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12-07-2018

 

Vito Sanz

“El actor solo fracasa cuando se queda en casa y no actúa”

Secundario con experiencia como protagonista. Concienzudo en la sala de ensayo y creativo desde la barra del bar. La suya es toda una vida dedicada al teatro

 

 

FRANCISCO PASTOR (@frandepan)

Reportaje gráfico: Enrique Cidoncha (@enriquecidoncha)

De día, Vito Sanz (Huesca, 1982) ha trabajado de limpiacristales, recepcionista o dependiente. Pero al cerrar la noche, que decía la canción, se entregaba siempre a aquello en lo que llevaba desde los 15 años: el teatro. Aunque fuera de figurante, como le ocurrió durante una temporada en el Liceo de Barcelona, ciudad donde también estudió Arte Dramático. Y desde allí, con el sueño de parecerse algún día a Saza, Agustín González o Fernando Fernán Goméz, se marchó a Madrid para perfeccionar la técnica.

 

   Aunque vive en la capital desde hace más de tres lustros, fue en el último de ellos cuando conoció el cine. Ocurrió gracias a la pieza experimental de Jonás Trueba Los ilusos (2013), sin guion y levantada sobre las conversaciones entre el director y los actores. Con él viajó por Francia en la caravana de Los exiliados románticos (2015) y rodará este verano La virgen de agosto. Junto a Trueba, pero David, el artista acaba de estrenar Casi 40. Fernando, por su parte, le reclamó para La reina de España (2016). Pero sería un cineasta ajeno a este clan familiar, Mateo Gil, quien le confiaría el protagonismo absoluto en la reciente Las leyes de la termodinámica.

 

   Más allá del trajín, Sanz sigue mordiendo el teatro desde la compañía Club Caníbal. “Cuando el trabajo me desborda echo de menos poder acudir a talleres de interpretación. Los actores debemos entrenar cada día, como los deportistas”, cuenta el intérprete durante una mañana arañada entre jornada y jornada de la grabación de Vergüenza. En esa serie de Movistar+ trabaja al lado de otra figura que siempre admiró: Miguel Rellán. Pero Sanz forma tándem con Javier Gutiérrez. Uno y otro deambulan por las bodas de Madrid para retratar a contrayentes e invitados.

 

— ¿Trata Vergüenza sobre el fracaso?

— Acerca del que se da en nuestras relaciones personales. No sabemos cómo tratarnos los unos a los otros y todo sale mal cuando lo intentamos. Lo contamos desde un humor negrísimo que requiere una segunda lectura. La comedia acompaña a nuestro tiempo, y en Vergüenza también hay una reflexión profesional: un fotógrafo sueña con ser artista, pero trabaja retratando bodas. Y no lo veo como una derrota. Porque yo, como artista, si pudiera, lo elegiría todo. El actor solo fracasa cuando se queda en casa y no actúa. Lo hablamos mucho en la serie: todos los intérpretes del reparto hemos hecho de todo.

 

Jonás Trueba le descubrió en el microteatro. 

— Sí. Y me abrió el mundo del cine, donde descubrí una magia muy concreta. Allí mandan los realizadores. Solo ellos pueden dar el truco final. Es divertido cuando entendemos ese juego: hablamos frente a otro actor que, quizá, ni siquiera está presente. Requiere trabajar desde una concentración especial. Por los ritmos del rodaje, se suceden subidones y bajones que hay que saber segregar. Es lo opuesto al teatro, en el que todo ocurre de continuo. Los directores tutelan los ensayos y montan la pieza, pero el intérprete sale a escena y se vuelve poderoso. Somos nosotros quienes contamos con la última palabra.

 

 

— ¿Fue Los ilusos una experiencia cercana a las artes escénicas? O a la improvisación, cuando menos.

— Sí y no. Improvisábamos mucho, pero antes de rodar. Llegábamos al bar, nos sentábamos, armábamos una conversación. A partir de una divagación levantábamos una escena que después llevaríamos a la cámara. Era un trabajo muy creativo que nos ayudaba a plantear e investigar el personaje.Los intérpretes nos serenamos si conocemos el recorrido y, cuando no es así, tratamos de ampararnos en algo. En este caso, en Jonás: no había texto, así que solo él guardaba la película en la cabeza. Nuestro siguiente trabajo, La virgen de agosto, sí cuenta con un guion. Y reconozco que se sufre bastante menos. El sudor vendrá de otro lado, porque la rodaremos en las mismas verbenas de Madrid, a saltos entre la gente.

