho ninguna que haya cambiado significativamente ni el cine español ni mi carrera.
– Podría pasar mañana.
– Supongo que sí. O no. Da igual. Mi carrera no va por ahí, va por un lado distinto. Ha sido una carrera de pico y pala a lo largo del tiempo, y quizás haya sido mejor así. Imagínate todo lo que puede suponer para la cabeza dar el pelotazo con veintipocos años. Y la angustia de pensar cómo te mantienes ahí. He visto casos de compañeros que triunfan de repente y luego desaparecen. Es muy difícil bajar de ahí y volver a hacer un personaje de reparto en una serie. Yo casi no he rechazado oportunidades, lo cual me ha brindado continuidad laboral durante mi larga andadura. Siempre he puesto la calidad y el personaje por delante del tipo de proyecto. A mí me gusta trabajar en este oficio mucho más que ninguna otra cosa.