 

— Esa investigación de la que hablaba, ¿es mejor en el bar o en la sala de ensayo?

— La barra es fundamental a la hora de crear. En las salas de ensayo fluye la energía y la fuerza creativa. Pero cuando salimos, nos relajamos y nos tomamos una cerveza, salen otras cosas. De las muchas conversaciones que he tenido con Jonás en los bares, quizá el uno por ciento haya llegado a la pantalla. Pero incluso ese sustrato es importante. En Club Caníbal repasamos las noticias desde una cafetería en una azotea sobre la plaza del Callao. Y trazábamos ficciones a partir de ellas. No digo que trabajemos borrachos, lo cual no me parece que sea productivo. Pero solo un poco, quizá, venga bien.

 

— ¿Logra sacar tiempo para el teatro?

— Trato de cuadrarlo. Las tablas siguen aportándome mucho y no pienso dejarlas. Allí hago lo que me gusta: la ironía y la comedia oscura. Me da vida y movimiento. Además, no olvido la época en la que era el teatro el que me daba de comer. Cada una de mis etapas laborales me ha llevado a otra diferente. Estoy acostumbrado a crear mi propio trabajo, porque esperar a que otros nos llamen puede ser desesperante.

 



 

— Pero hoy ocurre lo contrario: el trabajo se le amontona. ¿Qué ha cuajado?  

— Realmente, no lo sé. Y aunque a ratos la demanda me haya parecido casi inabarcable, no voy a confiarme. Muchos actores han pasado por momentos como el mío y, de un día para otro, no vuelven a trabajar. Yo voy poco a poco, forjando una carrera de fondo. Pero a los 35 años carezco de una vivienda propia. Ahora estoy ahorrando, ando contento en todos los sentidos, aunque no sé cuánto tiempo me duraría mi dinero. Esto trata de no perder la fe. De seguir nuestros impulsos, pero sin engañarnos. De mirarnos al espejo y saber que nunca vamos a ser un galán.

 

—  Pero en Las leyes de la termodinámica asentó un romance. Y desde un protagonismo casi absoluto. 

— Desde luego. Pongo la voz en toda la narración y aparezco casi en cada plano. Al principio daba un poco de miedo, y más en una producción tan grande. El protagonista no puede decaer, así que trataba de repartir bien mis fuerzas. El primer día, los planos del primer día. Y la jornada siguiente ya sería otro cantar. Pero antes del rodaje toca ensayar mucho, largo y tendido, que es lo que hicimos. Cuantas más herramientas nos llevemos al trabajo, más sencilla es luego la producción.

 

 — Además de acumular estrenos, recibió recientemente una Biznaga de Plata. Y gracias a un cortometraje.

— Es la primera vez que me dan un premio. Pero firmo antes por un trabajo que por un Goya. No sé hasta qué punto los galardones abren puertas: intuyo que, cuando un actor empieza a recoger una mención tras otra, puede acabar aburriendo al público. En el Festival de Málaga se creó una bola que me pareció gigante. Salí a recoger el premio y no dejaba de sudar. Me empecé a agobiar mucho. Creí que ni siquiera me saldrían las palabras.

 

 

— ¿Es cierto que padece dislexia?

—Sí. De pequeño notaba que algo no iba bien, pero lo descubrí hace poco tiempo. Lo paso mal, sobre todo en las primeras lecturas, cuando el resto de actores leen e interpretan con soltura. Yo tengo que estudiar mucho el texto. En las pruebas leo muy lento, hasta el punto de que me toca advertir a quienes me están juzgando. Tengo problemas con las palabras y tartamudeo. La cabeza me va más rápido que la boca. Pero es un buen recurso para aportar inocencia o timidez a algún papel. Subiendo de aquí, bajando de allá, me valgo de ello para dar el personaje.

 


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